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—Seguidme entonces —dijo el capitán, y rodeándolos con seis de sus hombres los condujo por el puente, a través de las puertas, hasta el mercado de la ciudad.

Éste era un amplio círculo de agua tranquila rodeada por altos pilotes sobre los que se levantaban las casas más grandes, y por largos muelles de madera con escalones y escalerillas que descendían a la superficie del lago. De una de las casas llegaba el resplandor de muchas luces y el sonido de muchas voces. Cruzaron las puertas y se quedaron parpadeando a la luz, mirando las largas mesas en las que se apretaba la gente.

—¡Soy Thorin hijo de Thrain hijo de Thror, Rey bajo la Montaña! ¡He regresado! —gritó Thorin con voz recia desde la puerta, antes de que el capitán pudiese hablar.

Todos se pusieron en pie de un salto. El gobernador de la ciudad se movió nervioso en la gran silla. Pero nadie se levantó con mayor sorpresa que los elfos, sentados al fondo de la sala. Precipitándose hacia la mesa del gobernador gritaron juntos:

—¡Estos son prisioneros de nuestro rey que han escapado, enanos errantes y vagabundos que ni siquiera pudieron decir nada bueno de sí mismos y que merodean por los bosques y molestan a nuestra gente!

—¿Es eso cierto? —preguntó el gobernador; en realidad esto le parecía más probable que el regreso del Rey bajo la Montaña, si semejante persona había existido alguna vez.

—Es cierto que el Rey Elfo nos hizo prisioneros por error y nos encarceló sin causa alguna, cuando regresábamos a nuestro país —respondió Thorin—. Mas ni candados ni barrotes pueden impedir el retorno anunciado antaño, y no estamos en los dominios de los Elfos del Bosque. Hablo al gobernador de la ciudad de los Hombres del Lago, no a los almadieros del rey.

El gobernador titubeó entonces, mirando a unos y a otros. El Rey Elfo era muy poderoso en aquellas tierras y el gobernador no deseaba enemistarse con él; además no prestaba mucha atención a canciones antiguas, entregado como estaba al comercio y a los peajes, a los cargamentos y al oro, hábitos a los que debía su posición. Otros, sin embargo, pensaban de un modo muy distinto, y el asunto se solucionó rápidamente sin que el gobernador interviniera. Las noticias se habían difundido desde las puertas del palacio por toda la ciudad, como si se tratase de un incendio. La gente gritaba dentro y fuera de la sala. Unos pasos apresurados recorrían los muelles. Alguien empezó a cantar trozos de viejas canciones que hablaban del regreso del Rey bajo la Montaña; que fuese el nieto de Thror y no Thror en persona quien estaba allí, no parecía molestarles. Otros entonaron la canción que rodó alta y fuerte sobre el lago.

¡El Rey bajo la Montaña, el Rey de piedra tallada, el señor de fuentes de plata, regresará a sus tierras!
Sostendrán alta la corona, tañerán otra vez el arpa, cantarán otra vez las canciones, habrá ecos de oro en las salas.
Los bosques ondularán en montañas, y las hierbas a la luz del Sol; y las riquezas manarán en fuentes, y los ríos en corrientes doradas.
¡Alborozados correrán los ríos, los lagos brillarán como llamas, cesarán los dolores y las penas, cuando regrese el Rey de la Montaña!

Así cantaban, o algo parecido, aunque la canción era mucho más larga, y fue acompañada con gritos y música de arpas y violines. Y en verdad, ni el más viejo de los abuelos recordaba semejante algarabía en la Ciudad del Lago. Los propios Elfos del Bosque empezaron a titubear y aún a tener miedo. No sabían, por supuesto, cómo Thorin había escapado, y se decían quizá que el Rey había cometido un grave error. En cuanto al gobernador de la ciudad, comprendió que no podía hacer otra cosa que sumarse a aquel clamor tumultuoso, al menos por el momento, y fingir que aceptaba lo que Thorin decía que era. De modo que lo invitó a sentarse en la silla grande, y puso a Fili y a Kili junto a él en sitios de honor. Aún a Bilbo se le dio un lugar en la mesa alta, y nadie explicó de dónde venía (ninguna canción se refería a él, ni siquiera de un modo oscuro), ni nadie lo preguntó en el bullicio general.

Poco después trajeron a los demás enanos a la ciudad entre escenas de asombroso entusiasmo. Todos fueron curados y alimentados, alojados y agasajados del modo más amable y satisfactorio. Una casa enorme fue cedida a Thorin y a los suyos; y luego les proporcionaron barcos y remeros, y una multitud se sentó a las puertas de la casa y cantaba canciones durante todo el día, o daba hurras si cualquier enano asomaba la punta de la nariz.

Algunas de las canciones eran antiguas; pero otras eran muy nuevas y hablaban con confianza de la repentina muerte del dragón y de los cargamentos de fastuosos presentes que bajaban por el río a la Ciudad del Lago. Estos últimos cantos estaban inspirados en su mayor parte por el gobernador, y no agradaban mucho a los enanos; pero entre tanto los trataban muy bien, y pronto se pusieron de nuevo fuertes y gordos. En una semana estaban ya casi repuestos, con ropa fina de color apropiado, las barbas peinadas y recortadas, y el paso orgulloso. Thorin caminaba y miraba a todo el mundo como si el reino estuviese ya reconquistado y Smaug cortado en trozos pequeños.

Por entonces, como Thorin había dicho, los buenos sentimientos de los enanos hacia el pequeño hobbit se acrecentaban día a día. No hubo más gruñidos o lamentos. Bebían a la salud de Bilbo, le daban golpecitos en la espalda, y alborotaban alrededor, lo que no estaba mal, pues el hobbit no se sentía demasiado feliz. No había olvidado el aspecto de la Montaña; ni lo que pensaba del dragón, y tenía además un fastidioso resfriado. Durante tres días estornudó y tosió, y no pudo salir, y aún días después, cuando hablaba en los banquetes, se limitaba a decir:

—Buchísimas bracias.

Mientras tanto los elfos habían regresado al Río del Bosque con los cargamentos, y hubo gran excitación en el palacio del rey. Nunca he sabido qué les ocurrió al jefe de la guardia y al mayordomo. Por supuesto, nada se dijo sobre llaves o barriles mientras los enanos permanecieron en la Ciudad del Lago, y Bilbo cuidó de no volverse nunca invisible. No obstante, me atrevería a decir que se suponía más de lo que se sabía, y sin duda el señor Bolsón era uno de los puntos misteriosos. De todos modos el rey conocía ahora la misión de los enanos o creía conocerla, y se dijo a sí mismo:

«¡Muy bien! ¡Ya veremos! Ningún tesoro saldrá por el Bosque Negro sin que yo haya dicho la última palabra. Pero espero que todos tengan un mal fin, ¡y les estará bien empleado!» De todos modos él no creía en enanos que lucharan y mataran dragones como Smaug, y sospechaba un intento de saqueo o algo parecido, lo que demuestra que era un elfo sabio y más sabio que los hombres de la ciudad, aunque no acertaba del todo, como veremos más adelante. Envió espías a las orillas del Lago y a la Montaña, lejos hacia el norte, hasta donde pudieran llegar, y después aguardó.

A los quince días, Thorin empezó a pensar en la partida. Mientras durase el entusiasmo en la ciudad, sería tiempo de pedir ayuda. No convenía dejar enfriar las cosas con dilaciones. Así que habló con el gobernador y los consejeros de la ciudad, y les dijo que pronto él y su compañía marcharían otra vez a la Montaña.

Entonces, por vez primera, el gobernador se sorprendió y aún llegó a asustarse, y se preguntó si Thorin no sería en verdad descendiente de los reyes antiguos. Nunca había pensado que los enanos se atreverían a acercarse a Smaug, y para él no eran más que un fraude que tarde o temprano saldría a la luz. Estaba equivocado. Thorin, por supuesto, era el verdadero nieto del Rey bajo la Montaña, y nadie sabe de lo que es capaz un enano, por venganza o por recobrar lo que le pertenece.

Pero el gobernador no sintió pena alguna cuando los dejó partir. La manutención de los enanos estaba arruinándolo, y desde que habían llegado la vida en la ciudad era como unas largas vacaciones, con los negocios en punto muerto. «Dejemos que se vayan y que le den la lata a Smaug. ¡Ya veremos cómo los recibe!», pensó.