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—Eso será lo último que oigamos de Thorin Escudo de Roble, me temo —dijo el rey—. Habría sido mejor que hubiese quedado aquí como invitado mío. Sin embargo —añadió—, mal viento es el que a nadie lleva nuevas —porque tampoco él había olvidado la leyenda de la riqueza de Thror.

Así fue que los mensajeros de Bardo lo encontraron en marcha, con muchos arqueros y lanceros; y los grajos se apiñaban en bandadas sobre él, pues pensaban que la guerra volvía a despertar, una guerra como no había habido otra en aquellos parajes desde hacía mucho tiempo. Pero el rey, cuando recibió el pedido de Bardo, sintió piedad, pues era señor de gente amable y buena; de modo que dando media vuelta (hasta ahora había marchado directamente hacia la Montaña), se apresuró río abajo hacia el Lago Largo. No tenía botes o almadías suficientes para su ejército, y se vieron obligados a ir a pie por el camino más lento; pero antes envió aguas abajo grandes reservas de provisiones. Los elfos todavía mantenían los pies ligeros, y a pesar de que no estaban acostumbrados a los pantanos y las tierras traidoras entre el Lago y el Bosque, avanzaron deprisa. Sólo cinco días después de la muerte del dragón, llegaron a orillas del lago y contemplaron las ruinas de la ciudad. Grande fue la bienvenida, como podía esperarse, y los hombres y el gobernador estaban dispuestos a convenir cualquier clase de pacto, como respuesta a la ayuda del Rey Elfo.

Pronto se ultimaron los planes. Junto con las mujeres y los niños, los viejos y los lisiados, quedó el gobernador, y también algunos artesanos y unos elfos habilidosos; y esta gente trabajó talando árboles y recolectando la madera que bajaba desde el Bosque. Luego levantaron muchas cabañas a orillas del lago, contra el invierno inminente, y dirigidos también por el gobernador comenzaron a trazar una nueva ciudad, aún más hermosa y grande que antes, aunque no en el mismo sitio. Se mudaron al norte, a una costa elevada; pues siempre recelarían del agua donde estaba el dragón. Nunca volvería otra vez al lecho dorado; ahora yacía estirado, frío como la piedra, retorcido en el suelo de los bajíos. Allí, durante largos años, pudieron verse en los días tranquilos los huesos enormes entre los pilotes arruinados de la vieja ciudad.

Pero pocos se atrevían a cruzar ese sitio maldito, y menos aún a zambullirse en el agua escalofriante o a recuperar las piedras preciosas que le caían de la carcasa putrefacta.

Pero todos los hombres de armas que aún podían tenerse en pie, y la mayor parte de la fuerza del Rey Elfo, se dispusieron a marchar al norte, a la Montaña. Y así fue que en el undécimo día después de la destrucción de la ciudad, la vanguardia de estos ejércitos cruzó las puertas de piedra en el extremo del lago y entró en las tierras desoladas.

15

El encuentro de las nubes

Volvamos ahora con Bilbo y los enanos. Uno de ellos había vigilado toda la noche, pero cuando llegó la mañana, no había visto ni oído ninguna señal de peligro. Sin embargo, la congregación de los pájaros seguía creciendo. Las bandadas se acercaban volando desde el Sur, y los grajos que todavía vivían en los alrededores de la Montaña, revoloteaban y chillaban incesantemente allá arriba.

—Algo extraño está ocurriendo —dijo Thorin—. Ya ha pasado el tiempo de los revoloteos otoñales; y estos pájaros siempre moran en tierra; hay estorninos y bandadas de pinzones, y a lo lejos carroñeros, como si se estuviese librando una batalla.

De repente Bilbo apuntó con el dedo:

—¡Ahí está el viejo zorzal otra vez! —gritó—. Parece haber escapado cuando Smaug aplastó la ladera, ¡aunque no creo que se hayan salvado también los caracoles!

Era en verdad el viejo zorzal, y mientras Bilbo señalaba, voló hacia ellos y se posó en una piedra próxima. Luego sacudió las alas y cantó; y torció la cabeza a un lado, como escuchando; y otra vez cantó, y otra vez escuchó.

—Creo que trata de decirnos algo —dijo Balin—, pero no puedo seguir esa garrulería, es muy rápida y difícil. ¿Puedes entenderla, Bolsón?

—No muy bien —dijo Bilbo, que no entendía ni jota—, pero parece muy excitado.

—¡Si al menos fuese un cuervo! —dijo Balin.

—¡Pensé que no te gustaban! Parecías recelar de ellos cuando vinimos por aquí la última vez.

—¡Aquéllos eran grajos! Criaturas desagradables de aspecto sospechoso, además de groseras. Tendrías que haber oído los horribles nombres con que nos iban llamando. Pero los cuervos son diferentes. Hubo una gran amistad entre ellos y la gente de Thror; a menudo nos traían noticias secretas y los recompensábamos con cosas brillantes que ellos escondían en sus moradas. Vivían muchos años, y tenían una memoria larga, y esta sabiduría pasaba de padres a hijos. Conocí a muchos de los cuervos de las rocas cuando era muchacho. Esta misma altura se llamó una vez Colina del Cuervo, pues una pareja sabia y famosa, el viejo Carc y su compañera, vivían aquí sobre el cuarto del guardia. Pero no creo que nadie de ese viejo linaje esté ahora en estos sitios.

Aún no había terminado de hablar, cuando el viejo zorzal dio un grito, y enseguida se fue volando.

—Quizá nosotros no lo entendamos, pero ese viejo pájaro nos entiende a nosotros, estoy seguro —dijo Balin—. Observemos y veamos qué pasa ahora.

Pronto hubo un batir de alas, y de vuelta apareció el zorzal; y con él vino otro pájaro muy viejo y decrépito. Era un cuervo enorme y centenario, casi ciego y de cabeza desplumada, que apenas podía volar. Se posó rígido en el suelo ante ellos, sacudió lentamente las alas, y saludó a Thorin bamboleando la cabeza.

—Oh Thorin hijo de Thrain, y Balin hijo de Fundin —graznó (y Bilbo lo entendió, pues el cuervo hablaba la lengua ordinaria y no la de los pájaros)—. Yo soy Roäc hijo de Carc. Carc ha muerto, pero en un tiempo lo conocías bien. Dejé el cascarón hace ciento cincuenta y tres años, pero no olvido lo que mi padre me dijo. Ahora soy el jefe de los grandes cuervos de la Montaña. Somos pocos, pero aún recordamos al rey de antaño. La mayor parte de mi gente está lejos, pues hay grandes noticias en el Sur... algunas serán buenas nuevas para vosotros, y algunas no os parecerán tan buenas. ¡Mirad! Los pájaros se reúnen otra vez en la Montaña y en Valle desde el sur, el este y el oeste, ¡pues se ha corrido la voz de que Smaug ha muerto!

—¡Muerto! ¡Muerto! —exclamaron los enanos—. ¡Muerto! Hemos estado atemorizados sin motivo entonces, ¡y el tesoro es nuestro otra vez! —todos se pusieron en pie de un salto y vitorearon con los gorros en la mano.

—Sí, muerto —dijo Roäc—. El zorzal, que nunca se le caigan las plumas, lo vio morir, y podemos confiar en lo que dice. Lo vio caer mientras luchaba con los hombres de Esgaroth, hará hoy tres noches, a la salida de la Luna.

Pasó algún tiempo antes de que Thorin pudiese calmar a los enanos y escuchar las nuevas del cuervo. Por fin, el pájaro acabó el relato de la batalla, y prosiguió:

—Hay mucho de que alegrarse, Thorin Escudo de Roble. Puedes volver seguro a tus salones; todo el tesoro es tuyo, por el momento. Pero muchos vendrán a reunirse aquí además de los pájaros. Las noticias de la muerte del guardián han volado ya a lo largo y ancho del país, y la leyenda de la riqueza de Thror no ha dejado de aparecer en cuentos, durante años y años; muchos están ansiosos por compartir el botín. Ya una hueste de elfos está en camino, y los pájaros carroñeros los acompañan, esperando la batalla y la carnicería. Junto al Lago los hombres murmuran que los enanos son los verdaderos culpables de tanta desgracia, pues se han quedado sin hogar, muchos han muerto, y Smaug ha destruido Esgaroth. También ellos esperan que vuestro tesoro repare los daños, estéis vivos o muertos. Vuestra sabiduría decidirá, pero trece es un pequeño resto del gran pueblo de Durin que una vez habitó aquí, y que ahora está disperso y en tierras lejanas. Si queréis mi consejo, no confiéis en el gobernador de los Hombres del Lago, pero sí en aquel que mató al dragón con una flecha. Bardo se llama, y es de la raza de Valle, de la línea de Girion; un hombre sombrío, pero sincero. Una vez más buscará la paz entre los enanos, hombres y elfos, después de la gran desolación; pero ello puede costarte caro en oro. He dicho.