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Fuego y agua
Si ahora deseáis, como los enanos, saber algo de Smaug, tenéis que retroceder a la noche en que destrozó la puerta y furioso se alejó volando, dos días antes.
Los hombres de Esgaroth, la Ciudad del Lago, estaban casi todos dentro de las casas, pues la brisa soplaba del este negro y era desapacible; pero unos pocos charlaban en los muelles y miraban, como de costumbre, las estrellas que brillaban sobre la tranquila superficie del lago a medida que aparecían en el cielo.
Allí donde el Río Rápido llegaba desde el norte por un desfiladero, las colinas bajas del otro extremo del lago ocultaban a la ciudad la mayor parte de la Montaña. Sólo en los días claros alcanzaban a ver el pico más alto, y rara vez lo miraban, pues era ominoso y atemorizante, aún a la luz matinal. Ahora parecía perdido y desaparecido, borrado por la oscuridad.
De súbito, la Montaña apareció un momento; un brillo breve la tocó y se desvaneció.
—¡Mirad! —dijo uno—. ¡Las luces! También ayer las vieron los centinelas: se encendieron y apagaron desde la medianoche hasta el alba. Algo pasa allá arriba.
—Quizá el Rey bajo la Montaña esté forjando oro —dijo otro—. Ya hace tiempo que se fue hacia el norte. Es hora de que las canciones empiecen a ser ciertas otra vez.
—¿Qué rey? —dijo otro con voz severa—. Lo más posible es que sea el fuego merodeador del dragón, el único Rey bajo la Montaña que hemos conocido.
—¡Siempre estás anunciando cosas horribles! —dijeron los otros—. ¡Cualquier cosa, desde inundaciones a pescado envenenado! Piensa en algo alegre.
Entonces, de pronto, una gran luz apareció al pie de las colinas y doró el extremo norte del lago.
—¡El Rey bajo la Montaña! —gritaron los hombres—. ¡Tiene tantas riquezas como el Sol manantiales de plata, y ríos de oro! ¡El río trae oro de la Montaña! —exclamaron, y en todas partes las ventanas se abrían y los pies se apresuraban.
Una vez más hubo un tremendo entusiasmo y excitación en la ciudad. Pero el individuo de la voz severa corrió a toda prisa hasta el gobernador.
—¡O yo soy tonto, o el dragón se está acercando! —gritó—. ¡Cortad los puentes! ¡A las armas! ¡A las armas!
Tocaron enseguida las trompetas de alarma, y los ecos resonaron en las orillas rocosas. Los gritos de entusiasmo cesaron y la alegría se transformó en miedo. Y así fue que el dragón no los encontró por completo desprevenidos.
Muy pronto, tan rápido venía, pudieron verlo como una chispa de fuego que volaba hacia ellos, cada vez más grande y brillante, y hasta el más tonto supo entonces que las profecías no habían sido muy certeras.
Sin embargo, aún disponían de un poco de tiempo. Llenaron con agua todas las vasijas de la ciudad, todos los guerreros se armaron, prepararon los venablos y flechas, y el puente fue derribado y destruido antes de que se oyera el rugido de la terrible llegada de Smaug, y el lago se rizara rojo como el fuego bajo el tremendo batido de las alas. Entre los chillidos, lamentos y gritos de los hombres, Smaug llegó sobre ellos, y se precipitó hacia los puentes. ¡Lo habían engañado! El puente había desaparecido, y sus enemigos estaban en una isla en medio de un agua profunda, demasiado profunda, oscura y fría. Si se echaba ahora al agua, los vahos y vapores entenebrecerían la tierra durante mucho tiempo; pero el lago era más poderoso, y acabaría con él antes de que consiguiese atravesarlo.
Rugiendo, voló de vuelta sobre la ciudad. Una granizada de flechas oscuras se elevó y chasqueó y le golpeó las escamas y joyas, y el aliento de fuego encendió las flechas, que cayeron de vuelta al agua ardiendo y silbando. Ningún fuego de artificio que hubierais imaginado alguna vez, habría podido compararse con el espectáculo de aquella noche. El tañido de los arcos y el toque de trompetas enardeció aún más la cólera del dragón, hasta enceguecerlo y enloquecerlo. Nadie se había atrevido a enfrentarlo desde mucho tiempo atrás, ni se habrían atrevido entonces si el hombre de la voz severa (Bardo se llamaba) no hubiera corrido de acá para allá, animando a los arqueros y pidiendo al gobernador que les ordenase luchar hasta la última flecha.
Las fauces del dragón despedían fuego. Por un momento voló en círculos sobre ellos, alto en el aire, alumbrando todo el lago; los árboles de las orillas brillaban como sangre y cobre, con sombras muy negras que subían por los troncos. Luego descendió de pronto atravesando la tormenta de flechas, temerario de furia, sin tratar de esconder los flancos escamosos, buscando sólo incendiar la ciudad. El fuego se elevaba de los tejados de paja y los extremos de las vigas mientras Smaug bajaba y pasaba y daba la vuelta, aunque todo había sido empapado en agua antes que él llegase. Siempre había cien manos que arrojaban agua dondequiera que apareciese una chispa. Smaug giró en el aire. La cola barrió el tejado de la Casa Grande, que se desmoronó y cayó. Unas llamas inextinguibles subían altas en la noche. La cola volvió a barrer, y otra casa y otra cayeron envueltas en llamas; y aún ninguna flecha estorbaba a Smaug, ni le hacía más daño que una mosca de los pantanos.
Ya los hombres saltaban al agua por todas partes. Las mujeres y los niños se apretaban en botes de carga en la ensenada del mercado. Las armas caían al suelo. Hubo luto y llanto donde hacía poco tiempo los enanos habían cantado las alegrías del porvenir. Ahora los hombres maldecían a los enanos. El mismo gobernador corría hacia una barca dorada, esperando alejarse remando en la confusión y salvarse. Pronto no quedaría nadie en toda la ciudad, y sería quemada y arrasada hasta la superficie del lago.
Eso era lo que el dragón quería. Poco le importaba que se metieran en los botes. Tendría una excelente diversión cazándolos; o podría dejarlos en medio del lago hasta que se murieran de hambre. Que intentasen llegar a la orilló y estaría preparado. Pronto incendiaría todos los bosques de las orillas y marchitaría todos los campos y hierbas. En ese momento disfrutaba del deporte del acoso a la ciudad más de lo que había disfrutado cualquier otra cosa en muchos años. Pero una compañía de arqueros se mantenía aún firme entre las casas en llamas. Bardo era el capitán, el de la voz severa y cara ceñuda, a quien los amigos habían acusado de profetizar inundaciones y pescado envenenado, aunque sabían que era hombre de valía y coraje. Bardo descendía en línea directa de Girion, Señor de Valle, cuya esposa e hijo habían escapado aguas abajo por el Río Rápido del desastre de otro tiempo. Ahora Bardo tiraba con un gran arco de tejo, hasta que sólo le quedó una flecha. Las llamas se le acercaban. Los compañeros lo abandonaban. Preparó el arco por última vez. De repente, de la oscuridad, algo revoloteó hasta su hombro. Bardo se sobresaltó, pero era sólo un viejo zorzal. Se le posó impertérrito junto a la oreja y le comunicó las nuevas. Maravillado, Bardo se dio cuenta de que entendía la lengua del zorzal, pues era de la raza de Valle.
—¡Espera! ¡Espera! —le dijo el pájaro—. La Luna está asomando. ¡Busca el hueco del pecho izquierdo cuando vuele, y si vuela por encima de ti! —y mientras Bardo se detenía asombrado, le habló de lo que ocurría en la Montaña y de lo que había oído.
Entonces Bardo llevó la cuerda del arco hasta la oreja. El dragón regresaba volando en círculos bajos, y mientras iba acercándose, la Luna se elevó sobre la orilla este y le plateó las grandes alas.