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Era la Piedra del Arca, el Corazón de la Montaña. Así lo supuso Bilbo por la descripción de Thorin; no podía haber otra joya semejante, ni en ese maravilloso botín, ni en el Mundo entero. Aún mientras subía, ese mismo resplandor blanco había brillado atrayéndolo. Luego creció poco a poco hasta convertirse en un globo de luz pálida. Cuando Bilbo se acercó, vio que la superficie titilaba con un centelleo de muchos colores, reflejos y destellos de la ondulante luz de la antorcha. Al fin pudo contemplarla a sus pies, y se quedó sin aliento. La gran joya brillaba con luz propia, y aún así, cortada y tallada por los enanos, que la habían extraído del corazón de la montaña hacía ya bastante tiempo, recogía toda la luz que caía sobre ella y la transformaba en diez mil chispas de radiante blancura irisada.

De repente el brazo de Bilbo se adelantó, atraído por el hechizo de la joya. No podía tenerla en la manita, era tan grande y pesada... pero la levantó, cerró los ojos y se la metió en el bolsillo más profundo.

«¡Ahora soy realmente un saqueador!», pensó. «Pero supongo que tendré que decírselo a los enanos... algún día. Ellos me dijeron que podía elegir y tomar mi parte, y creo que elegiría esto, ¡si ellos se llevan todo lo demás!» De cualquier modo, tenía la incómoda sospecha de que eso de «elegir y tomar» no incluía esta maravillosa joya, y que un día le traería dificultades.

Siguió adelante y emprendió el descenso por el otro lado del gran montículo, y el resplandor de la antorcha desapareció de la vista de los enanos. Pero pronto volvieron a verlo a lo lejos. Bilbo estaba cruzando el salón.

Avanzó así hasta encontrarse con las grandes puertas en el extremo opuesto, y allí una corriente de aire lo refrescó, aunque casi le apagó la antorcha. Asomó tímidamente la cabeza, y atisbando desde la puerta vio unos pasillos enormes y el sombrío comienzo de unas amplias escaleras que subían en la oscuridad. Pero tampoco allí había rastros de Smaug. Justo en el momento en que iba a dar media vuelta y regresar, una forma negra se precipitó sobre él y le rozó la cara. Bilbo se sobresaltó, chilló; se tambaleó y cayó hacia atrás. ¡La antorcha golpeó el suelo y se apagó!

—¡Sólo un murciélago, supongo y espero! —dijo con voz lastimosa—. Pero ahora ¿qué haré? ¿Dónde está el norte, el sur, el este, o el oeste? ¡Thorin! ¡Balín! ¡Oin! ¡Gloin! ¡Fili y Kifi! —llamó tan alto como pudo, y el grito fue un ruido débil e imperceptible en aquella vasta negrura—. ¡Se apagó la luz! ¡Que alguien venga a ayudarme! ¡Socorro! —por el momento, se sentía bastante acobardado.

Débilmente los enanos oyeron estos gritos, pero la única palabra que pudieron entender fue «¡socorro!».

—¿Pero qué demonios pasa dentro o fuera? —dijo Thorin—. No puede ser el dragón, si no el hobbit no seguiría chillando.

Esperaron un rato, pero no se oía ningún ruido de dragón, en verdad ningún otro sonido que la distante voz de Bilbo.

—¡Vamos, que uno de vosotros traiga una o dos antorchas! —ordenó Thorin—. Parece que tendremos que ayudar a nuestro saqueador.

—Ahora nos toca a nosotros ayudar —dijo Balín—, y estoy dispuesto. Espero sin embargo que por el momento no haya peligro.

Gloin encendió varias antorchas más, y luego todos salieron arrastrándose, uno a uno, y fueron bordeando la pared lo más aprisa que pudieron. No pasó mucho tiempo antes de que se encontrasen con el propio Bilbo que venía de vuelta. Había recobrado todo su aplomo, tan pronto como viera el parpadeo de luces.

—¡Sólo un murciélago y una antorcha que se cayó, nada peor! —dijo en respuesta a las preguntas de los enanos.

Aunque se sentían muy aliviados, les enfadaba que los hubiese asustado sin motivo; pero cómo hubieran reaccionado si en ese momento él hubiese dicho algo de la. Piedra del Arca, no lo sé. Los meros destellos fugaces del tesoro que alcanzaron a ver mientras avanzaban, les había reavivado el fuego de los corazones, y cuando un enano, aún el más respetable, siente en el corazón el deseo de oro y joyas, puede transformarse de pronto en una criatura audaz, y llegar a ser violenta.

Los enanos no necesitaban ya que los apremiasen. Todos estaban ahora ansiosos por explorar el salón mientras fuera posible, y deseando creer que por ahora Smaug estaba fuera de casa. Todos llevaban antorchas encendidas; y mientras miraban a un lado y a otro olvidaron el miedo y aún la cautela. Hablaban en voz alta, y se llamaban unos a otros a gritos a medida que sacaban viejos tesoros del montículo o de la pared y los sostenían a la luz, tocándolos y acariciándolos.

Fili y Kifi estaban de bastante buen humor, y viendo que allí colgaban todavía muchas arpas de oro con cuerdas de plata, las tomaron y se pusieron a rasguear; y como eran instrumentos mágicos (y tampoco habían sido manejadas por el dragón, que tenía muy poco interés por la música), aún estaban afinadas. En el salón oscuro resonó ahora una melodía que no se oía desde hacía tiempo. Pero los enanos eran en general más prácticos: recogían joyas y se atiborraban los bolsillos, y lo que no podían llevar lo dejaban caer entre los dedos abiertos, suspirando. Thorin no era el menos activo, e iba de un lado a otro buscando algo que no podía encontrar. Era la Piedra del Arca; pero todavía no se lo había dicho a nadie.

En ese momento los enanos descolgaron de las paredes unas armas y unas cotas de malla, y se armaron ellos mismos. Un rey en verdad parecía Thorin, vestido con un abrigo de anillas doradas, y con un hacha de empuñadura de plata en el cinturón tachonado con piedras rojas.

—¡Señor Bolsón! —dijo— ¡Aquí tienes el primer pago de tu recompensa! ¡Tira tu viejo abrigo y toma éste!

Enseguida le puso a Bilbo una pequeña cota de malla, forjada para algún joven príncipe elfo tiempo atrás. Era de esa plata que los elfos llamaban mithril, y con ella iba un cinturón de perlas y cristales. Un casco liviano que por fuera parecía de cuero, reforzado debajo por unas argollas de acero y con gemas blancas en el borde, fue colocado sobre la cabeza del hobbit.

«Me siento magnífico», pensó, «pero supongo que he de parecer bastante ridículo. ¡Cómo se reirían allá en casa, en la Colina! ¡Con todo, me gustaría tener un espejo a mano!»

Pero aún así el hechizo del tesoro no pesaba tanto sobre el señor Bolsón como sobre los enanos. Bastante tiempo antes de que los enanos se cansaran de examinar el botín, él ya estaba aburrido y se sentó en el suelo; y empezó a preguntarse nervioso cómo terminaría todo. «Daría muchas de estas preciosas copas», pensó, «por un trago de algo reconfortante en un cuenco de madera de Beorn».

—¡Thorin! —gritó—. ¿Y ahora qué? Estamos armados, ¿pero de qué sirvieron antes las armaduras contra Smaug el Terrible? El tesoro no ha sido recobrado aún. No buscamos oro, sino una salida; ¡y hemos tentado demasiado la suerte!

—¡Estás en lo cierto! —respondió Thorin, saliendo de su aturdimiento—. ¡Vámonos! Yo os guiaré. Ni en mil años podría yo olvidar los laberintos de este palacio —luego llamó a los otros, que empezaron a agruparse, y sosteniendo altas las antorchas atravesaron las puertas, no sin echar atrás miradas ansiosas.

Habían vuelto a cubrir las mallas resplandecientes con las viejas capas, y los cascos brillantes con los capuchones harapientos, y uno tras otro seguían a Thorin, una hilera de lucecitas en la oscuridad que a menudo se detenían, cuando los enanos escuchaban temerosos, atentos a cualquier ruido que anunciara la llegada del dragón.

Aunque el tiempo había pulverizado o destruido los adornos antiguos y aunque todo estaba sucio y desordenado con las idas y venidas del monstruo, Thorin conocía cada pasadizo y cada recoveco. Subieron por largas escaleras, torcieron y bajaron por pasillos anchos y resonantes, volvieron a torcer y subieron aún más escaleras, y de nuevo aún más escaleras. Talladas en la roca viva, eran lisas, amplias y regulares; y los enanos subieron y subieron, y no encontraron ninguna señal de criatura viviente, sólo unas sombras furtivas que huían de la proximidad de la antorcha, estremecidas por las corrientes de aire.