De modo que pusieron el oro en costales y lo cargaron en los poneys, quienes no se mostraron muy complacidos. Desde entonces la marcha fue más lenta, pues la mayor parte del tiempo avanzaron a pie. Pero la tierra era verde y había mucha hierba por la que el hobbit paseaba contento. Se enjugaba el rostro con un pañuelo de seda roja —¡no!, no había conservado uno solo de los suyos, y éste se lo había prestado Elrond—, pues ahora junio había traído el verano, y el tiempo era otra vez cálido y luminoso.
Como todas las cosas llegan a término, aún esta historia, un día divisaron al fin el país donde Bilbo había nacido y crecido, donde conocía las formas de la tierra y los árboles tanto como sus propias manos y pies. Alcanzó a otear la Colina a lo lejos, y de repente se detuvo y dijo:
Gandalf lo miró.
—¡Mi querido Bilbo! —dijo—. ¡Algo te ocurre! No eres el hobbit que eras antes.
Y así cruzaron el puente y pasaron el molino junto al río, y llegaron a la mismísima puerta de Bilbo.
—¡Bendita sea! ¿Qué pasa.? —gritó el hobbit.
Había una gran conmoción, y gente de toda clase, respetable, y no respetable, se apiñaba junto a la puerta, y muchos entraban y salían, y ni siquiera se limpiaban los pies en el felpudo, como Bilbo observó disgustado.
Si él estaba sorprendido, ellos lo estuvieron más. ¡Había llegado de vuelta en medio de una subasta! Había una gran nota en blanco y rojo en la verja, manifestando que el veintidós de junio los señores Cavada, Cavada, y Madriguera sacarían a subasta los efectos del finado señor don Bilbo Bolsón, de Bolsón Cerrado, Hobbiton. La venta comenzaría a las diez en punto. Era casi la hora del almuerzo, y muchas de las cosas ya habían sido vendidas, a distintos precios, desde casi nada hasta viejas canciones (como no es raro en las subastas). Los primos de Bilbo, los Sacovilla Bolsón, estaban en verdad muy atareados midiendo las habitaciones para ver si podrían meter allí sus propios muebles. En síntesis: Bilbo había sido declarado «presuntamente muerto», y no todos lamentaron descubrir que la presunción fuera falsa.
La vuelta del señor Bilbo Bolsón creó todo un disturbio, tanto bajo la Colina como sobre la Colina, y al otro lado de El Agua; el asombro duró mucho más de nueve días. El problema se prolongó en verdad durante años. Pasó mucho tiempo antes de que el señor Bolsón fuese admitido otra vez en el Mundo de los vivos. La gente que había conseguido unas buenas gangas en la subasta, fue dura de convencer; y al final, para ahorrar tiempo, Bilbo tuvo que comprar de nuevo muchos de sus propios muebles. Algunas cucharas de plata desaparecieron de modo misterioso, y nunca se supo de ellas, aunque Bilbo sospechaba de los Sacovilla Bolsón. Por su parte ellos nunca admitieron que el Bolsón que estaba de vuelta fuera el genuino, y las relaciones con Bilbo se estropearon para siempre. En realidad, habían pensado mucho tiempo en mudarse a aquel agradable agujero-hobbit.
Sin embargo, Bilbo había perdido más que cucharas; había perdido su reputación. Es cierto que tuvo desde entonces la amistad de los elfos y el respeto de los enanos, magos, y todas esas gentes que alguna vez pasaban por aquel camino. Pero ya nunca fue del todo respetable. En realidad todos los hobbits próximos lo consideraron «raro», excepto los sobrinos y sobrinas de la rama Tuk, aunque los padres de estos jóvenes no los animaban a cultivar la amistad de Bilbo.
Lamento decir que no le importaba. Se sentía muy contento; y el sonido de la marmita sobre el hogar era mucho más musical de lo que había sido antes, incluso en aquellos días tranquilos anteriores a la Tertulia Inesperada. La espada la colgó sobre la repisa de la chimenea. La cota de malla fue colocada sobre una plataforma en el vestíbulo (hasta que la prestó a un museo). El oro y la plata los gastó en generosos presentes, tanto útiles como extravagantes, lo que explica hasta cierto punto el afecto de los sobrinos y sobrinas. El anillo mágico lo guardó muy en secreto, pues ahora lo usaba sobre todo cuando llegaban visitas desagradables.
Se dedicó a escribir poemas y a visitar a los elfos; y aunque muchos meneaban la cabeza y se tocaban la frente, y decían: «¡Pobre viejo Bolsón!», y pocos creían en las historias que a veces contaba, se sintió muy feliz hasta el fin de sus días, que fueron extraordinariamente largos.
Una tarde otoñal, algunos años después, Bilbo estaba sentado en el estudio escribiendo sus memorias —pensaba llamarlas Historia de una ida y de una vuelta: Las vacaciones de un hobbit— cuando sonó la campanilla.
Allí en la puerta estaban Gandalf y un enano; y el enano no era otro que Balin.
—¡Entrad! ¡Entrad! —dijo Bilbo, y pronto estuvieron sentados en sillas junto al fuego.
Y si Balin advirtió que el chaleco del señor Bolsón era más ancho (y tenía botones de oro auténtico), Bilbo advirtió también que la barba de Balin era varias pulgadas más larga, y que él llevaba un magnífico cinturón enjoyado.
Se pusieron a hablar de los tiempos que habían pasado juntos, desde luego, y Bilbo preguntó cómo iban las cosas por las tierras de la Montaña. Parecía que iban muy bien. Bardo había reconstruido la ciudad de Valle, y muchos hombres se le habían unido, hombres del Lago, y del Sur y el Oeste, y cultivaban el valle, que era próspero otra vez, y en la Desolación de Smaug había pájaros y flores en primavera, y fruta y festejos en otoño. Y la Ciudad del Lago había sido fundada de nuevo, y era más opulenta que nunca, y muchas riquezas subían y bajaban por el Río Rápido; y había amistad en aquellas regiones entre elfos y enanos y hombres.
El viejo gobernador había tenido un mal fin. Bardo le había dado mucho oro para que ayudara a la gente del Lago, pero era un hombre propenso a contagiarse de ciertas enfermedades, y había sido atacado por el mal del dragón, y apoderándose de la mayor parte del oro, había huido con él, y murió de hambre en el Yermo, abandonado por sus compañeros.
—El nuevo gobernador es más sabio —dijo Balin—, y muy popular, pues a él se atribuye mucha de la prosperidad presente. Las nuevas canciones dicen que en estos días los ríos corren con oro.
—¡Entonces las profecías de las viejas canciones se han cumplido de alguna manera! —dijo Bilbo.
—¡Claro! —dijo Gandalf—. ¿Y por qué no tendrían que cumplirse? ¿No dejarás de creer en las profecías sólo porque ayudaste a que se cumplieran? No supondrás, ¿verdad?, que todas tus aventuras y escapadas fueron producto de la mera suerte, para tu beneficio exclusivo. Te considero una gran persona, señor Bolsón, y te aprecio mucho; pero en última instancia, ¡eres sólo un simple individuo en un Mundo enorme!
—¡Gracias al cielo! —dijo Bilbo riendo, y le pasó el pote de tabaco.