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¡No era un pensamiento agradable! Se arrastraron túnel abajo estremeciéndose, aunque hacía calor y el aire era pesado, y allí esperaron hasta que el alba pálida se coló por la rendija de la puerta. Durante toda la noche pudieron oír una y otra vez el creciente fragor del dragón, que volaba y pasaba junto a ellos, y se perdía dando vueltas y vueltas a la montaña, buscándolos en las laderas.

Los poneys y los restos del campamento le hicieron suponer que unos hombres habían venido del río y el lago, escalando la ladera de la montaña desde el valle. Pero la puerta resistió la inquisitiva mirada, y la pequeña nave de paredes altas contuvo las llamas más feroces. Largo tiempo llevaba ya al acecho sin ningún resultado cuando el alba enfrió la cólera de Smaug, que regresó al lecho dorado para dormir y reponer fuerzas. No olvidaría ni perdonaría el robo, ni aunque mil años lo convirtiesen en una piedra humeante; él seguiría esperando. Despacio y en silencio se arrastró de vuelta a la guarida, y cerró a medias los ojos.

Cuando llegó la mañana, el terror de los enanos disminuyó. Entendieron que peligros de esta índole eran inevitables con semejante guardián, y que por ahora no servía de nada abandonar la búsqueda. Pero tampoco podían escapar, como Thorin había apuntado. Los poneys estaban muertos o perdidos, y Bilbo y los enanos tendrían que esperar a que Smaug dejara de vigilarlos, antes de que se atrevieran a recorrer a pie el largo camino. Por fortuna conservaban buena parte de las provisiones, que aún podían durarles un tiempo. Discutieron largamente sobre el próximo paso, pero no encontraron modo de deshacerse de Smaug, que siempre había sido el punto débil de todos los planes, como Bilbo se adelantó a señalar. Luego, como ocurre con las gentes que no saben qué hacer ni qué decir, empezaron a quejarse del hobbit, culpándolo por lo que en un principio tanto les había agradado: apoderarse de una copa y despertar tan pronto la cólera de Smaug.

—¿Qué otra cosa se supone que ha de hacer un saqueador? —les preguntó Bilbo enfadado—. A mí no me encomendaron matar dragones, lo que es trabajo de guerreros, sino robar el tesoro. Hice hasta ahora lo que creía mejor. ¿Acaso pensabais que regresaría trotando, con todo el botín de Thror a mis espaldas? Si vais a quejaros, creo que tengo derecho a dar mi opinión. Tendríais que haber traído quinientos saqueadores y no uno. Estoy seguro de que esto honra a vuestro abuelo, pero recordad que nunca me hablasteis con claridad de las dimensiones del tesoro. Necesitaría centenares de años para subirlo todo hasta aquí, aunque yo fuese cincuenta veces más grande, y Smaug tan inofensivo como un conejo.

Por supuesto, los enanos se disculparon.

—¿Entonces qué nos propones, señor Bolsón? —preguntó Thorin cortésmente.

—Por el momento no se me ocurre nada, si te refieres a trasladar el tesoro. Para eso, como es obvio, necesitamos que la suerte cambie, y que podamos deshacernos de Smaug. Deshacerse de dragones es algo que no está para nada en mi línea, pero trataré de pensarlo lo mejor que pueda. Personalmente no tengo ninguna esperanza, y desearía estar de vuelta en casa y a salvo.

—¡Deja eso por el momento! ¿Qué haremos ahora?

—Bien, si realmente quieres mi consejo, te diré que no tenemos nada que hacer excepto quedarnos donde estamos. Seguro que durante el día podremos arrastrarnos fuera y tomar aire fresco sin ningún peligro. Quizá pronto sea posible elegir a uno o dos para que regresen al depósito junto al río y traigan más víveres. Pero entre tanto, y por la noche, todos tienen que quedarse bien metidos en el túnel. Bien, os haré una proposición. Tengo aquí mi anillo, y descenderé este mismo mediodía, pues a esa hora Smaug estará echando una siesta, y quizá algo ocurra. “Todo gusano tiene su punto débil”, como solía decir mi padre, aunque estoy seguro de que nunca llegó a comprobarlo él mismo.

Por supuesto, los enanos aceptaron enseguida la proposición. Ya habían llegado a respetar al pequeño Bilbo. Ahora se había convertido en el verdadero líder de la aventura. Empezaba a tener ideas y planes propios.

Cuando llegó el mediodía, se preparó para otra expedición al interior de la Montaña. No le gustaba nada, claro está, pero no era tan malo ahora que sabía de algún modo lo que le esperaba delante. Si hubiese estado más enterado de las mañas astutas de los dragones, podría haberse sentido más asustado y menos seguro de sorprenderlo mientras dormía.

El Sol brillaba cuando partió, pero el túnel estaba tan oscuro como la noche. A medida que descendía, la luz de la puerta entornada iba desvaneciéndose.

Tan silenciosa era la marcha de Bilbo que el humo arrastrado por una brisa apenas hubiera podido aventajarlo, y empezaba a sentirse un poco orgulloso de sí mismo mientras se acercaba a la puerta inferior. Lo único que se veía era un resplandor muy tenue.

«El viejo Smaug está cansado y dormido», pensó. «No puede verme y no me oirá. ¡Ánimo, Bilbo!» Había olvidado el sentido del olfato de los dragones, o quizá nadie se lo había dicho antes. Un detalle que también conviene tener en cuenta es que puede dormir con un ojo entornado, si tiene algún recelo.

En realidad, Smaug parecía profundamente dormido, casi muerto y apagado, con un ronquido que era apenas unas bocanadas de vapor invisible, cuando Bilbo se asomó otra vez desde la entrada.

Estaba a punto de dar un paso hacia el salón cuando alcanzó a ver un repentino rayo rojo, débil y penetrante, que venía de la caída ceja izquierda de Smaug. ¡Sólo se hacía el dormido! ¡Vigilaba la entrada del túnel! Bilbo dio un rápido paso atrás y bendijo la suerte de haberse puesto el anillo.

Entonces Smaug habló:

—¡Bien, ladrón! Te huelo y te siento. Oigo cómo respiras. ¡Vamos! ¡Sírvete de nuevo, hay mucho y de sobra!

Pero Bilbo no era tan ignorante en materia de dragones como para acercarse, y si Smaug esperaba conseguirlo con tanta facilidad, quedó decepcionado.

—¡No, gracias, oh Smaug el Tremendo! —replicó el hobbit—. No vine a buscar presentes. Sólo deseaba echarte un vistazo y ver si eras tan grande como en los cuentos. Yo no lo creía.

—¿Lo crees ahora? —dijo el dragón un tanto halagado, pero escéptico.

—En verdad canciones y relatos quedan del todo cortos frente a la realidad, ¡oh, Smaug, la Más importante, la Más Grande de las Calamidades! —replicó Bilbo.

—Tienes buenos modales para un ladrón y un mentiroso —dijo el dragón—. Pareces familiarizado con mi nombre, pero no creo haberte olido antes. ¿Quién eres y de dónde vienes, si puedo preguntar?

—¡Puedes, ya lo creo! Vengo de debajo de la colina, y por debajo de las colinas y sobre las colinas me condujeron los senderos. Y por el aire. Yo soy el que camina sin ser visto.

—Eso puedo creerlo —dijo Smaug—, pero no me parece que te llamen así comúnmente.

—Yo soy el descubre-indicios, el corta-telarañas, la mosca de aguijón. Fui elegido por el número de la suerte.

—¡Hermosos títulos! —se mofó el dragón—. Pero los números de la suerte no siempre la traen.

—Yo soy el que entierra a sus amigos vivos, y los ahoga y los saca vivos otra vez de las aguas. Yo vengo de una bolsa cerrada, pero no he estado dentro de ninguna bolsa.

—Estos últimos ya no me suenan tan verosímiles —se burló Smaug.

—Yo soy el amigo de los osos y el invitado de las águilas. Yo soy el Ganador del Anillo y el Porta Fortuna; y yo soy el jinete del Barril —prosiguió Bilbo comenzando a entusiasmarse con sus acertijos.

—¡Eso está mejor! —dijo Smaug—. ¡Pero no dejes que tu imaginación se desboque junto contigo!

Ésta es, por supuesto, la manera de dialogar con los dragones, si no queréis revelarles vuestro nombre verdadero (lo que es juicioso), y tampoco queréis enfurecerlos con una negativa categórica (lo que es también muy juicioso).