Las fauces del dragón despedían fuego. Por un momento voló en círculos sobre ellos, alto en el aire, alumbrando todo el lago; los árboles de las orillas brillaban como sangre y cobre, con sombras muy negras que subían por los troncos. Luego descendió de pronto atravesando la tormenta de flechas, temerario de furia, sin tratar de esconder los flancos escamosos, buscando sólo incendiar la ciudad.
El fuego se elevaba de los tejados de paja y los extremos de las vigas, mientras Smaug bajaba y pasaba y daba la vuelta, aunque todo había sido empapado en agua antes de que él llegase. Siempre había cien manos que arrojaban agua dondequiera que apareciese una chispa. Smaug giró en el aire. La cola barrió el tejado de la Casa Grande, que se desmoronó y cayó. Unas llamas inextinguibles subían altas en la noche. La cola volvió a barrer, y otra casa y otra cayeron envueltas en llamas; y aún ninguna flecha estorbaba a Smaug, ni le hacía más daño que una mosca de los pantanos.
Ya los hombres saltaban al agua por todas partes. Las mujeres y los niños se apretaban en botes de carga en la ensenada del mercado. Las armas caían al suelo. Hubo luto y llanto donde hacía poco tiempo los enanos habían cantado las alegrías del porvenir. Ahora los hombres maldecían a los enanos. El mismo gobernador corría hacia una barca dorada, esperando alejarse remando en la confusión y salvarse. Pronto no quedaría nadie en toda la ciudad, y sería quemada y arrasada hasta la superficie del lago.
Eso era lo que el dragón quería. Poco le importaba que se metieran en los botes. Tendría una excelente diversión cazándolos; o podría dejarlos en medio del lago hasta que se murieran de hambre. Que intentasen llegar a la orilla y estaría preparado. Pronto incendiaría todos los bosques de las orillas y marchitaría todos los campos y hierbas. En ese momento disfrutaba del deporte del acoso a la ciudad más de lo que había disfrutado cualquier otra cosa en muchos años.
Pero una compañía de arqueros se mantenía aún firme entre las casas en llamas. Bardo era el capitán, el de la voz severa y cara ceñuda, a quien los amigos habían acusado de profetizar inundaciones y pescado envenenado, aunque sabían que era hombre de valía y coraje. Bardo descendía en línea directa de Girion, Señor de Valle, cuya esposa e hijo habían escapado aguas abajo por el Río Rápido del desastre de otro tiempo. Ahora Bardo tiraba con un gran arco de tejo, hasta que sólo le quedó una flecha. Las llamas se le acercaban. Los compañeros lo abandonaban. Preparó el arco por última vez.
De repente, de la oscuridad, algo revoloteó hasta su hombro. Bardo se sobresaltó, pero era sólo un viejo zorzal. Se le posó impertérrito junto a la oreja y le comunicó las nuevas. Maravillado, Bardo se dio cuenta de que entendía la lengua del zorzal, pues era de la raza de Valle.
—¡Espera! ¡Espera! —le dijo el pájaro—. La luna está asomando. ¡Busca el hueco del pecho izquierdo cuando vuele, y si vuela por encima de ti! —Y mientras Bardo se detenía asombrado, le habló de lo que ocurría en la Montaña y de lo que había oído.
Entonces Bardo llevó la cuerda del arco hasta la oreja. El dragón regresaba volando en círculos bajos, y mientras iba acercándose, la luna se elevó sobre la orilla este y le plateó las grandes alas.
—¡Flecha! —dijo el arquero—. ¡Flecha negra! Te he reservado hasta el final. Nunca me fallaste y siempre te he recobrado. Te recibí de mi padre y él de otros hace mucho tiempo. Si alguna vez saliste de la fragua del verdadero Rey bajo la Montaña, ¡ve y vuela bien ahora!
El dragón descendía de nuevo, más bajo que nunca, y cuando se precipitaba sobre Bardo, el vientre blanco resplandeció, con fuegos chispeantes de gemas a la luz de la luna. Pero no en un punto. El gran arco chasqueó. La flecha negra voló directa desde la cuerda al hueco del pecho izquierdo, donde nacía la pata delantera extendida ahora. En ese hueco se hundió la flecha, y allí desapareció, punta, ástil y pluma, tan fiero había sido el tiro. Con un chillido que ensordeció a hombres, derribó árboles y desmenuzó piedras, Smaug saltó disparado en el aire, y se precipitó a tierra desde las alturas.
Cayó estrellándose en medio de la ciudad. Los últimos movimientos de agonía lo redujeron a chispas y resplandores. El lago rugió. Un vapor inmenso se elevó, blanco en la repentina oscuridad bajo la luna. Hubo un siseo y un borboteante remolino, y luego silencio. Y ése fue el fin de Smaug y de Esgaroth, pero no de Bardo.
La luna creciente se elevó más y más y el viento creció ruidoso y frío. Retorcía la niebla blanca en columnas inclinadas y en nubes rápidas, y la empujaba hacia el oeste dispersándola en jirones deshilachados sobre las ciénagas del Bosque Negro. Entonces pudieron verse muchos botes, como puntos oscuros en la superficie del lago, y junto con el viento llegaron las voces de las gentes de Esgaroth, que lloraban la ciudad y los bienes perdidos, y las casas arruinadas. Pero en verdad tenían mucho que agradecer, si lo hubieran pensado entonces, aunque no era el momento más apropiado. Al menos tres cuartas partes de las gentes de la ciudad habían escapado vivas; los bosques, pastos, campos y ganado y la mayoría de los botes seguían intactos, y el dragón estaba muerto. De lo que todo esto significaba, aún no se habían dado mucha cuenta.
Se reunieron en tristes muchedumbres en las orillas occidentales, temblando por el viento helado, y los primeros lamentos e iras fueron contra el gobernador, que había abandonado la ciudad tan pronto, cuando aún algunos querían defenderla.
—¡Puede tener buena maña para los negocios, en especial para sus propios negocios —murmuraron algunos—, pero no sirve cuando pasa algo serio! —Y alababan el valor de Bardo y aquel último tiro poderoso—. Si no hubiese muerto —decían todos—, le habríamos hecho rey. ¡Bardo el-que-mató-al-Dragón, de la línea de Girion! ¡Ay, que se haya perdido!
Y en medio de esta charla, una figura alta se adelantó de entre las sombras. Estaba empapado en agua, el pelo negro le colgaba en mechones húmedos sobre la cara y los hombros, y una luz fiera le brillaba en los ojos.
—¡Bardo no se ha perdido! —gritó—. Saltó al agua desde Esgaroth cuando el enemigo fue derribado. ¡Soy Bardo de la línea de Girion; soy el matador del dragón!
—¡Rey Bardo! ¡Rey Bardo! —gritaban todos, mientras el gobernador apretaba los dientes castañeteantes.
—Girion fue el Señor de Valle, pero no rey de Esgaroth —dijo—. En la Ciudad del Lago hemos elegido siempre los gobernadores entre los ancianos y los sabios, y no hemos soportado nunca el gobierno de los meros hombres de armas. Que el «Rey Bardo» vuelva a su propio reinado. Valle ha sido liberada por el valor de este hombre, y nada impide que regrese. Y aquel que lo desee puede ir con él, si prefiere las piedras frías bajo la sombra de la Montaña a las orillas verdes del lago. Los sabios se quedarán aquí con la esperanza de reconstruir Esgaroth y un día disfrutar otra vez de paz y riquezas.
—¡Tendremos un Rey Bardo! —replicó la gente cercana—. ¡Ya hemos tenido bastantes hombres viejos y contadores de dinero! —Y la gente que estaba lejos se puso a gritar:— ¡Viva el Arquero y mueran los Monederos! —Hasta el clamor levantó ecos en la orilla.
—Soy el último hombre en negar valor a Bardo el Arquero —dijo el gobernador débilmente, pues Bardo estaba pegado a él—. Esta noche ha ganado un puesto eminente en el registro de benefactores de la ciudad; y es merecedor de muchas canciones imperecederas. Pero ¿por qué, oh Pueblo —y aquí el gobernador se incorporó y habló alto y claro—, por qué merezco yo vuestras maldiciones? ¿He de ser depuesto por mis faltas? ¿Quién, puedo preguntar, despertó al dragón? ¿Quién recibió de nosotros ricos presentes y gran ayuda y nos llevó a creer que las viejas canciones iban a ser ciertas? ¿Quién se entretuvo jugando con nuestros dulces corazones y nuestras gratas fantasías? ¿Qué clase de oro han enviado río abajo como recompensa? ¡La ruina y el fuego del dragón! ¿A quién hemos de reclamar la recompensa por nuestra desgracia, y ayuda para nuestras viudas y huérfanos?