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El magistrado era un personaje severo, imponente, que llevaba gafas de abuelita y se peinaba hacia atrás con gomina el poco pelo gris que tenía, y al que llamaban La máquina del tiempo por su tendencia a dictar las condenas más duras que contemplaba la ley. Se llamaba Fred Kuchenmeister, y solía dar claras muestras del desprecio que le merecían los acusados. Los abogados defensores que comparecían en su tribunal afirmaban que allí los acusados eran culpables mientras no se demostrara su inocencia.

Una vez terminado el proceso de selección de los jurados, el juicio propiamente dicho comenzó el 17 de febrero. Con toda aquella atención de los medios de comunicación, a Neal Frank le había supuesto una labor hercúlea reunir a un jurado imparcial; pero le parecía que había conseguido que el jurado estuviera constituido por personas que atenderían al caso con «amplitud de miras».

Bob Carroll empezó por presentar una acusación muy bien preparada, sólida como una roca. Carroll, y su asistente, Charley Waldron, hombre alto, de cabellos grises, que sabía moverse en un tribunal, hicieron desfilar por la tribuna a una serie de testigos, empezando por Barbara Deppner. También se presentaron Percy House, Richard Péterson, Pat Kane, dos médicos, el jefe Bob Buccino, Jimmy DiVita, la esposa de Gary Smith y Verónica Cisek. Carroll llamó a declarar, incluso, a Darlene Pecorato, una azafata que había alquilado el apartamento de Richie Peterson después de marcharse este. Era el lugar donde Richard había pegado un tiro en la cabeza a Danny Deppner, y Pecorato contó que se había encontrado manchas de sangre en una alfombra al llegar al apartamento, y Paul Smith dijo después que había descubierto manchas de sangre en la tarima, bajo la alfombra. Y, por último, subió a la tribuna Dominick Polifrone. Cuando Dominick pasó ante Richard, este le dijo «Eh, Dom, ¿cómo te va?», sonriente. Richard vio con sorpresa que Dominick seguía llevando aquel peluquín horrible.

El jurado oyó entonces las palabras del propio Richard; unas palabras que abrían de par en par la puerta para condenarlo. Neal Frank intentó hacer creer al jurado que Richard no había hecho más que fanfarronear cuando decía aquellas cosas; pero aquello era difícil de vender, y todos lo sabían.

A lo largo todo el proceso, que transcurría a buen ritmo, Barbara no había creído las acusaciones del ministerio público hasta que oyó las grabaciones de su marido en las que este reconocía abiertamente haber matado a gente con armas de fuego, cuchillos y cianuro. Siguió creyendo que había sido víctima de un montaje hasta que le oyó decir que había congelado a un hombre para confundir a la Policía. Cuando oyó que Richard decía al agente Polifrone lo que había hecho y cómo lo había hecho, el aturdimiento la redujo al silencio. Había sabido desde siempre que Richard era muy reservado. Desde que lo había conocido, hacía veintiséis años, no había sido capaz de sacarle una palabra ni con pinzas; pero ahora le oía reconocer a un policía todo lo que había hecho, cómo lo había hecho, incluso cuándo y dónde.

Barbara sintió el deseo de salir corriendo de la sala. Había comprendido, como herida por un rayo, de que no sabía con quién llevaba casada tantos años. Se sentía engañada, estafada; se sentía como una imbécil despistada. Le daban ganas de ponerse de pie y gritarle: ¡¿Cómo has podido?! ¡¿Cómo has podido?! Pero se quedó allí sentada, inmóvil como una piedra, con la boca entreabierta, oyendo cómo reconocía su marido sus asesinatos como si estuviera hablando de echar de comer a los patos o del color de la corbata que debía ponerse.

Salió de la sala aturdida, sacudiendo la cabeza con desánimo, convencida de que Richard no saldría jamás de la cárcel, de que no volvería a ser libre jamás. Estaba casada con un monstruo, sin saberlo, según explicó recientemente. O sea, yo ya sabía que tenía mal genio, que podía llegar a ser violento; pero no tenía idea de quién era él en realidad ni de lo que hacía. Me sentí… me sentí como si me hubiera caído un rayo… estaba conmocionada, quemada.

Barbara sabía por primera vez con quién se había casado, con quién había tenido tres hijos. La cabeza le daba vueltas al intentar asimilar aquella realidad incomprensible.

Dios mío, se repetía a sí misma, Dios mío, sintiéndose de pronto muy vieja y agotada.

Mientras Richard estaba en la cárcel, Merrick se había casado con su novio, Mark (Richard sufrió mucho por no haber podido hacer de padrino de Merrick). Tuvo un hijo y se presentó religiosamente en la sala de audiencias llevando en brazos al niño, al que llamó Sean. Neal Frank había dicho que aquello podía conmover al jurado, haciéndolo «más comprensivo», si es que esto era posible; pero Barbara pensó que las posibilidades eran ínfimas. Estaba segura de que ningún jurado del mundo podría ser comprensivo. Leía claramente en los ojos de los miembros del jurado el terror que tenían a Richard. Cuando Barbara terminó de escuchar las cintas, supo que Richard no saldría jamás de la cárcel.

Después de las cuatro semanas de testimonios orquestados cuidadosamente, seguidos de los alegatos de Carroll y de Frank, y de las recomendaciones del magistrado, el jurado emprendió las deliberaciones.

A petición de Richard, Frank no había presentado ninguna defensa. Se negó a salir a la tribuna. Sabía que todo intento de testificar no serviría más que para destapar la caja de Pandora. Según dijo hace poco: Si salía a esa tribuna, Carroll me habría hecho trizas… me habría abierto un culo nuevo.

Richard estaba harto de todo aquello. Conocía el resultado inevitable, y no quería más que acabar de una vez. El jurado solo tardó cuatro horas en declarar a Richard culpable de todos los cargos. Pero no recomendaban la sentencia de muerte, para sorpresa de Richard. Aquello era lo que había esperado desde el principio, estaba dispuesto para ello. Esto se debía a que no había testigos de vista de los asesinatos de Deppner y de Smith.

A Neal Frank le pareció que había conseguido su objetivo, había salvado la vida a Richard. Este sabía que ahora tendría que pasarse el resto de su vida en la cárcel, un castigo que para él era mucho más duro que la sentencia de muerte. Por primera vez desde su niñez en Jersey City, tendría que hacer lo que le decían, cumplir los reglamentos y las reglas estrictas que le marcaba el Estado. Para él, esto era anatema.

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Después del juicio, Neal Frank, hombre alto y apuesto, peinado con raya a la derecha, emprendió amplias negociaciones con Bob Carroll y la fiscalía general. Se debatía la acusación de posesión de un arma contra Barbara y otra denuncia por posesión de marihuana contra Dwayne Kuklinski. Dwayne llevaba a unos amigos a sus casas después de una fiesta y un agente de la Policía estatal le dio el alto. Cuando el agente advirtió que se trataba del hijo de Richard Kuklinski, hizo bajar del coche a Dwayne y a sus tres amigos, encontró que uno de estos llevaba encima algo de marihuana y, cosa increíble, acusó de posesión de drogas a Dwayne, y no al chico que llevaba la droga encima.

Para que se levantaran estas acusaciones que pesaban contra Barbara y contra su hijo, Richard accedió de buena gana a declararse culpable de los asesinatos de George Malliband y de Louis Masgay. Ya sabía que pasaría el resto de su vida en la cárcel, y no quería más que acabar de una vez, que su familia pudiera seguir viviendo su vida.

Richard volvió a comparecer ante el juez Kuchenmeister el 25 de mayo de 1988. Según lo acordado, se declaró culpable de los asesinatos de George Malliband y de Louis Masgay. Cuando el juez le preguntó por qué había matado a Malliband, Richard dijo: «Fue… todo fue por cuestión de negocios». Richard hizo entonces que Frank leyera ante el tribunal una breve declaración en la que pedía disculpas a su familia (y a nadie más) por lo que les había hecho sufrir. Acto seguido, el juez condenó a Richard a dos penas de cadena perpetua; una por los asesinatos de Smith y de Deppner, y la segunda por los de Masgay y Malliband.