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Si hubiera puesto la mano encima a cualquiera de mis hijos, yo habría encontrado el modo de matarlo, y él lo sabía, explicaba Barbara.

Pero Barbara no tenía en cuenta, o quizá no podía aceptar, las realidades del daño psicológico que producían a sus hijas en lo más hondo los arrebatos de Richard. Chris y Merrick tenían doradas cabelleras rubias y caras dulces en forma de corazón: habían heredado lo mejor de su padre y de su madre. Chris tenía ojos azul claros; Merrick los tenía de color miel. Ambas tenían un atractivo especial, con los anchos pómulos eslavos de Richard, la nariz larga y perfectamente recta de Barbara, la mandíbula fuerte y la piel clara de los polacos. Eran tan parecidas que la gente solía tomarlas por gemelas. A Barbara le gustaba comprarles ropa igual, siempre dos prendas de cada tipo. En la mayoría de las fotos familiares las dos niñas aparecen vestidas iguales, y tras las sonrisas para la cámara se aprecia una tristeza perceptible. Las niñas iban a la escuela parroquial y eran tímidas y educadas, las perfectas señoritas. Con su carácter afectuoso y generoso y su facilidad para la sonrisa, las dos hacían amigos con facilidad.

Chris y Merrick estaban ayudando a su madre a poner la mesa. Al poco rato, la familia se sentó a cenar, pollo asado con patatas, uno de los platos favoritos de Richard. Un extraño los habría tomado por una familia completamente normal, equilibrada y feliz. Pero, en realidad, el hombre que estaba sentado a la cabecera de la mesa, que trinchaba con paciencia el pollo asado y servía amorosamente a sus familiares sus raciones preferidas, era el asesino en serie más prolífico de Norteamérica.

El encargo llegó en la primera semana de septiembre. La víctima tenía que sufrir. Así lo establecían en el encargo. El cliente decía que si la víctima sufría, pagaría el doble, veinte mil dólares en vez de diez mil, al contado. La víctima vivía en Nutley, Nueva Jersey, en una casa de capricho, con camino de entrada particular en curva y columnas grandes y elegantes a ambos lados de una puerta grande de caoba que tenía un gran aldabón de bronce en forma de cabeza de carnero. Richard no sabía nada de la víctima, aparte de que tenía que sufrir antes de morir. Richard lo prefería así. Cuanto menos supiera acerca de la víctima, mejor.

Richard tenía la posibilidad de utilizar una cámara porque producía películas pornográficas que se distribuían en las costas Este y Oeste, y en todas partes entre ambas costas. El socio de Richard, el hombre que había puesto el dinero para poner en marcha la productora, era el tristemente célebre Roy DeMeo, un soldado psicópata al servicio de la familia Gambino. DeMeo tenía grandes dotes para ganar dinero. Traficaba con coches robados, drogas, créditos usurarios, pornografía y asesinato. Dirigía el equipo más brutal y temido de asesinos que se había conocido dentro del crimen organizado. Eran responsables de, literalmente, centenares de asesinatos. Su jefe directo, su capitán, era Nino Gaggi, que dependía a su vez de Paul Castellano, recién nombrado jefe de la familia Gambino, la más extensa y exitosa de todas las familias del crimen organizado que había existido en la ajetreada historia de Nueva York. Castellano había heredado el trono de una verdadera leyenda del crimen organizado, de su cuñado, el mismísimo Carlo Gambino.

Richard llevaba en la camioneta la cámara, la cinta adhesiva gris y las esposas que necesitaba para su plan. Sabía que la víctima salía de su casa todas las mañanas a las diez para ir a trabajar. Había estudiado con cuidado la ruta que seguía la víctima de su casa al trabajo, y pensaba secuestrarlo en un cruce apartado donde había una señal de stop y donde tenía que detenerse para hacer un giro. Richard prefería no trabajar a plena luz del día, pero siempre estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para cumplir con su trabajo; y sabía que la gente tendía a estar menos a la defensiva a la luz del día, que era un elemento natural que él había aprovechado en varias ocasiones.

Cuando la víctima llegó por la carretera hacia la señal de stop, Richard estaba allí con aire de inocencia, de pie junto a su coche, con el capó y el maletero abiertos, las luces de emergencia encendidas y una sonrisa agradable en su bien parecida cara. Llevaba en la mano, oculta en el bolsillo del abrigo, un revólver Magnum 357. Richard hizo señas al hombre para que se detuviera. Cuando este se aproximó al cruce, Richard se acercó a él intencionadamente por el lado del conductor. El hombre, algo molesto, bajó la ventanilla.

– ¿Qué hay? -preguntó.

– Gracias por parar, amigo -empezó a decir Richard, y en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, en realidad, Richard apoyó el cañón de acero macizo del 357 en la frente del hombre mientras, con la otra mano, se apoderaba rápidamente de las llaves del coche, con tanta ligereza que parecía un juego de prestidigitación.

– ¿Qué coño…? -exclamó el hombre. Era un individuo grande, robusto, de enorme cara redonda, con varias papadas y cráneo calvo. Richard abrió la portezuela, lo sacó de un tirón y, sin dejar de apoyarle el revólver en el costado, lo obligó rápidamente a meterse en el maletero abierto del coche de Richard.

– Le pagaré, le daré…

– A callar -le interrumpió Richard. Le esposó las manos a la espalda y lo amordazó con la cinta adhesiva.

¡Si haces ruido, te mato! -dijo Richard con un tono que ya tenia practicado y que producía escalofríos, como el gruñido cercano de un león hambriento. cerro el maletero del coche y el capó, se sentó al volante y se puso en camino despacio. Había secuestrado a la victima en cuestión de segundos sin que nadie lo viera. La primera parte del trabajo estaba hecha.

Por entonces, las hojas de los árboles del condado de Bucks habían tomado coloraciones otoñales, rojos vivos, anaranjados ardientes, amarillos desnudos. Las hojas que caían poco a poco parecían las mariposas multicolores de los primeros días de la primavera. Richard detuvo el coche en un lugar remoto. Sacó al hombre del maletero y lo condujo hasta la cueva que había encontrado; llegó hasta el lugar donde había puesto la carne. Obligó a la víctima a tenderse allí y le rodeó cuidadosamente los tobillos, las piernas y los brazos con cinta adhesiva, envolviéndolo firmemente, como hace una laboriosa araña con la seda alrededor de su presa. Al hombre le saltaban, de la cara grande y redonda, los ojos aterrorizados. Intentaba con desesperación hablar, ofrecer a Richard todo el dinero que tenía, todo lo que quisiera, pero la cinta adhesiva gris seguía bien tensa, y no le salían más que gruñidos asustados. Richard ya había oído muchas veces lo que le quería decir. Eran palabras a las que había aprendido a prestar oídos sordos. Richard no tenía remordimientos, ni conciencia, ni compasión. Estaba haciendo un trabajo, y ninguno de esos sentimientos entraba en juego para nada, ni por lo más remoto. Richard volvió tranquilamente hasta su coche. Tomó la cámara y el trípode y un sensor de luz y de movimiento que encendería el foco y pondría en marcha la cámara cuando salieran las ratas. Montó cuidadosamente la cámara, el foco y el sensor de movimiento. Cuando le pareció que estaba todo en orden, cortó las ropas del hombre para quitárselas (este se había hecho sus necesidades encima) y lo dejó allí así, como estaba.

Cuando Richard bajaba la cuesta camino de su coche, sintió curiosidad, hasta con algo de humor, por saber qué pasaría. ¿Se comerían las ratas a un hombre, en efecto, mientras seguía vivo? También sentía curiosidad por conocer su propia reacción ante tal cosa. Richard solía preguntarse por qué podía tener tal sangre fía. ¿Era cosa innata en él, o lo habían hecho así? ¿Había nacido siendo ya el monstruo sin escrúpulos que era, o se había vuelto así por las circunstancias? Era una pregunta que se hacía desde mucho tiempo atrás, desde que era niño.