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Debajo del cuerpo y las patas y la larga cola enroscada, y todo alrededor, extendiéndose lejos por los suelos invisibles, había incontables pilas de preciosos objetos, oro labrado y sin labrar, gemas y joyas, y plata que la luz teñía de rojo.

Smaug yacía, con las alas plegadas como un inmenso murciélago, medio vuelto de costado, de modo que el hobbit alcanzaba a verle la parte inferior, y el vientre largo y pálido incrustado con gemas y fragmentos de oro de tanto estar acostado en ese lecho valioso.

Detrás, en las paredes más próximas, podían verse confusamente cotas de malla, y hachas, espadas, lanzas y yelmos colgados; y allí, en hileras, había grandes jarrones y vasijas, rebosantes de una riqueza inestimable. Decir que Bilbo se quedó sin aliento no es suficiente.

No hay palabras que alcancen a expresar ese asombro abrumador desde que los Hombres cambiaron el lenguaje que aprendieran de los Elfos, en los días en que el Mundo entero era maravilloso. Bilbo había oído antes relatos y cantos sobre tesoros ocultos de dragones, pero el esplendor, la magnificencia, la gloria de un tesoro semejante, no había llegado nunca a imaginarlos. El encantamiento lo traspasó y le colmó el corazón, y entendió el deseo de los enanos; y absorto e inmóvil, casi olvidando al espantoso guardián, se quedó mirando el oro, que sobrepasaba toda cuenta y medida.

Contempló el oro durante un largo tiempo, hasta que arrastrado casi contra su voluntad avanzó sigiloso desde las sombras del umbral, cruzando el salón hasta el borde más cercano de los montículos del tesoro. El dragón dormía encima, una horrenda amenaza aún ahora. Bilbo tomó un copón de doble asa, de los más pesados que podía cargar, y echó una temerosa mirada hacia arriba.

Smaug sacudió un ala, desplegó una garra, y el retumbo de los ronquidos cambió de tono.

Entonces Bilbo escapó corriendo. Aunque el dragón no despertó —no todavía—, pero tumbado allí, en el salón robado, tuvo sueños de avaricia y violencia, mientras el pequeño hobbit regresaba penosamente por el largo túnel. El corazón le saltaba en el pecho, y un temblor más febril que el del descenso le atacaba las piernas, pero no soltaba el copón, y su principal pensamiento era: «¡Lo hice!, y esto les demostrará quién soy. ¡Un tendero más que un saqueador, que se creen ellos eso! Bien, no volverán a mencionarlo».

Y tampoco lo mencionó él. Balin estaba encantado de volver a ver al hobbit, y sentía una alegría que era también asombro. Abrazó a Bilbo y lo llevó fuera, al aire libre. Era medianoche y las nubes habían cubierto las estrellas, pero Bilbo continuaba con los ojos cerrados, boqueando y reanimándose con el aire fresco, casi sin darse cuenta de la excitación de los enanos, y de cómo lo alababan y le palmeaban la espalda, y se ponían a su servicio, ellos y todas las familias de los enanos y las generaciones venideras.

Los enanos aún se pasaban el copón de mano en mano y charlaban animados de la recuperación del tesoro, cuando de repente algo retumbó en el interior de la montaña, como si un antiguo volcán se hubiese decidido a entrar otra vez en erupción. Detrás de ellos la puerta se movió acercándose, y una piedra la bloqueó impidiendo que se cerrara, pero desde las lejanas profundidades y por el largo túnel subían unos horribles ecos de bramidos y de un andar pesado, que estremecía el suelo.

Ante eso los enanos olvidaron su dicha y las seguras jactancias de momentos antes, y se encogieron aterrorizados. Smaug era todavía alguien que convenía recordar. No es nada bueno no tener en cuenta a un dragón vivo, sobre todo si habita cerca. Es posible que los dragones no saquen provecho a todas las riquezas que guardan, pero en general las conocen hasta la última onza, sobre todo después de una larga posesión; y Smaug no era diferente. Había pasado de un sueño intranquilo (en el que un guerrero, insignificante del todo en tamaño, pero provisto de una afilada espada y de gran valor, actuaba de un modo muy poco agradable) a uno ligero, y al fin se espabiló por completo. Había un hálito extraño en la cueva. ¿Podría ser una corriente que venía del pequeño agujero? Nunca se había sentido muy contento con él, aunque era tan reducido, y ahora lo miraba feroz y receloso, preguntándose por qué no lo habría tapado. En los últimos días creía haber oído los ecos indistintos de unos golpes allá arriba. Se movió y estiró el cuello hacia adelante, husmeando.

¡Entonces notó que faltaba el copón!

¡Ladrones! ¡Fuego! ¡Muerte! ¡Nada semejante le había ocurrido desde que llegara por primera vez a la Montaña!

La ira del dragón era indescriptible, esa ira que sólo se ve en la gente rica que no alcanza a disfrutar de todo lo que tiene, y que de pronto pierde algo que ha guardado durante mucho tiempo, pero que nunca ha utilizado o necesitado. Smaug vomitaba fuego, el salón humeaba, las raíces de la Montaña se estremecían.

Golpeó en vano la cabeza contra el pequeño agujero, y enroscando el cuerpo, rugiendo como un trueno subterráneo, se precipitó fuera de la guarida profunda, cruzó las grandes puertas, y entró en los vastos pasadizos de la montaña-palacio, y fue arriba, hacia la Puerta Principal.

Buscar por toda la montaña hasta atrapar al ladrón y despedazarlo y pisotearlo era el único pensamiento de Smaug.

Salió por la Puerta, las aguas se alzaron en un vapor siseante y fiero, y él se elevó ardiendo en el aire, y se posó en la cima de la montaña envuelto en un fuego rojo y verde.

Los enanos oyeron el sonido terrible de las alas del dragón, y se acurrucaron contra los muros de la terraza cubierta de hierba, ocultándose detrás de los peñascos, esperando de alguna manera escapar a aquellos ojos terroríficos.

Habrían muerto todos si no fuese por Bilbo, una vez más.

—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Rápido! —jadeó—. ¡La puerta! ¡El túnel! Aquí no estamos seguros.

Los enanos reaccionaron, y ya estaban a punto de arrastrarse al interior del túnel, cuando Bifur dio un grito:

—¡Mis primos! Bombur y Bofur. Los hemos olvidado. ¡Están allá abajo en el valle!

—Los matará, y también a nuestros poneys, y lo perderemos todo —se lamentaron los demás—. Nada podemos hacer.

—¡Tonterías! —dijo Thorin, recobrando su dignidad—. No podemos abandonarlos. Entrad, señor Bolsón y Balin, y vosotros dos, Fili y Kili; el dragón no nos atrapará a todos. Ahora vosotros, los demás, ¿dónde están las cuerdas? ¡Deprisa!

Éstos fueron tal vez los momentos más difíciles por los que habían tenido que pasar.

Los horribles estruendos de la cólera de Smaug resonaban arriba en las distantes cavidades de piedra; en cualquier momento podría bajar envuelto en llamas o volar girando en círculo y descubrirlos allí, al borde del despeñadero, tirando desaforados de las cuerdas. Arriba llegó Bofur, y todo estaba en calma. Arriba llegó Bombur resoplando y sin aliento mientras las cuerdas crujían, y aún todo continuaba en calma. Arriba llegaron herramientas y fardos con provisiones, y entonces una amenaza se cernió sobre ellos.

Se oyó un zumbido chirriante. Una luz rojiza tocó las crestas de las rocas. El dragón se acercaba.

Apenas tuvieron tiempo para correr de regreso al túnel, arrastrando y tirando de los fardos, cuando Smaug apareció como un rayo desde el norte, lamiendo con fuego las laderas de la montaña, batiendo las grandes alas en el aire que rugía como un huracán. El aliento arrasó la hierba ante la puerta y alcanzó la grieta por donde habían entrado a esconderse, y los chamuscó. Unos fuegos crepitantes se elevaban saltando, y las sombras de las piedras negras danzaban en torno.

Entonces, mientras el dragón pasaba otra vez volando, cayó la oscuridad. Los poneys chillaron de terror, rompieron las cuerdas y escaparon al galope. El dragón dio media vuelta, corrió tras ellos, y desapareció.

—¡Éste será el final de nuestras pobres bestias! —dijo Thorin—. Nada que Smaug haya visto puede escapársele. ¡Aquí estamos y aquí tendremos que estar, a menos que a alguien se le ocurra volver a pie hasta el río, y con Smaug al acecho!