Con eso se volvió y descubrió que el último espacio entre dos grandes árboles había sido cerrado con una telaraña, pero por fortuna no una verdadera telaraña, sino grandes hebras de cuerdas de doble ancho, tendidas rápidamente de acá para allá de tronco a tronco. Desenvainó la pequeña espada, hizo pedazos las hebras, y se fue cantando. Las arañas vieron la espada, aunque no creo que supieran lo que era, y todas se pusieron a correr persiguiendo al hobbit, por el suelo y por las ramas, agitando las piernas peludas, chasqueando las pinzas, los ojos desorbitados, rabiosas, echando espuma. Lo siguieron bosque adentro, hasta que Bilbo no se atrevió a alejarse más. Luego se escabulló de vuelta, más callado que un ratón.
Tenía un tiempo corto y precioso, lo sabía, antes que las arañas perdieran la paciencia y volviesen a los árboles, donde colgaban los enanos. Mientras tanto, tenía que rescatarlos. Lo más difícil era subir hasta la rama larga donde pendían los bultos. No me imagino cómo se las habría arreglado si, por fortuna, una araña no hubiera dejado un cabo colgando; con ayuda de la cuerda, aunque se le pegaba a las manos y le lastimaba la piel, trepó y allá arriba se encontró con una araña malvada, vieja, lenta, y gruesa, que había quedado atrás y guardaba a los prisioneros, y que había estado entretenida pinchándolos, para averiguar cuál era el más jugoso. Había pensado comenzar el banquete mientras las otras estaban fuera, pero el señor Bolsón tenía prisa, y antes que la araña supiera lo que estaba sucediendo, sintió el aguijón de la espada y rodó muerta cayendo de la rama.
El siguiente trabajo de Bilbo era soltar un enano. ¿Cómo lo haría? Si cortaba la cuerda, el enano maltrecho caería golpeándose contra el suelo, que estaba bien abajo. Serpenteando rama adelante (lo que hizo que los pobres enanos se balancearan y danzaran como fruta madura), llegó al primer bulto.
«Fili o Kili», se dijo viendo la punta de un capuchón azul que sobresalía de un extremo. «Más posiblemente Fili», pensó al descubrir la punta de una nariz larga que asomaba entre las cuerdas enmarañadas. Inclinándose, consiguió cortar la mayor parte de las cuerdas pegajosas y fuertes, y entonces, en efecto, con un puntapié y algunas sacudidas apareció la mayor parte de Fili. Me temo que Bilbo se rió viendo cómo agitaba las piernas y los brazos rígidos mientras danzaba con la cuerda de la telaraña en las axilas; como uno de esos juguetes divertidos que se menean en un alambre.
De algún modo, Fili se encaramó en la rama, y ahí ayudó todo lo posible al hobbit, aunque se sentía mareado y enfermo a causa del veneno de las arañas, y por haber estado colgado la mayor parte de la noche y el día siguiente, envuelto y envuelto en cuerdas, sólo con la nariz fuera para respirar. Tardó mucho tiempo en quitarse aquellas hebras bestiales de los ojos y las cejas, y en cuanto a la barba, tuvo que cortarse la mayor parte. Bien, Bilbo y Fili, juntos, alzaron primero a un enano y luego a otro y cortaron las atadoras. Ninguno se encontraba mejor que Fili y algunos bastante peor, pues apenas habían podido respirar (ya veis, a veces las narices largas son útiles), y algunos parecían más envenenados.
De este modo rescataron a Kili, Bifur, Bofur, Dori y Nori El pobre viejo Bombur estaba tan exhausto —era el más gordo— y lo habían pinchado y pellizcado constantemente que rodó de la rama y, ¡plaf!, cayó al suelo, por fortuna sobre unas hojas, y quedó allí tendido. Pero aún había cinco enanos que colgaban del extremo de la rama, cuando las arañas comenzaron a volver, más rabiosas que nunca.
Bilbo fue inmediatamente hasta el sitio en que la rama nacía del tronco, y mantuvo a raya a las arañas que subían trepando. Se había quitado el anillo cuando rescató a Fili y había olvidado ponérselo de nuevo, y ahora todas ellas farfullaban y siseaban:
—¡Ya te vemos, asquerosa criatura! ¡Te comeremos y sólo te dejaremos la piel y los huesos colgando de un árbol! ¡Ah! Tiene un aguijón, ¿verdad? Bueno, de todas maneras lo atraparemos y colgaremos cabeza abajo durante un día o dos.
Mientras, los enanos trabajaban en el resto de los cautivos y cortaban los hilos. Pronto liberarían a todos, aunque no estaba claro qué ocurriría después. Las arañas los habían capturado sin muchas dificultades la noche anterior, pero sorprendiéndolos en la oscuridad. Esta vez, parecía que iba a librarse una terrible batalla.
De repente Bilbo cayó en la cuenta de que algunas arañas se habían reunido alrededor del viejo Bombur, sobre el suelo, lo habían atado otra vez y se lo estaban llevando a la rastra. Dio un grito y acuchilló a las bestias que tenía delante. Las arañas retrocedieron enseguida, y Bilbo trepó y saltó desde el árbol, justo en medio de las que estaban en el suelo. La pequeña espada era un tipo de aguijón que no conocían. ¡Cómo se movía de acá para allá! La hoja brillaba triunfante cuando traspasaba a las arañas. Seis de ellas murieron antes que el resto huyese y dejase a Bombur en manos de Bilbo.
—¡Bajad! ¡Bajad! —gritó a los enanos que estaban en la rama—. No os quedéis ahí; os echarán las redes encima pues veía que unas pocas arañas trepaban a los árboles vecinos, arrastrándose por las ramas sobre la cabeza de los enanos.
Los enanos bajaron gateando, o saltaron o se dejaron caer, los once en montón, la mayoría muy temblorosos y torpes de piernas. Allí se encontraron al fin los doce, contando al pobre Bombur, a quien sostenían por ambos lados el primo Bifur y el hermano Bofur; y Bilbo se movía alrededor y blandía el Aguijón; y cientos de arañas los miraban con los ojos desorbitados, desde arriba, desde un lado, desde otro. La situación parecía bastante desesperada.
Entonces comenzó la batalla. Algunos enanos tenían cuchillos; otros, palos, y había piedras para todos; y Bilbo blandía la daga élfica. Una y otra vez las arañas fueron rechazadas, y muchas murieron. Pero esto no podía prolongarse. Bilbo estaba casi exhausto; sólo cuatro de los enanos se mantenían aún en pie, y pronto las arañas caerían sobre ellos como sobre moscas cansadas. Ya tejían de nuevo alrededor, de árbol en árbol.
Bilbo al fin no pudo pensar en otro plan que comunicar a los enanos el secreto del anillo. Lo lamentaba bastante, pero no había otro remedio.
—Voy a desaparecer —dijo—. Alejaré a las arañas de aquí, si puedo; vosotros tenéis que manteneros juntos y escapar en la dirección opuesta. Por allí a la izquierda quizá se podría llegar al sitio donde vimos por última vez el fuego de los elfos.
Tardaron en entender lo que se les decía, pues las cabezas les daban vueltas en medio de una confusión de gritos, palos y piedras que golpeaban, pero al fin Bilbo sintió que no podía esperar más: las arañas estaban cerrando el círculo. De súbito se deslizó el anillo en el dedo, y desapareció dejando estupefactos a los enanos. Pronto se oyeron gritos:
—¡Perezosa Lob! ¡Venenosa! —entre los árboles de la derecha.
Esto enfureció mucho a las arañas. Dejaron de acercarse a los enanos y unas cuantas se volvieron hacia la voz. «Venenosa» las enojó tanto que perdieron el juicio. Entonces Balin, quien había entendido el plan de Bilbo mejor que los demás, se lanzó al ataque. Los enanos se unieron en un pelotón y descargando una lluvia de piedras corrieron hacia la izquierda y atravesaron el círculo. Lejos, detrás de ellos, los cantos y gritos cesaron de pronto.
Esperando contra toda esperanza que no hubiesen capturado a Bilbo, los enanos siguieron adelante. No bastante deprisa, sin embargo. Se sentían enfermos y débiles y arrastraban las piernas y cojeaban, perseguidos por arañas que les pisaban los talones. Una y otra vez tenían que volverse y enfrentar a las criaturas que estaban casi encima de ellos; y ya algunas de las arañas corrían por los árboles y dejaban caer unos largos hilos pegajosos. Las cosas parecían haber empeorado otra vez, cuando de pronto Bilbo reapareció e inesperadamente inició un ataque desde un lado, sobre las asombradas arañas.