—¡Seguid! ¡Seguid! —gritó—. ¡Yo seré quien clave el aguijón!
Y así ocurrió. Se movía adelante y atrás, rasgando los hilos de las arañas, cortándoles las patas y acuchillándoles los cuerpos gordos si se acercaban demasiado. Las arañas se hinchaban de rabia y farfullaban y espumajeaban y siseaban horribles maldiciones; pero ahora tenían un miedo mortal al Aguijón y no se atrevían a acercarse. Así, mientras maldecían, la presa se les escapaba lenta e inexorablemente. Era una situación horrible y parecía durar horas. Pero al fin, cuando Bilbo sentía que ya no tenía fuerzas para levantar la mano y asestar otro golpe, de pronto abandonaron la persecución, y no los siguieron más y volvieron decepcionadas a la tenebrosa colonia.
Entonces los enanos se dieron cuenta de que habían llegado al círculo en que habían ardido los fuegos de los elfos. No podían saber si era uno de los fuegos que habían visto la noche anterior; pero parecía que algún encantamiento bienhechor persistía en estos sitios, que a las arañas no les gustaban. De cualquier modo, la luz era más verde, los arbustos menos espesos y amenazadores, y ahora podían descansar y recobrar el aliento. Allí se quedaron un rato resollando y jadeando. Pero muy pronto los enanos empezaron a hacer preguntas. Querían que Bilbo les explicase bien el asunto de las desapariciones; tanto les interesó la historia del anillo que por un momento olvidaron sus propios problemas. Balin en particular insistió en oír otra vez la historia de Gollum con acertijos y todo lo demás, y con el anillo en el lugar que correspondía. Pero al cabo de un tiempo la luz comenzó a declinar, y se hicieron otras preguntas. ¿Dónde estaban y por dónde corría el camino? ¿Dónde habría comida y qué harían ahora? Estas preguntas fueron hechas una y otra vez, y esperaban que el pequeño Bilbo conociese las respuestas. Por lo que podéis ver, habían cambiado mucho de opinión con respecto al señor Bolsón, y ahora lo respetaban de veras (tal y como había dicho Gandalf). Ya no refunfuñaban, y esperaban realmente que a Bilbo se le ocurriría algún plan maravilloso. Sabían demasiado bien que si no hubiese sido por el hobbit todos estarían ya muertos; y se lo agradecieron muchas veces. Algunos de ellos inclusa se pusieron en pie y lo saludaron inclinándose hasta el suelo, aunque el esfuerzo los hizo caer, y durante un rato no pudieron incorporarse. Saber la verdad sobre las desapariciones no disminuyó de ningún modo la opinión que Bilbo les merecía, pues entendieron que tenía ingenio, y también suerte y un anillo mágico, y las tres cosas eran bienes muy útiles. En verdad lo elogiaron tanto que Bilbo llegó a sentir que había algo en él de aventurero audaz, al fin y al cabo, aunque se habría sentido aún mucho más audaz si hubiera tenido algo que comer.
Pero no había nada, nada de nada, y ninguno estaba en disposición de ir a buscar algo o encontrar el sendero perdido. ¡El sendero perdido! En la fatigada cabeza de Bilbo no había otra cosa. Se sentó y clavó los ojos en los árboles que se sucedían en interminables hileras, y al cabo de un rato todos callaron otra vez. Todos excepto Balin. Mucho tiempo después que los otros hubieran dejado de hablar y cuando ya habían cerrado los ojos, Balin seguía aún murmurando y riendo entre dientes.
—¡Gollum! ¡Caramba! Así fue como llegó a escabullirse delante de mí, ¿no? ¡Ahora me lo explico! Arrastrándose en silencio, nada más, ¿no, señor Bolsón? ¡Los botones todos sobre el umbral! El bueno de Bilbo... Bilbo... Bilbo... bo... bo... bo... —y poco después se quedó dormido, y durante un largo rato no se oyó nada.
De pronto, Dwalin abrió un ojo y miró alrededor.
—¿Dónde está Thorin? —preguntó.
Fue un golpe terrible. Desde luego, sólo eran trece, doce enanos y el hobbit. ¿Dónde, pues, estaba Thorin? Se preguntaron qué desgracia habría caído sobre éclass="underline" un encantamiento, o quizá unos monstruos oscuros, y todos se estremecieron mientras yacían perdidos allí en el bosque. Y así, cuando la tarde se hizo noche negra, cayeron uno tras otro en un sueño incómodo, de horribles pesadillas; y ahí tenemos que dejarlos por ahora, demasiado enfermos y débiles como para ponerse a vigilar o turnarse como centinelas.
Thorin había sido capturado mucho antes que ellos. ¿Recordáis que Bilbo cayó dormido como un tronco cuando entró en el círculo de luz? La vez siguiente fue Thorin quien dio un paso adelante, y cuando la luz desapareció, cayó al suelo como una piedra encantada. Las voces de los enanos perdidos en la noche, los gritos cuando las arañas se precipitaron sobre ellos y los atacaron, y todos los ruidos de la batalla del día siguiente, habían pasado inadvertidos para Thorin. Luego los Elfos del Bosque se le echaron encima, y lo ataron, y se lo llevaron. Por supuesto, las gentes de los banquetes eran Elfos del Bosque. Los elfos no son malos, pero desconfian de los desconocidos: esto puede ser un defecto. Aunque dominaban la magia, andaban siempre con cuidado, aún en aquellos días. Distintos de los Altos Elfos del Poniente, eran más peligrosos y menos cautos, pues muchos de ellos (así como los parientes dispersos de las colinas y montañas) descendían de las tribus antiguas que nunca habían ido a la Tierra Occidental de las Hadas. Allí los Elfos de la Luz, los Elfos del Abismo, y los Elfos del Mar vivieron durante siglos y se hicieron más justos, prudentes y sabios, y desarrollaron artes mágicas, y la habilidad de crear objetos hermosos y maravillosos, antes que algunos volvieran al Ancho Mundo. En el Ancho Mundo los Elfos del Bosque disfrutaban de los crepúsculos del Sol y la Luna, pero preferían las estrellas; e iban de un lado a otro por los bosques enormes que crecían en tierras ahora perdidas. Habitaban la mayor parte del tiempo en los límites de las florestas, de donde salían a veces para cazar o cabalgar y correr por los espacios abiertos a la luz de la Luna o de los astros; y luego de la llegada de los Hombres, se aficionaron más y más al crepúsculo y a la noche. Sin embargo, eran y siguen siendo elfos, y esto significa Buena Gente.
En una gran cueva, algunas millas dentro del Bosque Negro, en el lado este, vivía en este tiempo el más grande rey de los elfos. Por delante de unas puertas de piedra corría un río que venía de las cimas de los bosques y desembocaba dentro y fuera de los pantanos, al pie de las altas tierras boscosas.
Esta gran cueva, en la que se abrían a un lado y a otro otras cuevas más reducidas, se hundía mucho bajo tierra y tenía numerosos pasadizos y amplios salones; pero era más luminosa y saludable que cualquier morada de trasgos, y no tan profunda ni tan peligrosa.
De hecho, los súbditos del rey vivían y cazaban en su mayor parte en los bosques abiertos y tenían casas o cabañas en el suelo o sobre las ramas. Las hayas eran sus árboles favoritos. La cueva del rey era el palacio, un sitio seguro para guardar los tesoros y una fortaleza contra el enemigo.
Era también la mazmorra de los prisioneros. Así que a la cueva arrastraron a Thorin, no con excesiva gentileza, pues no querían a los enanos y pensaban que Thorin era un enemigo. En otros tiempos habían librado guerras con algunos enanos, a quienes acusaban de haberles robado un tesoro. Sería al menos justo decir que los enanos dieron otra versión y explicaban que sólo habían tomado lo que era de ellos, pues el rey elfo les había encargado que le tallasen la plata y el oro en bruto, y más tarde había rehusado pagarles. Si el rey elfo tenía una debilidad, ésa eran los tesoros, en especial la plata y las gemas blancas; y aunque guardaba muchas riquezas, siempre quería más, pensando que aún no eran tantas como las de otros señores elfos de antaño. La gente élfica nunca cavaba túneles ni trabajaba los metales o las joyas; ni tampoco se preocupaba mucho por comerciar o cultivar la tierra. Todo esto era bien conocido por los enanos, aunque la familia de Thorin no había tenido nada que ver con la disputa de la que hablamos antes. En consecuencia, Thorin se enojó por el trato que había recibido cuando le quitaron el hechizo y recobró el conocimiento, y estaba decidido también a que no le arrancasen ni una palabra sobre oro o joyas.