—¡Flecha! —dijo el arquero—. ¡Flecha negra! Te he reservado hasta el final. Nunca me fallaste y siempre te he recobrado. Te recibí de mi padre y él de otros hace mucho tiempo. Si alguna vez saliste de la fragua del verdadero Rey bajo la Montaña, ¡ve y vuela bien ahora!
El dragón descendía de nuevo, más bajo que nunca, y cuando volvió y se precipitaba sobre Bardo, el vientre blanco resplandeció, con fuegos chispeantes de gemas a la luz de la Luna. Pero no en un punto. El gran arco chasqueó. La flecha negra voló directa desde la cuerda al hueco del pecho izquierdo, donde nacía la pata delantera extendida ahora. En ese hueco se hundió la flecha, y allí desapareció, punta, astil y pluma, tan fiero había sido el tiro. Con un chillido que ensordeció a hombres, derribó árboles y desmenuzó piedras, Smaug saltó disparado en el aire, y se precipitó a tierra desde las alturas.
Cayó estrellándose en medio de la ciudad. Los últimos movimientos de agonía lo redujeron a chispas y resplandores. El lago rugió. Un vapor inmenso se elevó, blanco en la repentina oscuridad bajo la Luna. Hubo un siseo y un borboteante remolino, y luego silencio. Y ése fue el fin de Smaug y de Esgaroth, pero no de Bardo. La Luna creciente se elevó más y más y el viento creció ruidoso y frío. Retorcía la niebla blanca en columnas inclinadas y en nubes rápidas, y la empujaba hacia el oeste dispersándola en jirones deshilachados sobre las ciénagas del Bosque Negro. Entonces pudieron verse muchos botes, como puntos oscuros en la superficie del lago, y junto con el viento llegaron las voces de las gentes de Esgaroth, que lloraban la ciudad y los bienes perdidos, y las casas arruinadas.
Pero, en verdad tenían mucho que agradecer, si lo hubieran pensado entonces, aunque no era el momento más apropiado. Al menos tres cuartas partes de las gentes de la ciudad habían escapado vivas; los bosques, pastos, campos y ganado y la mayoría de los botes seguían intactos, y el dragón estaba muerto. De lo que todo esto significaba, aún no se habían dado mucha cuenta.
Se reunieron en tristes muchedumbres en las orillas occidentales, temblando por el viento helado, y los primeros lamentos e iras fueron contra el gobernador, que había abandonado la ciudad tan pronto, cuando aún algunos querían defenderla.
—¡Puede tener buena maña para los negocios, en especial para sus propios negocios —murmuraron algunos—, pero no sirve cuando pasa algo serio! —y alababan el valor de Bardo y aquel último tiro poderoso—. Si no hubiese muerto —decían todos—, le habríamos hecho rey. ¡Bardo el-que-mató-al-Dragón, de la línea de Girion! ¡Ay, que se haya perdido!
Y en medio de esta charla, una figura alta se adelantó de entre las sombras. Estaba empapado en agua, el pelo negro le colgaba en mechones húmedos sobre la cara y los hombros, y una luz fiera le brillaba en los ojos.
—¡Bardo no se ha perdido! —gritó—. Saltó al agua desde Esgaroth cuando el enemigo fue derribado. ¡Soy Bardo de la línea de Girion; soy el matador del dragón!
—¡Rey Bardo! ¡Rey Bardo! —gritaban todos, mientras el gobernador apretaba los dientes castañeteantes.
—Girion fue el Señor de Valle, pero no rey de Esgaroth —dijo—. En la Ciudad del Lago hemos elegido siempre los gobernadores entre los ancianos y los sabios, y no hemos soportado nunca el gobierno de los meros hombres de armas. Que el «Rey Bardo» vuelva a su propio reinado. Valle ha sido liberada por el valor de este hombre, y nada impide que regrese. Y aquel que lo desee puede ir con él, si prefiere las piedras frías bajo la sombra de la Montaña a las orillas verdes del lago. Los sabios se quedarán aquí con la esperanza de reconstruir Esgaroth y un día disfrutar otra vez de paz y riquezas.
—¡Tendremos un Rey Bardo! —replicó la gente cercana—. ¡Ya hemos tenido bastantes hombres viejos y contadores de dinero! —y la gente que estaba lejos se puso a gritar:
—¡Viva el Arquero y mueran los Monederos! —hasta que el clamor levantó ecos en la orilla.
—Soy el último hombre en negar valor a Bardo el Arquero —dijo el gobernador débilmente, pues Bardo estaba pegado a él—. Esta noche ha ganado un puesto eminente en el registro de benefactores de la ciudad; y es merecedor de muchas canciones imperecederas. Pero: ¿por qué, oh Pueblo —y aquí el gobernador se incorporó y habló alto y claro—, por qué merezco yo vuestras maldiciones? ¿He de ser depuesto por mis faltas? ¿Quién, puedo preguntar, despertó al dragón? ¿Quién recibió de nosotros ricos presentes y gran ayuda y nos llevó a creer que las viejas canciones iban a ser ciertas? ¿Quién se entretuvo jugando con nuestros dulces corazones y nuestras gratas fantasías? ¿Qué clase de oro han enviado río abajo como recompensa? ¡La ruina y el fuego del dragón! ¿A quién hemos de reclamar la recompensa por nuestra desgracia, y ayuda para nuestras viudas y huérfanos?
Como podéis ver, el gobernador no había ganado su posición sin ningún motivo. Como resultado de estas palabras la gente casi olvidó la idea de un nuevo rey y volvieron los enojados pensamientos hacia Thorin y su compañía. Duras y amargas palabras se gritaron desde muchas partes; y algunos de los que antes habían cantado en voz alta las viejas canciones gritaron entonces igual de alto que los enanos habían azuzado al dragón contra ellos.
—¡Tontos! —dijo Bardo—, ¿por qué malgastáis palabras y descargáis vuestra ira sobre esas infelices criaturas? Sin duda los mató el fuego antes que Smaug llegase a nosotros —entonces, cuando aún estaba hablando, el recuerdo del fabuloso tesoro de la Montaña, ahora sin dueño ni guardián, le entró en el corazón; Bardo calló de pronto, y pensó en las palabras del gobernador, en Valle reconstruida y coronada de campanas de oro, si pudiese encontrar a los hombres necesarios; por fin habló otra vez—: No es tiempo para palabras coléricas, gobernador, o para decidir grandes cambios. Hay trabajo que hacer. Os serviré por ahora, aunque dentro de un tiempo quizá reconsidere de nuevo vuestras palabras y me vaya al norte con todos los que quieran seguirme.
Bardo se alejó entonces a grandes pasos para ayudar a instalar los campamentos y cuidar de los enfermos y heridos. Pero el gobernador frunció el entrecejo cuando Bardo se retiró, y se quedó allí sentado. Mucho pensó y poco dijo, aunque llamó a voces para que le trajesen lumbre y comida.
Así, dondequiera que Bardo fuese, los rumores sobre un enorme tesoro que nadie guardaba corrían como un fuego entre la gente. Los hombres hablaban de la recompensa que vendría a aliviar las desgracias presentes, de la riqueza que abundaría y sobraría, y de las cosas que podrían comprar en el Sur. Estos pensamientos los ayudaron a pasar la noche, amarga y triste. Para pocos se pudo encontrar refugio (el gobernador tuvo uno) y hubo poca comida (aún para el gobernador). Gentes que habían escapado ilesas de la destrucción de la ciudad, enfermaron aquella noche por la humedad y el frío y la pena, y poco después murieron; y en los días siguientes hubo mucha enfermedad y gran hambre.
Mientras, Bardo tomó el mando y disponía lo que creía conveniente, aunque siempre en nombre del gobernador, y trabajó mucho conminando a las gentes de la ciudad, y ordenando los preparativos para protegerlas y alojarlas. Probablemente muchos habrían muerto en el invierno, que ya se precipitaba detrás del otoño, si no hubiesen contado con ayuda. Pero el socorro llegó muy pronto, pues Bardo envió enseguida unos rápidos mensajeros río arriba hacia el Bosque para pedir ayuda al Rey de los Elfos, y estos mensajeros encontraron un ejército ya en marcha, aunque sólo habían pasado tres días desde la caída de Smaug.
El Rey Elfo se había enterado de las buenas nuevas por sus propios mensajeros y por los pájaros que eran amigos de los elfos, y ya sabía mucho de lo que había ocurrido. Muy grande, en verdad, fue la conmoción entre las criaturas aladas que moraban en los límites de la Desolación del Dragón. Las bandadas que volaban en círculos oscurecían el aire, y los mensajeros veloces iban de aquí para allá cruzando el cielo. Sobre los límites del bosque hubo silbidos, gritos y piares. Lejos y más allá del Bosque Negro se extendieron las noticias: «¡Ha muerto Smaug!». Las hojas susurraron y unas orejas sorprendidas se enderezaron atentas. Aún antes que el Rey Elfo empezara a cabalgar, las noticias habían llegado al oeste, a los pinares de las Montañas Brumosas; Beorn las había oído en la casa del bosque; y los trasgos se reunieron en conciliábulos dentro de las cuevas.