—¡Las Águilas! ¡Las Águilas! —vociferó—. ¡Vienen las Águilas!
Los ojos de Bilbo rara vez se equivocaban. Las Águilas venían con el viento, hilera tras hilera, en una hueste tan numerosa que todos los aguileros del norte parecían haberse reunido allí.
—¡Las Águilas! ¡Las Águilas! —gritaba Bilbo, saltando y moviendo los brazos. Si los elfos no podían verlo, al menos podían oírlo. Pronto ellos gritaron también, y los ecos corrieron por el valle. Muchos ojos expectantes miraron arriba, aunque aún nada se podía ver, excepto desde las estribaciones meridionales de la Montaña.
—¡Las Águilas! —gritó Bilbo otra vez, pero en ese momento una piedra cayó y le golpeó con fuerza el yelmo, y el hobbit se desplomó y no vio nada más.
18
El viaje de vuelta
Cuando Bilbo se recobró, se recobró literalmente solo. Estaba tendido en las piedras planas de la Colina del Cuervo, y no había nadie cerca. Un día despejado, pero frío, se extendía allá arriba. Bilbo temblaba y se sentía tan helado como una piedra, pero en la cabeza le ardía un fuego.
«Me pregunto qué ha pasado», se dijo. «De todos modos, no soy todavía uno de los héroes caídos; ¡pero supongo que todavía hay tiempo para eso!»
Se sentó, agarrotado. Mirando hacia el valle no alcanzó a ver ningún trasgo vivo. Al cabo de un rato la cabeza se le aclaró un poco, y creyó distinguir a unos elfos que se movían en las rocas de abajo. Se restregó los ojos. ¿Acaso había aún un campamento en la llanura, a cierta distancia, y un movimiento de idas y venidas alrededor de la Puerta? Los enanos parecían estar atareados removiendo el muro. Pero todo estaba como muerto. No se oían llamadas ni ecos de canciones. De algún modo, había una tristeza en el aire.
—¡Victoria después de todo, supongo! —dijo sintiendo el dolor de cabeza—. Bien, la situación parece bastante sombría.
De súbito, descubrió a un hombre que trepaba y venía hacia él.
—¡Hola, ahí! —llamó con voz vacilante—. ¡Hola, ahí! ¿Qué ocurre?
—¿Qué voz es la que habla entre las rocas? —dijo el hombre, deteniéndose y atisbando alrededor, no lejos de donde Bilbo estaba sentado.
¡Entonces Bilbo recordó el anillo! «¡Que me aspen! —pensó—. Esta invisibilidad tiene también sus inconvenientes. De otro modo hubiera podido pasar una noche abrigada y cómoda, en cama».
—¡Soy yo, Bilbo Bolsón, el compañero de Thorin! —gritó, quitándose deprisa el anillo.
—¡Es una suerte que te haya encontrado! —dijo el hombre adelantándose—. Te necesitan, y estamos buscándote desde hace tiempo. Te hubieran contado entre los muertos, que son muchos, si Gandalf el mago no hubiese dicho que no hace mucho habían oído tu voz por estos sitios. Me han enviado a mirar aquí por última vez. ¿Estás muy herido?
—Un golpe feo en la cabeza, creo —dijo Bilbo—. Pero tengo un yelmo, y una cabeza dura. Así y todo me siento enfermo y las piernas se me doblan como paja.
—Te llevaré abajo, al campamento del valle —dijo el hombre, y lo alzó con facilidad.
El hombre era rápido y de paso seguro. No pasó mucho tiempo antes de que llegara a depositar a Bilbo ante una tienda en Valle; y allí estaba Gandalf, con un brazo en cabestrillo. Ni siquiera el mago había escapado indemne; y había pocos en toda la hueste que no tuvieran alguna herida.
Cuando Gandalf vio a Bilbo se alegró de veras.
—¡Bolsón! —exclamó—. ¡Bueno! ¡Nunca lo hubiera dicho! ¡Vivo, después de todo! ¡Estoy contento! ¡Empezaba a preguntarme si esa suerte que tienes te ayudaría a salir del paso! Fue algo terrible, y casi desastroso. Pero las otras nuevas pueden aguardar. ¡Ven! —dijo más gravemente—. Alguien te reclama —y guiando al hobbit, lo llevó dentro de la tienda.
—¡Salud, Thorin! —dijo Gandalf mientras entraba—. Lo he traído.
Allí efectivamente yacía Thorin Escudo de Roble, herido de muchas heridas, y la armadura abollada y el hacha mellada estaban junto a él en el suelo. Alzó los ojos cuando Bilbo se le acercó.
—Adiós, buen ladrón —dijo—. Parto ahora hacia los salones de espera a sentarme al lado de mis padres, hasta que el Mundo sea renovado. Ya que hoy dejo todo el oro y la plata, y voy a donde tienen poco valor, deseo partir en amistad contigo, y me retracto de mis palabras y hechos ante la Puerta.
Bilbo hincó una rodilla, ahogado por la pena.
—¡Adiós, Rey bajo la Montaña! —dijo—. Es ésta una amarga aventura, si ha de terminar así; y ni una montaña de oro podría enmendarla. Con todo, me alegro de haber compartido tus peligros: ha sido más de lo que cualquier Bolsón hubiera podido merecer.
—¡No! —dijo Thorin—. Hay en ti muchas virtudes que tú mismo ignoras, hijo del bondadoso Oeste. Algo de coraje y algo de sabiduría, mezclados con mesura. Si muchos de nosotros dieran más valor a la comida, la alegría y las canciones que al oro atesorado, éste sería un Mundo más feliz. Pero triste o alegre, ahora he de abandonarlo. ¡Adiós!
Entonces Bilbo se volvió, y se fue solo; y se sentó fuera arropado con una manta, y aunque quizá no lo creáis, lloró hasta que se le enrojecieron los ojos y se le enronqueció la voz. Era un alma bondadosa, y pasó largo tiempo antes de que tuviese ganas de volver a bromear. «Ha sido un acto de misericordia», se dijo al fin, «que haya despertado cuando lo hice. Desearía que Thorin estuviese vivo, pero me alegro de que partiese en paz. Eres un tonto, Bilbo Bolsón, y lo trastornaste todo con ese asunto de la piedra; y al fin hubo una batalla a pesar de que tanto te esforzaste en conseguir paz y tranquilidad, aunque supongo que nadie podrá acusarte por eso».
Todo lo que sucedió después de que lo dejasen sin sentido, Bilbo lo supo más tarde; pero sintió entonces más pena que alegría, y ya estaba cansado de la aventura. El deseo de viajar de vuelta al hogar lo consumía.
Eso, sin embargo, se retrasó un poco, de modo que entre tanto os relataré algo de lo que ocurrió. Las tropas de trasgos habían despertado hacía tiempo la sospecha de las Águilas, a cuya atención no podía escapar nada que se moviera en las cimas. De modo que ellas también se reunieron en gran número alrededor del Águila de las Montañas Brumosas; y al fin, olfateando el combate, habían venido deprisa, bajando con la tormenta en el momento crítico. Fueron ellas quienes desalojaron de las laderas de la montaña a los trasgos que chillaban desconcertados, arrojándolos a los precipicios, o empujándolos hacia los enemigos de abajo. No pasó mucho tiempo antes de que hubiesen liberado la Montaña Solitaria, y los elfos y hombres de ambos lados del valle pudieron por fin bajar a ayudar en el combate.
Pero aún incluyendo a las Águilas, los trasgos los superaban en número. En aquella última hora el propio Beorn había aparecido; nadie sabía cómo o de dónde. Había llegado solo, en forma de oso; y con la cólera parecía ahora más grande de talla, casi un gigante.
El rugir de la voz de Beorn era como tambores y cañones; y se abría paso echando a los lados lobos y trasgos como si fueran pajas y plumas. Cayó sobre la retaguardia, y como un trueno irrumpió en el círculo. Los enanos se mantenían firmes en una colina baja y redonda. Entonces Beorn se agachó y recogió a Thorin, que había caído atravesado por las lanzas, y lo llevó fuera del combate.
Retornó enseguida, con una cólera redoblada, de modo que nada podía contenerlo y ningún arma parecía hacerle mella. Dispersó a la guardia, arrojó al propio Bolgo al suelo, y lo aplastó. Entonces el desaliento cundió entre los trasgos, que se dispersaron en todas direcciones. Pero esta nueva esperanza alentó a los otros, que los persiguieron de cerca, y evitaron que la mayoría buscara cómo escapar. Empujaron a muchos hacia el Río Rápido, y así huyesen al sur o al oeste, fueron acosados en los pantanos próximos al Río del Bosque; y allí pereció la mayor parte de los últimos fugitivos, y quienes se acercaron a los dominios de los Elfos del Bosque fueron ultimados, o atraídos para que murieran en la oscuridad impenetrable del Bosque Negro. Las canciones relatan que en aquel día perecieron tres cuartas partes de los trasgos guerreros del Norte, y las montañas tuvieron paz durante muchos años.