—¡Está bien, está bien! —le respondieron haciendo rodar, los barriles hasta la abertura—. ¡Tú serás el responsable si las cubas de mantequilla del rey y el vino mejor son empujados al río para que los hombres del lago se regalen gratis!
Así cantaban, mientras primero uno, y luego otro, los barriles bajaban retumbando a la oscura abertura y eran empujados hacia las aguas frías que corrían unos pies más abajo. Algunos eran barriles realmente vacíos; algunos eran cubas bien cerradas con un enano dentro; todos cayeron, uno tras otro, golpeando y entrechocándose, precipitándose en el agua, sacudiéndose contra las paredes del túnel, y flotando lejos corriente abajo.
Fue entonces precisamente cuando Bilbo descubrió de pronto el punto débil del plan. Seguro que ya os disteis cuenta hace tiempo, y os habéis reído de él; pero no creo que hubierais conseguido ni la mitad de lo que él consiguió. ¡Por supuesto, él no estaba en ningún barril, ni había nadie allí para empacarlo, aún si se hubiera presentado la oportunidad! Parecía como si esta vez fuese a perder de veras a sus amigos (ya habían desaparecido casi todos a través de la escotilla oscura), que lo dejarían atrás para siempre, de modo que él tendría que quedarse allí escondido, como un saqueador sempiterno de las cuevas de los elfos. Pues aún si hubiera podido escapar enseguida por los portones superiores, no tenía muchas posibilidades de reencontrarse con los enanos. No sabía cómo llegar al sitio donde recogían los barriles. Se preguntó qué demonios les ocurriría sin él; pues no había tenido tiempo de contar a los enanos todo lo que había averiguado, o lo que se había propuesto hacer, una vez fuera del bosque.
Mientras todos estos pensamientos le cruzaban por la mente, los elfos, que parecían ahora muy animados, comenzaron a entonar una canción junto a la puerta del río. Algunos habían ido ya a tirar de las cuerdas que alzaban la compuerta para dejar salir los barriles tan pronto como todos flotaran abajo.
¡Ya el último de los barriles iba rodando hacia las puertas! Desesperado, y no sabiendo qué hacer, el pobre pequeño Bilbo se aferró al barril y fue empujado con él sobre el borde. Cayó abajo en el agua fría y oscura, con el barril encima, y subió otra vez balbuceando y arañando la madera como una rata, pero a pesar de todos sus esfuerzos no pudo trepar. Cada vez que lo intentaba, el barril daba una media vuelta y lo sumergía otra vez. El barril estaba realmente vacío, y flotaba como un corcho. Aunque Bilbo tenía las orejas llenas de agua, aún podía oír a los elfos, cantando arriba en la bodega. Entonces, de súbito, las escotillas cayeron y las voces se desvanecieron a lo lejos. Bilbo estaba ahora en un túnel oscuro, flotando en el agua helada, completamente solo... pues no puedes contar con amigos que flotan encerrados en barriles.
Muy pronto una mancha gris apareció delante, en la oscuridad. Oyó el chirrido de la compuerta que se levantaba, y se encontró en medio de una fluctuante y entrechocante masa de toneles y cubas, todos empujando juntos para pasar por debajo del arco y salir a las aguas del río. Trató por todos los medios de impedir que lo golpearan y machacaran pero al fin, los barriles apiñados comenzaron a dispersarse y a balancearse, uno por uno, bajo la arcada de piedra y más allá. Entonces Bilbo vio que no le habría servido de mucho si hubiese subido a horcajadas sobre el barril, pues apenas había espacio, ni siquiera para un hobbit, entre el barril y el techo ahora inclinado de la compuerta.
Fuera salieron, bajo las ramas que colgaban desde las dos orillas. Bilbo se preguntaba qué sentirían en ese momento los enanos, y si no estaría entrando mucha agua en las cubas. Algunas de las que pasaban flotando en la oscuridad, junto a él, parecían bastante hundidas en el agua, y supuso que llevarían enanos dentro.
«¡Espero haber ajustado bastante las tapas!», pensó, pero enseguida estuvo demasiado preocupado por sí mismo para acordarse de los enanos. Conseguía mantener la cabeza sobre el agua de algún modo, pero temblaba de frío, y se preguntó si moriría congelado antes que la suerte cambiase, cuánto tiempo sería capaz de resistir, y si podía correr el riesgo de soltarse e intentar nadar hasta la orilla. La suerte cambió de pronto: la corriente arremolinada arrastró varios barriles a un punto de la ribera, y allí se quedaron un rato, varados contra alguna raíz oculta. Bilbo aprovechó entonces la ocasión para trepar por el costado del barril apoyado firmemente contra otro. Subió arrastrándose como una rata ahogada, y se tendió arriba, tratando de mantener el equilibrio. La brisa era fría, pero mejor que el agua, y esperaba no caer rodando de repente.
Los barriles pronto quedaron libres otra vez y giraron y dieron vueltas río abajo, saliendo a la corriente principal. Bilbo descubrió entonces que era muy difícil mantenerse sobre el barril, tal como había temido, y además se sentía bastante incómodo. Por fortuna, Bilbo era muy liviano, y el barril grande, y bastante deteriorado, de modo que había embarcado una pequeña cantidad de agua. Aún así, era como cabalgar sin brida ni estribos un poney panzudo que no pensara en otra cosa que en revolcarse sobre la hierba.
De este modo el señor Bolsón llegó por fin a un lugar donde los árboles raleaban a ambos lados. Alcanzaba a ver el cielo pálido entre ellos. El río oscuro se ensanchó de pronto, y se unió al curso principal del Río del Bosque, que fluía precipitadamente desde los grandes portones del rey.
En la móvil superficie de una extensión de agua que las sombras ya no cubrían, se reflejaban las nubes y las entrellas en luces danzantes y rotas. Las rápidas aguas del Río del Bosque llevaron toda la compañía de toneles y cubas a la ribera norte, donde habían abierto una ancha bahía. Ésta tenía una playa de guijarros al pie del barranco, y estaba cerrada en el extremo oriental por un pequeño cabo sobresaliente de roca dura. Muchos de los barriles encallaron en los bajíos arenosos, aunque unos pocos fueron a golpear contra el dique de roca.
Había gente vigilando las riberas. Empujaron rápidamente y movieron con pértigas todos los barriles hacia los bajíos, y los contaron y ataron juntos y los dejaron allí hasta la mañana. ¡Pobres enanos! Bilbo no estaba tan mal ahora. Bajó deslizándose del barril, y vadeó el río hasta la orilla, y luego se escurrió hacia algunas cabañas que alcanzaba a ver cerca del río. Si tenía la oportunidad de tomar una cena sin invitación, esta vez no lo pensaría mucho; se había visto obligado a hacerlo durante mucho tiempo, y ahora sabía demasiado bien lo que era tener verdadera hambre, y no sólo un amable interés por las delicadezas de una despensa bien provista. Había llegado a ver la luz de un fuego entre los árboles, y era una luz atractiva; las ropas caladas y andrajosas se le pegaban frías y húmedas al cuerpo.