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—¡Ahora un poco de música! —dijo Thorin—. ¡Sacad los instrumentos!

Kili y Fili se apresuraron a buscar las bolsas y trajeron unos pequeños violines; Dori, Nori y Oin sacaron unas flautas de algún bolsillo de los capotes; Bombur tamborileó desde el vestíbulo; Bifur y Bofur salieron también, y volvieron con unos clarinetes que habían dejado entre los bastones. Dwalin y Balin dijeron:

—¡Disculpadme, dejé el mío en el porche!

Y Thorin dijo:

—¡Trae el mío también!

Regresaron con unas violas tan grandes como ellos mismos, y con el arpa de Thorin envuelta en una tela verde. Era una hermosa arpa dorada, y cuando Thorin la rasgueó, los otros enanos empezaron juntos a tocar una música, tan súbita y dulcemente que Bilbo olvidó todo lo demás, y fue transportado a unas tierras distantes y oscuras, bajo lunas extrañas, lejos de El Agua y muy lejos del agujero-hobbit bajo La Colina.

La oscuridad penetró en la habitación por el ventanuco que se abría en la ladera de La Colina; el fuego parpadeaba —era abril— y aún seguían tocando, mientras la sombra de la barba de Gandalf danzaba contra la pared.

La oscuridad invadió toda la habitación, y el fuego se extinguió y las sombras se borraron; y todavía seguían tocando. Y de pronto, uno primero y luego otro, mientras tocaban, entonaron el canto grave que antaño cantaran los enanos, en lo más hondo de las viejas moradas, y estas líneas son como un fragmento de esa canción, aunque no hay comparación posible sin la música.

Más allá de las frías Montañas Brumosas, a mazmorras profundas y cavernas antiguas, en busca del metal amarillo encantado, hemos de ir, antes que el día nazca.
Los enanos echaban hechizos poderosos mientras las mazas tañían como campanas, en simas donde duermen criaturas sombrías, en salas huecas bajo las montañas.
Para el antiguo rey y el señor de los Elfos los enanos labraban martilleando un tesoro dorado, y la luz atrapaban y en gemas la escondían en la espada.
En collares de plata ponían y engarzaban estrellas florecientes, el fuego del dragón colgaban en coronas, en metal retorcido entretejían la luz de la Luna y del Sol.
Más allá de las frías y brumosas montañas, a mazmorras profundas y cavernas antiguas, a reclamar el oro hace tiempo olvidado, hemos de ir, antes de que el día nazca.
Allí para ellos mismos labraban las vasijas y las arpas de oro, pasaban mucho tiempo donde otros no cavaban, y allí muchas canciones cantaron que los hombres o los Elfos no oyeron.
Los vientos ululaban en medio de la noche, y los pinos rugían en la cima. El fuego era rojo, y llameaba extendiéndose, los árboles como antorchas de luz resplandecían.
Las campanas tocaban en el valle, y hombres de cara pálida observaban el cielo, la ira del dragón, más violenta que el fuego, derribaba las torres y las casas.
La montaña humeaba a la luz de la Luna; los enanos oyeron los pasos del destino, huyeron y cayeron y fueron a morir a los pies del palacio, a la luz de la Luna.
Más allá de las hoscas y brumosas montañas, a mazmorras profundas y cavernas antiguas, a quitarle nuestro oro y las arpas, ¡hemos de ir, antes que el día nazca!

Mientras cantaban, el hobbit sintió dentro de él el amor de las cosas hermosas hechas a mano con ingenio y magia; un amor fiero y celoso, el deseo de los corazones de los enanos. Entonces algo de los Tuk renació en éclass="underline" deseó salir y ver las montañas enormes, y oír los pinos y las cascadas, y explorar las cavernas, y llevar una espada en vez de un bastón. Miró por la ventana. Las estrellas asomaban fuera en el cielo oscuro, sobre los árboles. Pensó en las joyas de los enanos que brillaban en las cavernas tenebrosas. De repente, en el bosque de más allá de El Agua se alzó un fuego —quizá alguien encendía una hoguera—, y pensó en dragones devastadores que invadían la pacífica Colina envolviendo todo en llamas. Se estremeció; y enseguida volvió a ser el sencillo señor Bolsón, de Bolsón Cerrado, Sotomonte otra vez.

Se incorporó temblando. Tenía muy pocas ganas de traer la lámpara, y en cambio muchas ganas de fingir que iba a buscarla y marcharse y esconderse luego en la bodega detrás de los barriles de cerveza y no salir más hasta que los enanos se fueran. De pronto advirtió que la música y el canto habían cesado y que todos lo miraban con ojos brillantes en la oscuridad.

—¿Adónde vas? —le preguntó Thorin, en un tono que parecía querer mostrar que adivinaba los pensamientos contradictorios del hobbit.

—¿Qué os parece un poco de luz? —dijo Bilbo disculpándose.

—Nos gusta la oscuridad —dijeron todos los enanos—. ¡oscuridad para asuntos oscuros! Faltan aún muchas horas hasta el alba.

—¡Por supuesto! —dijo Bilbo, y volvió a sentarse a toda prisa; no le acertó al taburete y se sentó en cambio en el guardafuegos, derribando con estrépito el atizador y la pala.

—¡Silencio! —dijo Gandalf— ¡Que hable Thorin! —y así fue como Thorin empezó.

—¡Gandalf, enanos, y señor Bolsón! Nos hemos reunido en casa de nuestro amigo y compañero conspirador, este hobbit de lo más excelente y audaz. ¡Que nunca se le caiga el pelo de los pies! ¡Toda nuestra alabanza al vino y a la cerveza de la región!

Se detuvo a tomar un respiro y a esperar una cortés observación del hobbit, pero al pobre Bilbo se le habían agotado las cortesías, y movía la boca tratando de protestar porque lo habían llamado audaz, y peor que eso, compañero conspirador, aunque no emitió ningún sonido; se sentía de veras estupefacto. De modo que Thorin continuó:

—Nos hemos reunido aquí para discutir nuestros planes, medios, política y recursos. Emprenderemos ese largo viaje poco antes de que rompa el día, un viaje que para algunos de nosotros, o quizá para todos (excepto para nuestro amigo y consejero, el ingenioso mago Gandalf) sea un viaje sin retorno. Éste es un momento solemne. Nuestro objetivo, supongo, todos lo conocemos bien. Para el estimable señor Bolsón, y quizá para uno o dos de los enanos más jóvenes (creo que acertaría si nombrara a Kili y a Fili, por ejemplo), la situación exacta y actual podría necesitar de una breve explicación...

Éste era el estilo de Thorin. Era un enano importante. Si se lo hubieran permitido, quizá habría seguido así hasta quedarse sin aliento, sin dejar de decir a cada uno algo ya sabido. Pero lo interrumpieron de mal modo. El pobre Bilbo no pudo soportarlo más. Cuando oyó quizá sea un viaje sin retorno empezó a sentir que un chillido le subía desde dentro, y muy pronto estalló como el silbido de una locomotora a la salida de un túnel. Todos los enanos se pusieron en pie de un salto derribando la mesa. Gandalf golpeó el extremo de la vara mágica, que emitió una luz azul, y en el resplandor se pudo ver al pobre hobbit de rodillas sobre la alfombra junto al hogar, temblando como una gelatina que se derrite. Enseguida cayó de bruces al suelo, y se puso a gritar:

—¡Alcanzado por un rayo, alcanzado por un rayo! —una y otra vez, y eso fue todo lo que pudieron sacarle durante largo tiempo.

Así que lo levantaron y lo tumbaron en un sofá de la sala, con un trago a mano, y volvieron a sus oscuros asuntos.