La tarde se cambiaba en noche cuando salió otra vez y trastabilló y cayó desmayado en el «umbral». Los enanos lo reanimaron y le curaron las quemaduras lo mejor que pudieron; pero pasó mucho tiempo antes de que los pelos de la nuca y los talones le creciesen de nuevo; pues el fuego del dragón los había rizado y chamuscado hasta dejarle la piel completamente desnuda.
Entre tanto, los enanos trataron de levantarle el ánimo; querían que Bilbo les contara enseguida lo que había ocurrido, y en especial querían saber por qué el dragón había hecho aquel ruido tan espantoso, y cómo Bilbo había escapado.
Pero el hobbit estaba preocupado e incómodo, y les costó sacarle unas pocas palabras. Pensándolo ahora, lamentaba haberle dicho al dragón algunas cosas, y no tenía ganas de repetirlas.
El viejo zorzal estaba posado en una roca próxima, inclinando la cabeza, escuchando todo lo que hablaban. Lo que pasó entonces muestra el malhumor de Bilbo: recogió una piedra y se la arrojó al zorzal. El pájaro aleteó haciéndose a un lado y volvió a posarse.
—¡Maldito pájaro! —dijo Bilbo enojado—. Creo que está escuchando, y no me gusta nada ese aspecto que tiene.
—¡Déjalo en paz! —dijo Thorin—. Los zorzales son buenos y amistosos: éste es un pájaro realmente muy viejo, y tal vez el último de la antigua estirpe que acostumbraba vivir en esta región, dóciles a las manos de mi padre y mi abuelo. Era una longeva y mágica raza, y quizá éste sea uno de los que vivían aquí entonces hace un par de cientos de años o más. Algunos hombres de Valle entendían el lenguaje de estos pájaros, y los mandaban como mensajeros a los hombres del lago y a otras partes.
—Bien, tendrá nuevas que llevar a la Ciudad del Lago entonces, si es eso lo que pretende —dijo Bilbo—. Aunque supongo que allí no queda nadie que se preocupe por el lenguaje de los zorzales.
—Pero ¿qué ha sucedido? —gritaron los enanos—. ¡Vamos, no interrumpas la historia!
De modo que Bilbo les contó lo que pudo recordar, y confesó que tenía la desagradable impresión de que el dragón había adivinado demasiado bien todos los acertijos sobre los campamentos y los poneys.
—Estoy seguro de que sabe de dónde venimos, y que nos ayudaron en Ciudad del Lago; y tengo el hondo presentimiento de que podría ir muy pronto en esa dirección. Desearía no haber hablado nunca del jinete del Barril; en estos lugares aún un conejo ciego pensaría en los hombres del Lago.
—¡Bueno, bueno! Ya no puede enmendarse, y es difícil no cometer un desliz cuando hablas con un dragón, o así he oído decir —lo consoló Balín—. Yo pienso que lo hiciste muy bien, y de todos modos has descubierto algo muy útil, y has vuelto vivo, y esto es más de lo que puede contar la mayoría de quienes hablaron con gentes como Smaug. Puede ser una suerte, y aún una bendición, saber que ese viejo gusano tiene un sitio desnudo en el chaleco de diamantes.
Aquello cambió la conversación, y todos empezaron a hablar de matanzas de dragones, históricas, dudosas y míticas; y de las distintas puñaladas, mandobles, estocadas al vientre, y las diferentes artes, trampas y estratagemas por las que tales hazañas habían sido llevadas a cabo.
De acuerdo con la opinión general, sorprender a un dragón que echaba una siesta no era tan fácil como parecía, y el intento de golpear o pinchar a uno dormido podía ser más desastroso que un audaz ataque frontal.
Mientras ellos hablaban, el zorzal no dejaba de escuchar, hasta que por último, cuando asomaron las primeras estrellas, desplegó en silencio las alas y se alejó volando. Y mientras hablaban y las sombras crecían, Bilbo se sentía cada vez más desdichado e inquieto por lo que podía ocurrir.
Por fin los interrumpió.
—Sé que aquí no estamos seguros —dijo—. Y no veo razón para quedarnos. El dragón ha marchitado todo lo que era verde y agradable, y además ha llegado la noche y hace frío. Pero siento en los huesos que este sitio será atacado otra vez. Smaug sabe cómo bajé hasta el salón, y descubrirá dónde termina el túnel. Destruirá toda esta ladera si es necesario, para impedir que entremos, y si las piedras nos aplastan, más le gustará.
—¡Estás muy siniestro, señor Bolsón! —dijo Thorin—. ¿Por qué Smaug no ha bloqueado entonces el extremo de abajo, si tanto quiere tenernos fuera? No lo ha hecho, o lo habríamos oído.
—No sé, no sé... porque al principio quiso probar a atraerme de nuevo, supongo, y ahora quizá espera porque antes quiere concluir la cacería de la noche, o porque no quiere estropear el dormitorio, si puede evitarlo... pero preferiría que no discutiéramos. Smaug puede aparecer ahora en cualquier momento, y nuestra única esperanza es meternos en el túnel y luego cerrar bien la puerta.
Parecía tan serio que los enanos hicieron al fin lo que decía, aunque se demoraron en cerrar la puerta. Les parecía un plan desesperado, pues nadie sabía si podrían abrirla desde dentro, o cómo, y la idea de quedar encerrados en un sitio cuya única salida cruzaba la guarida del dragón, no les gustaba mucho. Además todo parecía en calma, tanto fuera como abajo en el túnel.
De modo que se quedaron sentados dentro un largo rato, no muy lejos de la puerta entornada, y continuaron hablando.
La conversación pasó entonces a comentar las malvadas palabras del dragón acerca de los enanos. Bilbo deseaba no haberlas escuchado jamás, o al menos estar seguro de que los enanos eran de verdad honestos, cuando decían que no habían pensado nunca en lo que ocurriría luego de haber obtenido el tesoro.
—Sabíamos que sería una aventura desesperada —dijo Thorin—, y lo sabemos todavía; y pienso todavía que cuando hayamos ganado habrá tiempo de resolver el problema. En cuanto a lo que es tuyo, señor Bolsón, te aseguro que te estamos más que agradecidos, y que escogerás tu propia catorceava parte tan pronto como haya algo que dividir. Lo lamento si estás preocupado acerca del transporte, y admito que las dificultades son grandes (las tierras no se han vuelto menos salvajes con el paso del tiempo, más bien lo contrario), pero haremos lo que podamos por ti, y cargaremos con nuestra parte del costo cuando llegue el momento. ¡Créeme o no, como quieras!
De esto la conversación pasó al gran tesoro escondido, y a las cosas que Thorin y Balin recordaban.
Se preguntaron si estarían todavía intactas allí abajo en el salón: las lanzas que habían sido hechas para los ejércitos del Rey Bladorthin (muerto tiempo atrás), cada una con una moharra forjada tres veces y astas con ingeniosas incrustaciones de oro, y que nunca habían sido entregadas o pagadas; escudos hechos para guerreros fallecidos hacía tiempo; la gran copa de oro de Thror, de dos asas, martillada y labrada con pájaros y flores de ojos y pétalos enjoyados; cotas impenetrables de malla, de oro y plata; el collar de Girion, Señor de Valle, de quinientas esmeraldas verdes como la hierba que hizo engarzar para la investidura del hijo mayor en una cota de anillos eslabonados que nunca se había hecho antes, pues estaba trabajada en plata pura con el poder y la fuerza del triple acero.
Pero lo más hermoso era la gran gema blanca, encontrada por los enanos bajo las raíces de la Montaña, el Corazón de la Montaña, la Piedra del Arca de Thrain.
—¡La piedra del Arca! ¡La piedra del Arca! —susurró Thorin en la oscuridad, medio soñando con el mentón sobre las rodillas—. ¡Era como un globo de mil facetas; brillaba como la plata al resplandor del fuego, como el agua al Sol, como la nieve bajo las estrellas, como la lluvia sobre la Luna!
Pero el deseo encantado del tesoro ya no animaba a Bilbo. A lo largo de la charla, apenas había prestado atención. Era el que estaba más cerca de la puerta, con un oído vuelto a cualquier comienzo de sonido fuera, y el otro atento a los ecos que pudieran resonar por encima del murmullo de los enanos, a cualquier rumor de un movimiento en los abismos.
La oscuridad se hizo más profunda y Bilbo se sentía cada vez más intranquilo.
—¡Cerrad la puerta! —les rogó—. El miedo al dragón me estremece hasta los tuétanos. Me gusta mucho menos este silencio que el tumulto de la noche pasada. ¡Cerrad la puerta antes que sea demasiado tarde!