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De cualquier manera, los escalones no estaban hechos para piernas de hobbit, y Bilbo empezaba a sentir que no podría seguir así mucho más, cuando de pronto el techo se elevó; las antorchas no alcanzaban ahora a iluminarlo. Lejos, allá arriba, se podía distinguir un resplandor blanco que atravesaba una abertura, y el aire tenía un olor más dulce. Delante de ellos una luz tenue asomaba por unas grandes puertas, medio quemadas, y que aún colgaban torcidas de los goznes.

—Ésta es la gran cámara de Thror —dijo Thorin—, el salón de fiestas y de reuniones. La Puerta Principal no queda muy lejos.

Cruzaron la cámara arruinada. Las mesas se estaban pudriendo allí; sillas y bancos yacían patas arriba, carbonizados y carcomidos. Cráneos y huesos estaban tirados por el suelo entre jarros, cuencos, cuernos de beber destrozados y polvo. Luego de cruzar otras puertas en el fondo de la cámara, un rumor de agua llegó hasta ellos, y la luz grisácea de repente se aclaró.

—Ahí está el nacimiento del Río Rápido —dijo Thorin—. Desde aquí corre hacia la Puerta. ¡Sigámoslo!

De una abertura oscura en una pared de roca, manaba un agua hirviendo, y fluía en remolinos por un estrecho canal que la habilidad de unas manos ancestrales había excavado, enderezado y encauzado. A un lado se extendía una calzada pavimentada, bastante ancha como para que varios hombres pudieran marchar de frente. Fueron deprisa por la calzada, y he aquí que luego de un recodo la clara luz del día apareció ante ellos. Allí delante se levantaba un arco elevado, que aún guardaba los fragmentos de unas obras talladas, aunque deterioradas, ennegrecidas y rotas. Un Sol neblinoso enviaba una pálida luz entre los brazos de la Montaña, y unos rayos de oro caían sobre el pavimento del umbral.

Un torbellino de murciélagos arrancados de su letargo por las antorchas humeantes, revoloteaba sobre ellos, que marchaban a saltos, deslizándose sobre piedras que el dragón había alisado y desgastado. Ahora el agua se precipitaba ruidosa, y descendía en espumas hasta el valle. Dejaron caer las antorchas pálidas y miraron asombrados. Habían llegado a la Puerta Principal, y Valle estaba ahí fuera.

—¡Bien! —dijo Bilbo—, nunca creí que llegaría a mirar desde esta puerta; y nunca creí estar tan contento de ver el Sol de nuevo, y sentir el viento en la cara. Pero ¡uf!, este viento es frío.

Lo era. Una brisa helada soplaba del este con la amenaza del invierno incipiente. Se arremolinaba sobre los brazos de la Montaña y alrededor bajando hasta el valle, y suspiraba por entre las rocas. Después de haber estado tanto tiempo en las sofocantes profundidades de aquellas cavernas encantadas, Bilbo y los enanos tiritaban al Sol.

De pronto Bilbo cayó en la cuenta de que no sólo estaba cansado sino también muy hambriento.

—La mañana ha de estar ya bastante avanzada —dijo—, y supongo que es la hora del desayuno... si hay algo para desayunar. Pero no creo que las puertas de Smaug sean el lugar más apropiado para ponerse a comer. ¡Vayamos a un sitio donde estemos un rato tranquilos!

—De acuerdo —dijo Balin—, creo que sé a dónde tenemos que ir: al viejo puesto de observación en el borde sudeste de la Montaña.

—¿Está muy lejos? —preguntó el hobbit.

—A unas cinco horas de marcha, yo diría. Será una marcha dura. La senda de la Puerta en la ladera izquierda del arroyo parece estar toda cortada. ¡Pero mira allá abajo! El río se tuerce de pronto al este de Valle, frente a la ciudad en ruinas. En ese punto hubo una vez un puente que llevaba a unas escaleras empinadas en la orilla derecha, y luego a un camino que corría hacia la Colina del Cuervo. Allí hay (o había) un sendero que dejaba el camino y subía hasta el puesto de observación. Una dura escalada también, aún si las viejas gradas están todavía allí.

—¡Señor! —gruñó el hobbit—. ¡Más caminatas y escaladas sin desayuno! Me pregunto cuántos desayunos y otras comidas habremos perdido dentro de ese agujero inmundo, que no tiene relojes ni tiempo.

En realidad habían pasado dos noches y el día entre ellas (y no por completo sin comida) desde que el dragón destrozara la puerta mágica, pero Bilbo había perdido la cuenta del tiempo, y para él tanto podía haber pasado una noche como una semana de noches.

—¡Vamos, vamos! —dijo Thorin riéndose; se sentía más animado y hacía sonar las piedras preciosas que tenía en los bolsillos—. ¡No llames a mi palacio un agujero inmundo! ¡Espera a que esté limpio y decorado!

—Eso no ocurrirá hasta que Smaug haya muerto —dijo Bilbo, sombrío—. Mientras tanto, ¿dónde está? Daría un buen desayuno por saberlo. ¡Espero que no esté allá arriba en la Montaña, observándonos!

Esa idea inquietó mucho a los enanos, y decidieron enseguida que Bilbo y Balin tenían razón.

—Tenemos que alejarnos de aquí —dijo Dori—, siento como si me estuviesen clavando los ojos en la nuca.

—Es un lugar frío e inhóspito —dijo Bombur—. Puede que haya algo de beber pero no veo indicios de comida. En lugares así un dragón está siempre hambriento.

—¡Adelante, adelante! —gritaron los otros—. Sigamos la senda de Balin.

A la derecha, bajo la muralla rocosa, no había ningún sendero, y marcharon penosamente entre las piedras por la ribera izquierda del río, y en la desolación y el vacío pronto se sintieron otra vez desanimados, aún el propio Thorin. Llegaron al puente del que Balin había hablado y descubrieron que había caído hacía tiempo, y muchas de las piedras eran ahora sólo unos cascajos en el arroyo ruidoso y poco profundo; pero vadearon el agua sin dificultad, y encontraron los antiguos escalones, y treparon por la alta ladera. Después de un corto trecho dieron con el viejo camino, y no tardaron en llegar a una cañada profunda resguardada entre las rocas; allí descansaron un rato y desayunaron como pudieron, sobre todo cram y agua. (Si queréis saber lo que es un cram, sólo puedo decir que no conozco la receta, pero parece un bizcocho, nunca se estropea, dicen que tiene fuerza nutricia, y en verdad no es muy entretenido, y muy poco interesante, excepto como ejercicio de las mandíbulas; los preparaban los Hombres del Lago para los largos viajes.)

Luego de esto siguieron caminando y ahora la senda iba hacia el oeste, alejándose del río, y el lomo de la estribación montañosa que apuntaba al sur se acercaba cada vez más. Por fin alcanzaron el sendero de la colina. Subía en una pendiente abrupta, y avanzaron lentamente uno tras otro hasta que a la caída de la tarde llegaron al fin a la cima de la sierra y vieron el Sol invernal que descendía en el oeste.

El sitio en que estaban ahora era llano y abierto, pero en la pared rocosa del norte había una abertura que parecía una puerta. Desde esta puerta se veía un extenso escenario, al sur, al este y al oeste.

—Aquí —dijo Balin— en los viejos tiempos teníamos casi siempre gente que vigilaba, y esa puerta de atrás lleva a una cámara excavada en la roca: un cuarto para el vigía. Había otros sitios semejantes alrededor de la Montaña. Pero en aquellos días prósperos, la vigilancia no parecía muy necesaria, y los guardias estaban quizá demasiado cómodos... En fin, si nos hubieran advertido a tiempo de la llegada del dragón, todo habría sido diferente. No obstante, aquí podemos quedarnos escondidos y al resguardo por un rato, y ver mucho sin que nos vean.

—De poco servirá si nos han visto venir aquí —dijo Dori, que siempre estaba mirando hacia el pico de la Montaña, como si esperase ver allí a Smaug, posado como un pájaro sobre un campanario.

—Tenemos que arriesgarnos —dijo Thorin—. Hoy no podemos ir más lejos.

—¡Bien, bien! —gritó Bilbo, y se echó al suelo.

En la cámara de roca habría lugar para cien, y más adentro había otra cámara más pequeña, más protegida del frío de fuera. No había nada en el interior, y parecía que ni siquiera los animales salvajes habían estado alguna vez allí en los días del dominio de Smaug. Todos dejaron las cargas; algunos se arrojaron al suelo y se quedaron dormidos, pero otros se sentaron cerca de la puerta y discutieron los planes posibles. Durante toda la conversación volvían una y otra vez a un mismo problema: ¿dónde estaba Smaug? Miraban al oeste y no había nada, al este y no había nada, al sur y no había ningún rastro del dragón, aunque allí revoloteaba una bandada de muchos pájaros. Se quedaron mirando, perplejos; pero aún no habían llegado a entenderlo, cuando asomaron las primeras estrellas frías.