Richard, algo más amable y suave que otras veces, se sentó con el doctor Park Dietz y habló por primera vez en su vida con un psiquiatra forense que ya se había entrevistado con otros asesinos en serie. Dietz, hombre alto, reservado, de ojos azules penetrantes, había trabajado con diversos cuerpos policiales del país, entre ellos la unidad de Ciencia de la Conducta del FBI, y había hablado con Jeffrey Dahmer, con John Wayne Gacy y con otros asesinos en serie tristemente célebres, y aparecía con frecuencia en programas informativos para hablar del fenómeno, todavía mal estudiado, del asesinato en serie.
Richard había cambiado claramente. Ahora solía hacer bromas, era abierto, amistoso, reflexivo, incluso humilde. Ya no era taciturno ni tenía la cara de piedra con que había aparecido en los dos primeros reportajes de la HBO. Una buena parte de este «nuevo Richard» se debía al trato amable y delicado que le había dado Gaby Monet. Richard había llegado a apreciarla. Confiaba en ella y la consideraba una amiga; quizá la única amiga de verdad que había tenido en su vida. También Gaby apreciaba bastante a Richard. Dijo de él hace poco: «Richard es único. Es listo, encantador, alegre, y sabe contar relatos de manera cautivadora. Tiene una faceta muy agradable; y doy gracias al cielo de que esta haya sido la única faceta suya que he llegado a conocer».
Cuando Richard llego a la cárcel pesaba 132 kilos. Ahora pesaba unos 145; pero seguía moviéndose con facilidad y con agilidad de felino. Tenía la cara notablemente más llena, con algo de papada. También tenía arrugas que no había tenido antes. Estaba claro que la cárcel había dejado su huella en Richard.
A lo largo de seis días, Dietz pasó un total de trece horas haciendo a Richard preguntas afiladas, penetrantes, sobre su violencia, preguntas que Richard respondió con sinceridad sobrecogedora. Ahora resultaba todavía más atrayente por su carácter más abierto y por su disposición a expresar sus verdaderos sentimientos sobre los asesinatos que había cometido, sobre su infancia, sobre cómo torturaba a los animales, sobre su fría falta de empatia hacia las personas a las que mataba, torturaba, disparaba, acuchillaba y envenenaba. Hablaba de los asesinatos como podría hablar un cocinero famoso de los ingredientes de diversas recetas. Habló abiertamente de su padre, de la violencia que había sufrido a sus manos, de la violencia que había sufrido a manos de su madre. Dietz percibía con claridad que no pretendía buscar una excusa ni culpar a nadie del camino que había seguido él en la vida; se limitaba a contar con sinceridad lo que había sufrido de niño, lo que había visto, lo que había sentido, el odio que guardaba en la cabeza.
Cuando Richard habló a Dietz de los tres hombres que había matado en Carolina del Sur cuando volvía de Florida, Dietz le preguntó:
– ¿Le parece que el que aquel hombre le cortara el paso era como para matarlo?
A Richard no le gustó aquella pregunta ni cómo se la había formulado Dietz. Tuvo la sensación de que Dietz lo estaba juzgando, que le hablaba con rechazo, y se aprecia clararamente la reacción de Richard ante la cámara, cómo la ira le puso la cara del color de una fresa madura.
– Ya me ha hecho usted enfadar -dijo Richard; y se quedó mirando a Dietz con ojos fríos, desapegados, mortales. Si las miradas mataran, Dietz habría caído redondo allí mismo. Después de que transcurrieran lentamente varios segundos de tensión, se pusieron a discutir lo que había molestado a Richard de la pregunta de Dietz; y Richard reconoció que se debía a que Dietz lo había hablado con rechazo, lo había juzgado.
– ¿Como su padre, quizá? -le sugirió Dietz.
– Ni más ni menos que mi padre -asintió de buena gana Richard; y contó a continuación que seguía lamentando no haber matado a Stanley.
Muchos opinan que este tercer documental es el más apasionante de todos, porque en él aparece un Richard mucho más abierto y relajado; y el mundo pudo presenciar al poco tiempo otros sesenta minutos de Richard contando cómo mataba a la gente y cómo se deshacía de sus cadáveres, cómo descuartizaba a las personas con cuchillos y sierras y las tiraba por pozos de mina, con lo que impresionó y horrorizó a espectadores de todo el mundo. Al final del reportaje, Dietz dijo a Richard que tenía mucha ira acumulada por lo que le había hecho su padre. Elemental, mi querido Watson.
Richard lo escuchó con amabilidad, comportándose como un perfecto caballero, muy distinto del hombre que había sido cuando lo habían metido en la cárcel.
– Interesante -dijo Richard con aire reflexivo.
En sus conversaciones con los detectives Robert Anzalotti y Mark Bennul sobre el asesinato del detective Peter Calabro, Richard había llegado a sentirse cómodo y en confianza con ambos, sobre todo con Anzalotti, y empezó a hablarles de más asesinatos que había cometido en Nueva Jersey y que nunca se habían achacado a él. Los detectives advirtieron que recordaba los lugares y las fechas con una precisión increíble.
Anzalotti y su compañero comprobaron y volvieron a comprobar todo lo que decía Richard, y todo resultó ser cierto, y los dos detectives consiguieron aclarar gracias a Richard doce asesinatos que no habían quedado resueltos hasta entonces, entre ellos el de Robert Pronge, más conocido por Mister Softee.
– En general, casi todo lo que decía era cierto -refirió Anzalotti hace poco-: dónde había matado a las personas, el calibre del arma…
En diciembre de 2004 Richard compareció ante el tribunal superior del condado de Bergen y se declaró culpable del asesinato del detective Peter Calabro y del asesinato de Robert Pronge, y recibió una condena más a cadena perpetua. Aquel día estaba también en la sala la hija de Peter Calabro. Tenía cuatro años cuando mataron a su padre. Quería hablar con Richard, quería que este le explicara por qué había matado a su padre; pero Anzalotti no se lo consintió. Richard, por su parte, habría querido hablar con ella, decirle que no había sido una cosa personal, que si no lo hubiera hecho él lo habría hecho otro.
«Tonto es el que hace tonterías», según las palabras inmortales de Forrest Gump, y lo que hizo con su libertad Sammy Gravano (héroe de la lucha contra el crimen del Gobierno federal, hombre que había merecido las alabanzas encendidas de docenas de fiscales federales) fue una tontería.
¡Una gran tontería!
Gravano acabó viviendo en Arizona, donde abrió una empresa de mudanzas y se puso a vender a escolares la droga popular llamada éxtasis. No solo se metió él mismo en aquel negocio sórdido, sino que metió en él a su familia: a su esposa y a su hijo Gerald. Gravano fue a juicio, lo declararon culpable y lo sentenciaron a veinte años. Había sido el chico modelo del programa de protección a testigos del Gobierno federal, y había acabado aprovechando su libertad inmerecida para vender drogas a los chicos.
«Tonto es el que hace tonterías», desde luego.
Cuando la fiscalía general de Nueva Jersey consideró que tenía pruebas irrevocables contra Gravano por su complicidad en el asesinato con una escopeta del detective Calabro, y tenía preparada la acusación en su contra por el asesinato, los detectives Robert Anzalotti y Mark Bennul volaron a Arizona y detuvieron a Gravano por este homicidio.
Muchos miembros de la fiscalía general de Nueva Jersey, y entre ellos, desde luego, los detectives Anzalotti y Bennul, creen que el Gobierno federal conocía el papel que había desempeñado Gravano en la muerte de Calabro, pero lo había ocultado, y piensan demostrarlo en un tribunal. Naturalmente, Richard será el testigo de cargo principal contra Gravano. Al escribir estas líneas, se ha establecido la fecha del juicio en el verano de 2006, y tendrá lugar en el tribunal superior del condado de Bergen, el mismo tribunal donde se juzgó a Richard, se le declaró culpable y se dictó su sentencia.