Aquel día Richard había prometido llevar a sus hijas Merrick y Chris a Lobels, una tienda especializada donde vendían uniformes para la escuela parroquial. Barbara se sentía algo indispuesta y no los acompañó. A las dos niñas les gustaba ir de tiendas con su padre porque les compraba todo lo que querían. Lo único que tenía que hacer cualquiera de las dos era mirar una cosa, y ya era suya. Richard se había criado en un entorno de pobreza extrema, de niño en Jersey City había tenido que robar comida para comer, y no quería que a sus hijos les faltara nunca de nada.
Las niñas, emocionadas, se sentaron junto a su padre en el asiento delantero. Ambas sabían que su padre solía discutir con otros conductores, y pidieron en silencio que no pasara nada así aquel día. Era como un ritual suyo, pedir que su padre no estallara cuando conducía.
Richard era como un policía de tráfico, explicó Barbara. No era capaz de ver que alguien hacía algo mal, que alguien hacía un giro sin poner el intermitente, sin decirle algo. Quiero decir, sin decirle algo, ya sabe, desagradable.
Cada niña necesitaba cuatro blusas y dos faldas para el curso escolar. En la tienda, en Emerson, Richard les compró cinco faldas grises de tablas, quince blusas, dos docenas de pares de medias de punto, dos chaquetas azules, cinco camisetas y media docena de pares de equipos de gimnasia. Ir de tiendas con papá era como la mañana de Navidad.
Richard, encantado de que sus hijas estuvieran contentas, pagó al contado, y se pusieron en camino. Iban a pasarse por Grand Union para comprar algunas provisiones y volver después a casa. A dos manzanas de la tienda, una mujer en una furgoneta salió sin respetar la prioridad de Richard. Este, molesto, se detuvo junto a ella en un semáforo, bajó la ventanilla y la riñó por no haberle cedido el paso. En el asiento trasero de la furgoneta iban varios niños.
– Papá… papá, no te enfades -le suplicó Merrick-. Por favor, papá.
Pero la mujer dirigió a Richard una mirada malintencionada, de condescendencia, y no le hizo caso, como si fuera un necio, un loco. Al momento, Richard se había bajado de su coche. Se acercó rápidamente a la furgoneta, abrió la portezuela y, de dos poderosos tirones, la arrancó de cuajo.
La mujer miraba a Richard, aterrorizada.
Este, satisfecho, volvió a subirse a su coche y se puso en marcha.
– Por favor, papá, tranquilízate, por favor -le suplicaba Chris.
– ¡A callar! -ordenó él, con voz que sonaba más a gruñido que a lenguaje articulado.
Richard regresó a la cueva cuatro días más tarde. Las ratas se habían comido vivo al hombre. Había desaparecido toda su carne. A la luz amarilla pálida de la linterna de Richard, la víctima no era más que un montón desordenado de huesos, un espectáculo inenarrable.
Richard contempló con curiosidad su obra, aquel monstruo que había creado. Comprobó que la cámara había registrado lo sucedido… cómo se habían acercado las ratas al desventurado, primero tímidamente mientras él se debatía furiosamente intentando liberarse; cómo las ratas, cada vez más numerosas, cada vez más atrevidas, empezaban a darle bocados, primero en las orejas, después en los ojos. Qué malas son, las muy cabronas, pensó Richard.
Richard recogió su equipo y se marchó. Una suave nevada había cubierto el bosque de un manto blanco de perla. Todo estaba blanco, limpio y encantador, como en un libro de cuentos. Un silencio blanco y solemne se había apoderado del bosque. La nieve recién caída cubriría sus huellas.
Richard llevó al hombre que había encargado el golpe la cinta de vídeo en la que se veía cómo comían vivo las ratas a la víctima.
– ¿Ha sufrido? -preguntó el hombre, con voz áspera, modales hoscos, ojos muertos como dos orificios de bala.
– Ah, sí, ha sufrido de verdad -dijo Richard.
– ¿De verdad? -preguntó el hombre.
– De verdad -dijo Richard, y le dio la cinta. La vieron los dos juntos. El hombre, muy contento, aunque algo consternado porque a Richard se le hubiera podido ocurrir tal cosa, y, además, llevarla a cabo, le entregó diez mil dólares por el contrato y otros diez mil dólares por los horribles sufrimientos que había padecido la víctima.
– Has hecho un buen trabajo -dijo. A Richard le gustaba agradar a sus clientes: gracias a ello había ido prosperando su negocio a lo largo de los años. Richard no sabía qué había hecho la víctima para merecer esa suerte. No le importaba. Todo aquello no era asunto suyo.
Cuanto menos supiera, mejor.
Después de rematar aquel trabajo bien hecho, Richard inició el camino de regreso a casa preguntándose por qué aquellas cosas no lo inquietaban, cómo se había vuelto tan frío, tan desprovisto de sentimientos. Pensó en su infancia, y apretó con fuerza la mandíbula hasta que los músculos le formaron bolas tensas, y profirió aquel leve chasquido por el lado izquierdo de su boca en forma de corazón. Respiró hondo, encendió la radio y sintonizó una emisora de música country. A Richard le gustaba la música country. La letra sencilla y los estribillos repetidos lo tranquilizaban.
Pensando todavía en su infancia, en las bárbaras crueldades que había sufrido, Richard siguió el camino de vuelta a su casa, donde se pondría otra vez el traje de esposo tierno, de padre cariñoso, de buen cabeza de familia.
Aparcó el coche ante su casa y se quedó sentado en el vehículo un rato, preguntándose cómo se había vuelto tan distinto de las demás personas. Con su enorme cabeza llena de estos pensamientos, Richard bajó despacio del coche y entró en casa, caminando con su paso callado, felino, como un boxeador de los pesos pesados en perfecta forma.
Primera Parte
1
A principios del siglo XX, Jersey City, en el estado de Nueva Jersey, la ciudad donde nació y se crió Richard Kuklinski, era un animado centro de población polaca. Por sus muchas iglesias católicas polacas y la oferta de trabajo en la industria, los inmigrantes polacos acudían en gran número a Jersey City.
Las compañías ferroviarias Lackawanna, Eire, Pennsylvania y Central tenían sus bases en Jersey City. Los trenes llevaban todo tipo de productos a la Costa Este desde todas partes de los Estados Unidos, y aquella era la estación término. Había grandes depósitos de mercancías. Por muchas calles transcurrían vías de ferrocarril. Por el centro de la arteria principal de Jersey City, la avenida del Ferrocarril, entre las dos calzadas del tráfico, transcurría una vía elevada. Era corriente ver poderosas locomotoras negras que arrastraban largos trenes de color de óxido hasta el puerto. El traqueteo pesado y los pitidos agudos de las locomotoras de vapor se oían por todas partes, de día y de noche, todos los días de la semana.
Jersey City, en el extremo nororiental del Estado de Nueva Jersey, tenía una situación ideal, próxima a la animada metrópoli de Manhattan, y desde allí se despachaban en barco por toda la costa oriental productos de todo tipo. En el punto más próximo, frente al extremo sur del río Hudson, Jersey City estaba a poco más de un kilómetro de Manhattan, el centro del mundo, y los transbordadores llevaban constantemente mercancías a los muelles que cubrían la orilla de Manhattan. Los días despejados, Manhattan parecía tan próxima que daba la impresión de que se podía alcanzar de una pedrada desde Jersey City; de que estaba, como suele decirse, a tiro de piedra.
La verdad era que Jersey City era tan distinta de la ciudad de Nueva York como si fuera otro planeta. En Jersey City vivían los pobres de clase trabajadora, los que luchaban para salir adelante, para poner comida en la mesa. Era cierto que en Jersey City había mucho trabajo, pero se trataba de trabajo manual, agotador, con salarios bajísimos. En verano hacía un calor y una humedad insoportable. En las cercanías había marismas todavía no desecadas, y el aire nocturno de la ciudad se llenaba de nubes negras y ondulantes de mosquitos. En invierno, en Jersey City hacía un frío brutal; la ciudad sufría el azote constante de los fuertes vientos que bajaban por el río Hudson y subían del cercano océano Atlántico. En aquellos meses parecía un lugar de las regiones australes de Siberia.