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Aún no habían cabalgado mucho tiempo cuando apareció Gandalf, espléndido, montando un caballo blanco. Traía un montón de pañuelos y la pipa y el tabaco de Bilbo. Así que desde entonces cabalgaron felices, contando historias o cantando canciones durante toda la jornada, excepto, naturalmente, cuando paraban a comer. Esto no ocurrió con la frecuencia que Bilbo hubiese deseado, pero ya empezaba a sentir que las aventuras no eran en verdad tan malas.

Cruzaron primero las tierras de los hobbits, un extenso país habitado por gente simpática, con buenos caminos, una posada o dos, y aquí y allá un enano o un granjero que trabajaba en paz.

Llegaron luego a tierras donde la gente hablaba de un modo extraño y cantaba canciones que Bilbo no había oído nunca. Se internaron en las Tierras Solitarias, donde no había gente ni posadas y los caminos eran cada vez peores. No mucho más adelante se alzaron unas colinas melancólicas, oscurecidas por árboles.

En algunas había viejos castillos, torvos de aspecto, como si hubiesen sido construidos por gente maldita. Todo parecía lúgubre, pues el tiempo se había estropeado. Hasta entonces el día había sido tan bueno como pudiera esperarse en mayo, aún en las historias felices, pero ahora era frío y húmedo. En las Tierras Solitarias se habían visto obligados a acampar en un lugar desapacible, pero, al menos, seco.

—Pensar que pronto llegará junio —mascullaba Bilbo, mientras avanzaba chapoteando detrás de los otros por un sendero enlodado.

La hora del té ya había quedado atrás; la lluvia caía a cántaros, y así había sido todo el día; el capuchón le goteaba en los ojos; tenía la capa empapada; el poney cansado tropezaba con las piedras; los otros estaban demasiado enfurruñados para charlar.

—Estoy seguro que la lluvia se ha colado hasta las ropas secas y las bolsas de comida —gruñó Bilbo—. ¡Malditos sean los saqueadores y todo lo que se relacione con ellos! Cómo quisiera estar en mi confortable agujero, al amor de la lumbre, y con la marmita que ha empezado a silbar —¡No fue la última vez que tuvo este deseo!

Sin embargo, los enanos seguían al paso, sin volverse ni prestar atención al hobbit.

Pareció que el Sol se había puesto ya en algún lugar detrás de las nubes grises, pues cuando descendían hacia un valle profundo con un río en el fondo, empezó a oscurecer. Se levantó viento, y los sauces se mecían y susurraban a lo largo de las orillas. Por fortuna el camino atravesaba un antiguo puente de piedra, pues el río crecido por las lluvias bajaba precipitado de las colinas y montañas del norte.

Era casi de noche cuando lo cruzaron. El viento desgajó las nubes grises y una Luna errante apareció entre los jirones flotantes. Entonces se detuvieron, y Thorin murmuró algo acerca de la cena y:

—¿Dónde encontraremos un lugar seco para dormir?

En ese momento cayeron en la cuenta de que faltaba Gandalf. Hasta entonces había hecho todo el camino con ellos, sin decir si participaba de la aventura o simplemente los acompañaba un rato. Había hablado, comido y reído como el que más... Pero ahora simplemente ¡no estaba allí!

—¡Vaya, justo en el momento en que un mago nos sería más útil! —suspiraron Dori y Nori (que compartían los puntos de vista del hobbit sobre la regularidad, cantidad y frecuencia de las comidas).

Por fin decidieron que acamparían allí mismo. Se acercaron a una arboleda, y aunque el terreno estaba más seco, el viento hacía caer las gotas de las hojas y el plip-plip molestaba bastante.

El mal parecía haberse metido en el fuego mismo. Los enanos saben hacer fuego en cualquier parte, casi con cualquier cosa, con o sin viento, pero no pudieron encenderlo esa noche, ni siquiera Oin y Gloin, que en esto eran especialmente mañosos.

Entonces uno de los poneys se asustó de nada y escapó corriendo. Se metió en el río antes de que pudieran detenerlo; y antes de que pudiesen llevarlo de vuelta, Fili y Kili casi murieron ahogados, y el agua había arrastrado el equipaje del poney. Naturalmente, era casi todo comida, y quedaba muy poco para la cena, y menos para el desayuno.

Todos se sentaron, taciturnos, empapados y rezongando, mientras Oin y Gloin seguían intentando encender el fuego y discutiendo el asunto. Bilbo reflexionaba tristemente que las aventuras no eran sólo cabalgatas en poney al Sol de mayo, cuando Balin, el oteador del grupo, exclamó de pronto:

—¡Allá hay una luz! —un poco apartada asomaba una colina con árboles, bastante espesos en algunos sitios.

Fuera de la masa oscura de la arboleda, todos pudieron ver entonces el brillo de una luz, una luz rojiza, confortadora, como una fogata o antorchas parpadeantes.

Luego de observarla un rato, se enredaron en una discusión. Unos decían que «sí» y otros decían que «no». Algunos opinaron que lo único que se podía hacer era ir y mirar, y que cualquier cosa sería mejor que poca cena, menos desayuno, y ropas mojadas toda la noche.

Otros dijeron:

—Ninguno de estos parajes es bien conocido, y las montañas están demasiado cerca. Rara vez algún viajero se aventura ahora por estos lados. Los mapas antiguos ya no sirven, las cosas han empeorado mucho. Los caminos no están custodiados, y aquí además han oído hablar del rey en contadas ocasiones, y cuanto menos preguntas hagas menos dificultades encontrarás.

Alguno dijo:

—Al fin y al cabo somos catorce.

Otros:

—¿Dónde está Gandalf? —pregunta que fue repetida por todos.

En ese momento la lluvia empezó a caer más fuerte que nunca, y Oin y Gloin iniciaron una pelea.

Esto puso las cosas en su sitio:

—Al fin y al cabo, tenemos un saqueador entre nosotros —dijeron; y así echaron a andar, guiando a los poneys (con toda la precaución debida y apropiada) hacia la luz.

Llegaron a la colina y pronto estuvieron en el bosque. Subieron la pendiente, pero no se veía ningún sendero adecuado que pudiera llevar a una casa o una granja. Continuaron como pudieron, entre chasquidos, crujidos y susurros (y una buena cantidad de maldiciones y refunfuños) mientras avanzaban por la oscuridad cerrada del bosque.

De súbito la luz roja brilló muy clara entre los árboles no mucho más allá.

—Ahora le toca al saqueador —dijeron refiriéndose a Bilbo—. Tienes que ir y averiguarlo todo de esa luz, para qué es, y si las cosas parecen normales y en orden —dijo Thorin al hobbit—. Ahora corre, y vuelve rápido si todo está bien. Si no, ¡vuelve como puedas! Si no puedes, grita dos veces como lechuza de granero y una como lechuza de campo, y haremos lo que podamos.

Y allá tuvo que partir Bilbo, antes de poder explicarles que era tan incapaz de gritar como una lechuza como de volar como un murciélago.

Pero, de todos modos, los hobbits saben moverse en silencio por el bosque, en completo silencio. Era una habilidad de la que se sentían orgullosos, y Bilbo más de una vez había torcido la cara mientras cabalgaban, criticando ese «estrépito propio de enanos»; pero me imagino que ni vosotros ni yo hubiéramos advertido nada en una noche de ventisca, aunque la cabalgata hubiese pasado casi rozándonos. En cuanto a la sigilosa marcha de Bilbo hacia la luz roja, creo que no hubiera perturbado ni el bigote de una comadreja, de modo que llegó directamente al fuego —pues era un fuego— sin alarmar a nadie. Y esto fue lo que vio.

Había tres criaturas muy grandes sentadas alrededor de una hoguera de troncos de haya, y estaban asando un carnero espetado en largos asadores de madera y chupándose la salsa de los dedos. Había un olor delicioso en el aire. También había un barril de buena bebida a mano, y bebían de unas jarras. Pero eran trolls. Trolls sin ninguna duda. Aún Bilbo, a pesar de su vida retirada, podía darse cuenta: las grandes caras toscas, la estatura, el perfil de las piernas, por no hablar del lenguaje, que no era precisamente el que se escucha en un salón de invitados.