La golpearon, la empujaron de mil modos, le imploraron que se moviese, recitaron trozos de encantamientos que abrían entradas secretas, y nada se movió. Por último, se tendieron exhaustos a descansar sobre la hierba, y luego, por la tarde, emprendieron el largo descenso.
Esa noche hubo excitación en el campamento del valle. Por la mañana se prepararon a marchar otra vez. Sólo Bofur y Bombur quedaron atrás para que guardaran los poneys y las provisiones que habían traído desde el río. Los otros descendieron al valle y subieron por el sendero descubierto el día anterior, y llegaron así hasta el estrecho borde. Allí no llevaron bultos ni paquetes, pues la saliente era angosta y peligrosa, con una caída al lado de ciento cincuenta pies sobre las rocas afiladas del fondo; pero todos llevaban un buen rollo de cuerda bien atado a la cintura y así, sin ningún accidente, llegaron a la pequeña nave de hierbas.
Allí acamparon por tercera vez, subiendo con las cuerdas lo que necesitaban. Algunos de los enanos más vigorosos, como Kili, descendieron a veces del mismo modo, para intercambiar noticias o para relevar a la guardia de abajo, mientras Bofur era izado al campamento. Bombur no subiría ni por la cuerda ni por el sendero.
—Soy demasiado gordo para esos paseos de mosca —dijo—. Me marearía, me pisaría la barba, y seríais trece otra vez. Y las cuerdas son demasiado delgadas y no aguantarían mi peso —por fortuna para él, esto no era cierto, como veréis.
Mientras tanto, algunos de los enanos exploraron el antepecho más allá de la abertura, y descubrieron un sendero que conducía montaña arriba; pero no se atrevieron a aventurarse muy lejos por ese camino, ni tampoco servía de mucho.
Fuera, allá arriba, reinaba el silencio, interrumpido sólo por el ruido del viento entre las grietas rocosas. Hablaban bajo y nunca gritaban o cantaban, pues el peligro acechaba en cada piedra. Los otros, que trataban de descubrir el secreto de la puerta, no tuvieron más éxito. Estaban demasiado ansiosos como para romperse la cabeza con las runas o las letras lunares, pero trabajaron sin descanso buscando la puerta escondida en la superficie lisa de la roca.
Habían traído de la Ciudad del Lago picos y herramientas de muchas clases y al principio trataron de utilizarlos. Pero cuando golpearon la piedra, los mangos se hicieron astillas, y les sacudieron cruelmente los brazos, y las cabezas de acero se rompieron o doblaron como plomo. La minería, como vieron claramente, no era útil contra el encantamiento que había cerrado la puerta; y el ruido resonante los aterrorizó.
Bilbo se encontró sentado en el umbral; solo y aburrido. Por supuesto, en realidad no había umbral, pero llamaban así en broma al espacio con hierba entre el muro y la abertura, recordando las palabras de Bilbo en el agujero-hobbit durante la tertulia inesperada, hacía tanto tiempo, cuando dijo que él podría sentarse en el umbral hasta que ellos pensasen algo. Y sentarse y pensar fue lo que hicieron, o divagar más y más a la buenaventura, y ponerse cada vez más huraños.
Los ánimos se habían levantado un poco con el descubrimiento del sendero, pero ahora los tenían ya por los pies; pero ni aún así iban a rendirse y marcharse.
El hobbit no estaba mucho más contento que los enanos. No hacía nada, y sentado de espaldas a la pared de piedra, miraba fijamente por la abertura hacia el poniente, por encima del risco y las amplias llanuras, hacia la pared del Bosque Negro y las tierras de más allá, en las que a veces creía ver reflejos de las Montañas Brumosas, lejanas y pequeñas. Si los enanos le preguntaban qué estaba haciendo, contestaba:
—Dijisteis que sentarme en el umbral y pensar sería mi trabajo, aparte de entrar; así que estoy sentado y pensando —pero me temo que no pensaba mucho en su tarea, sino en lo que había más allá de la lejanía azul, la tranquila Tierra de Poniente, y el agujero-hobbit bajo la Colina.
Una piedra gris yacía en medio de la hierba y él la observaba melancólico o miraba los grandes caracoles. Parecía que les gustaba la nave cerrada con muros de piedra fría, y había muchos de gran tamaño que se arrastraban lenta y obstinadamente por los lados.
—Mañana empieza la última semana de otoño —dijo un día Thorin.
—Y el invierno viene detrás —dijo Bifur.
—Y luego otro año —dijo Dwalin—, y nos crecerán las barbas y colgarán riscos abajo hasta el valle antes que aquí haya novedades. ¿Qué hace por nosotros el saqueador? Como tiene el anillo, y ya tendría que saber manejarlo muy bien, estoy empezando a pensar que podría cruzar la Puerta Principal y reconocer un poco el terreno.
Bilbo oyó esto (los enanos estaban en las rocas justo sobre el recinto donde él se sentaba) y «¡Vaya!», se dijo. «De modo que eso es lo que están pensando, ¿no? Siempre soy yo el pobrecito que tiene que sacarlos de dificultades, al menos desde que el mago nos dejó. ¿Qué voy a hacer? ¡Podía haber adivinado que algo espantoso me pasaría al final! No creo que soporte ver otra vez el desgraciado país de Valle y menos esa puerta que echa vapor.»
Esa noche se sintió muy triste y apenas durmió. Al día siguiente los enanos se dispersaron en varias direcciones; algunos estaban entrenando a los poneys allá abajo, otros erraban por la ladera de la montaña. Bilbo pasó todo el día abatido, sentado en la nave de hierba, clavando los ojos en la piedra gris, o mirando hacia afuera al oeste, a través de la estrecha abertura. Tenía la rara impresión de que estaba esperando algo. «Quizá el mago aparezca hoy de repente», pensaba.
Si levantaba la cabeza alcanzaba a ver el bosque lejano. Cuando el Sol se inclinó hacia el oeste, hubo un destello amarillo sobre las copas de los árboles, como si la luz se hubiese enredado en las últimas hojas claras. Pronto vio el disco anaranjado del Sol que bajaba a la altura de sus ojos. Fue hacia la abertura y allí, sobre el borde de la Tierra, había una delgada Luna nueva, pálida y tenue.
En ese mismo momento oyó el graznido áspero. Detrás, sobre la piedra gris en la hierba, había un zorzal enorme, negro casi como el carbón, el pecho amarillo claro, salpicado de manchas oscuras. ¡Crac! Había capturado un caracol y lo golpeaba contra la piedra. ¡Crac! ¡Crac!
De repente Bilbo entendió. Olvidando todo peligro, se incorporó y llamó a los enanos, gritando y moviéndose. Aquellos que estaban más próximos se acercaron tropezando sobre las rocas y tan rápido como podían a lo largo del antepecho, preguntándose qué demonios pasaba; los otros gritaron que los izaran con las cuerdas (excepto Bombur, que por supuesto estaba dormido).
Bilbo se explicó rápidamente. Todos guardaron silencio: el hobbit de pie junto a la piedra gris, y los enanos observando impacientes, meneando las barbas. El Sol bajó y bajó, y las esperanzas menguaron. El Sol se hundió en un anillo de nubes enrojecidas y desapareció. Los enanos gruñeron, pero Bilbo siguió allí de pie, casi sin moverse. La pequeña Luna estaba tocando el horizonte. Llegaba el anochecer.