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Desesperados, los enanos asintieron, y Thorin fue el primero en avanzar junto a Bilbo.

—¡Ahora tened cuidado! —susurró el hobbit—, ¡y no hagáis ruido si es posible! Quizá no haya ningún Smaug en el fondo, pero también puede que lo haya. ¡No corramos riesgos innecesarios!

Bajaron, y siguieron bajando. La marcha de los enanos no podía compararse desde luego con los movimientos furtivos del hobbit, y lo seguían resoplando y arrastrando los pies, con ruidos que los ecos magnificaban de un modo alarmante; pero cuando Bilbo, asustado, se detenía a escuchar una y otra vez, no se oía nada que viniera de abajo. Cuando pensó que estaba cerca del extremo del túnel, se puso el anillo y marchó delante. Pero no lo necesitaba, pues la oscuridad era impenetrable, y todos parecían invisibles, con anillo o sin él. Tan negro estaba todo, que el hobbit llegó a la abertura sin darse cuenta, extendió la mano en el aire, trastabilló, ¡y rodó de cabeza dentro de la sala!

Allí quedó tumbado de bruces contra el suelo, y no se atrevía a incorporarse, y casi ni siquiera a respirar. Pero nada se movió. No había ninguna luz, aunque cuando al fin alzó despacio la cabeza, creyó ver un pálido destello blanco encima de él y lejos en las sombras. En realidad no había ni una chispa de fuego de dragón, pero un olor a gusano infectaba el sitio, y Bilbo sentía en la boca el sabor de los vapores.

Al cabo de un rato el señor Bolsón ya no pudo resistirlo más. —¡Maldito seas, Smaug; tú, gusano! —chilló—. ¡Deja de jugar al escondite! ¡Dame una luz y después cómeme si eres capaz de atraparme!

Unos ecos débiles corrieron alrededor del salón invisible, pero no hubo respuesta.

Bilbo se incorporó y descubrió que estaba desorientado, y no sabía por dónde ir.

—Me pregunto a qué demonios está jugando Smaug —dijo—. Creo que no está en casa el día de hoy (o la noche de hoy, o lo que sea). Si Gloin y Oin no perdieron las yescas, quizá podamos tener un poco de luz, y echar un vistazo alrededor antes de que cambie la suerte.

»¡Luz! —gritó—. ¿Puede alguien encender una luz?

Los enanos, claro está, se habían asustado mucho cuando Bilbo tropezó con el escalón y con un fuerte topetazo entró de bruces en la sala, y se habían sentado acurrucándose en la boca del túnel, donde el hobbit los había dejado.

—¡Chist! —sisearon como respuesta, y aunque Bilbo supo así dónde estaban, pasó bastante tiempo antes de que pudiese sacarles algo más. Pero al fin, cuando Bilbo se puso a patear el suelo y a vociferar:

—¡Luz! —con una voz aguda y penetrante, Thorin cedió, y Oin y Gloin fueron enviados de vuelta a la entrada del túnel, donde estaban los fardos.

Al poco rato un resplandor parpadeante indicó que regresaban; Oin sosteniendo una pequeña antorcha de pino, y Gloin con un montón bajo el brazo. Bilbo trotó rápido hasta la puerta y tomó la antorcha, pero no consiguió que encendieran las otras o se unieran a él. Como Thorin explicó, el señor Bolsón era todavía oficialmente el experto saqueador e investigador al servicio de los enanos. Si se arriesgaba a encender una luz, allá él. Los enanos lo esperarían en el túnel. Así que se sentaron junto a la puerta y observaron.

Vieron la pequeña figura del hobbit que cruzaba el suelo alzando la antorcha diminuta. De cuando en cuando, mientras aún estaba cerca, y cada vez que Bilbo tropezaba, llegaban a ver un destello dorado y oían un tintineo. La luz empequeñeció en el vasto salón, y luego subió danzando en el aire. Bilbo escalaba ahora el montículo del tesoro. Pronto llegó a la cima, pero no se detuvo. Luego vieron que se inclinaba, y no supieron por qué.

Era la Piedra del Arca, el Corazón de la Montaña. Así lo supuso Bilbo por la descripción de Thorin; no podía haber otra joya semejante, ni en ese maravilloso botín, ni en el mundo entero. Aun mientras subía, ese mismo resplandor blanco había brillado atrayéndolo. Luego creció poco a poco hasta convertirse en un globo de luz pálida. Cuando Bilbo se acercó, vio que la superficie titilaba con un centelleo de muchos colores, reflejos y destellos de la ondulante luz de la antorcha. Al fin pudo contemplarla a sus pies, y se quedó sin aliento. La gran joya brillaba con luz propia, y aun así, cortada y tallada por los enanos, que la habían extraído del corazón de la montaña hacía ya bastante tiempo, recogía toda la luz que caía sobre ella y la transformaba en diez mil chispas de radiante blancura irisada.

De repente el brazo de Bilbo se adelantó, atraído por el hechizo de la joya. No podía sostenerla, era tan grande y pesada...; pero la levantó, cerró los ojos y se la metió en el bolsillo más profundo.

«¡Ahora soy realmente un saqueador!», pensó. «Pero supongo que tendré que decírselo a los enanos... algún día. Ellos me dijeron que podía elegir y tomar mi parte, y creo que elegiría esto, ¡si ellos se llevan todo lo demás!» De cualquier modo, tenía la incómoda sospecha de que eso de «elegir y tomar» no incluía esta maravillosa joya, y que un día le traería dificultades.

Siguió adelante y emprendió el descenso por el otro lado del gran montículo, y el resplandor de la antorcha desapareció de la vista de los enanos. Pero pronto volvieron a verlo a lo lejos. Bilbo estaba cruzando el salón.

Avanzó así hasta encontrarse con las grandes puertas en el extremo opuesto, y allí una corriente de aire lo refrescó, aunque casi le apagó la antorcha. Asomó tímidamente la cabeza, y atisbando desde la puerta vio unos pasillos enormes y el sombrío comienzo de unas amplias escaleras que subían en la oscuridad. Pero tampoco allí había rastros de Smaug. Justo en el momento en que iba a dar media vuelta y regresar, una forma negra se precipitó sobre él y le rozó la cara. Bilbo se sobresaltó, chilló, se tambaleó y cayó hacia atrás. ¡La antorcha golpeó el suelo y se apagó!

—¡Sólo un murciélago, supongo y espero! —dijo con voz lastimosa—. Pero ahora ¿qué haré? ¿Dónde está el norte, el sur, el este o el oeste?

»¡Thorin! ¡Balin! ¡Oin! ¡Gloin! ¡Fili y Kili! —llamó tan alto como pudo, y el grito fue un ruido débil e imperceptible en aquella vasta negrura—. ¡Se apagó la luz! ¡Que alguien venga a ayudarme! ¡Socorro! —Por el momento, se sentía bastante acobardado.

Débilmente los enanos oyeron estos gritos, pero la única palabra que pudieron entender fue «¡socorro!».

—Pero ¿qué demonios pasa dentro o fuera? —dijo Thorin—. No puede ser el dragón, si no el hobbit no seguiría chillando.

Esperaron un rato, pero no se oía ningún ruido de dragón, en verdad ningún otro sonido que la distante voz de Bilbo.

—¡Vamos, que uno de vosotros traiga una o dos antorchas! —ordenó Thorin—. Parece que tendremos que ayudar a nuestro saqueador.

—Ahora nos toca a nosotros ayudar —dijo Balin—, y estoy dispuesto. Espero sin embargo que por el momento no haya peligro.

Gloin encendió varias antorchas más, y luego todos salieron arrastrándose, uno a uno, y fueron bordeando la pared lo más aprisa que pudieron. No pasó mucho tiempo antes de que se encontrasen con el propio Bilbo que venía de vuelta. Había recobrado todo su aplomo, tan pronto como viera el parpadeo de luces.

—¡Sólo un murciélago y una antorcha que se cayó, nada peor! —dijo en respuesta a las preguntas de los enanos. Aunque se sentían muy aliviados, les enfadaba que los hubiese asustado sin motivo; pero cómo habrían reaccionado si en ese momento él hubiese dicho algo de la Piedra del Arca, no lo sé. Los meros destellos fugaces del tesoro que alcanzaron a ver mientras avanzaban les había reavivado el fuego de los corazones, y cuando un enano, aun el más respetable, siente en el corazón el deseo de oro y joyas, puede transformarse de pronto en una criatura audaz, y llegar a ser violenta.

Los enanos no necesitaban ya que los apremiasen. Todos estaban ahora ansiosos por explorar el salón mientras fuera posible, y deseando creer que por ahora Smaug estaba fuera de casa. Todos llevaban antorchas encendidas; y mientras miraban a un lado y a otro olvidaron el miedo y aun la cautela. Hablaban en voz alta, y se llamaban unos a otros a gritos a medida que sacaban viejos tesoros del montículo o de la pared y los sostenían a la luz, tocándolos y acariciándolos.