Jersey City, situada junto a Hoboken, donde nació Frank Sinatra, era una población violenta, llena de obreros duros, con sus hijos, también obreros y también duros. Allí, los chicos tenían que aprender pronto a defenderse, so pena de convertirse en víctimas de los matones. Los fuertes salían adelante y se los respetaba. Los débiles quedaban marginados y despreciados.
La madre de Richard Kuklinski, Anna McNally, se crió en el orfanato del Sagrado Corazón, en la esquina de las calles Erie y Nueve. Sus padres habían emigrado de Dublín en 1904 y se habían instalado en Jersey City, que era por entonces la décima ciudad más grande de los Estados Unidos. Anna tenía dos hermanos mayores, Micky y Sean. Poco después de la llegada de la familia a Jersey City, el padre de Anna murió de pulmonía, y a su madre la atropello y la mató un camión en la calle Diez. Anna y sus hermanos fueron a parar al orfanato. Aunque Anna estaba delgaducha y mal alimentada, era una niña físicamente atractiva, con ojos oscuros de forma de almendra y piel perfecta de color crema.
En el orfanato del Sagrado Corazón se inculcaba a los niños la religión a la fuerza, y a Anna le metieron en el cuerpo a golpes el temor a Dios, el infierno y la condenación eterna unas monjas sádicas que trataban a los niños que estaban a su cargo como a criados y como a cabezas de turco que se llevaban todos los golpes. Antes de que Anna cumpliera los diez años, fue acosada sexualmente por un sacerdote que la despojó de su virginidad y de una tacada de su humanidad. Se convirtió en una mujer austera y fría que rara vez sonreía y que llegó a ver la vida con ojos duros e insensibles.
Cuando Anna tuvo que dejar el orfanato, a los dieciocho años, ingresó en un convento católico con intención de hacerse monja ella también. No tenía ningún oficio ni otro sitio adonde dirigirse. Pero Anna no tenía madera para la vida religiosa. No tardó en conocer a Stanley Kuklinski en un baile organizado por la parroquia, y su suerte quedó echada.
Stanley Kuklinski había nacido en Varsovia, Polonia, y había emigrado a Jersey City con su madre, su padre y dos hermanos. Cuando Stanley conoció a Anna, era un hombre apuesto que se parecía a Rodolfo Valentino. Iba peinado con raya en el centro, con el pelo muy engominado y pegado al cráneo, según la moda de la época. Stanley se quedó prendado de Anna y la cortejó incansablemente, hasta que ella accedió a casarse con él, unos tres meses después de haberlo conocido. Se casaron en julio de 1925, y en su foto de boda se ve a un novio y una novia muy bien parecidos y que hacían buena pareja: la unión era muy prometedora. Anna se había convertido en una mujer francamente hermosa. Se parecía a Olivia de Havilland en Lo que el viento se llevó.
Stanley tenía un trabajo aceptable, de guardafrenos en el ferrocarril de Lackawanna. El trabajo no era duro en sí mismo, aunque era siempre al aire libre, y Stanley padecía regularmente el calor del verano y los inviernos helados y brutales. Al principio, la unión precipitada de Stanley y Anna parecía buena. Alquilaron un apartamento sin agua caliente en una casa de tablas de dos pisos, en la calle Tres, a una manzana de la iglesia de Santa María. Pero a Stanley le gustaba beber, y cuando bebía tenía mal genio y mala intención, y Anna no tardó en enterarse de que se había casado con un tirano celoso y posesivo que era capaz de pegarle como si fuera un hombre, a la mínima provocación. Como Anna no era virgen en su noche de bodas (jamás fue capaz de decir a su marido que un cura la había violado una y otra vez), Stanley la acusaba de ser una perdida, una puta. Esto la hacía sufrir, pero ella soportaba con estoicidad estos insultos verbales, que con mucha frecuencia se convertían en violencia física. Stanley no era hombre corpulento, pero tenía la fuerza de un búfalo. Cuando había bebido, zarandeaba a Anna como si fuera una muñeca de trapo. Anna estaba tentada de contar aquellos malos tratos a su hermano Micky, pero no quería empeorar la situación, y en aquellos tiempos ni siquiera se pensaba en el divorcio. Anna seguía siendo muy religiosa, y los buenos católicos irlandeses no se divorciaban, y punto. Anna aprendió a aceptar su suerte en la vida.
En la primavera de 1929 Anna dio a luz a un niño, el primero de los cuatro que acabaría teniendo con Stanley antes de que el matrimonio se estropeara y terminara por fin. Lo llamaron Florian, en recuerdo del padre de Stanley. Anna no tenía muchos recuerdos de sus padres; de su infancia solo recordaba cosas malas, palizas y malos tratos.
Anna tenía la esperanza de que Stanley se ablandara al tener un niño en la casa, pero sucedió precisamente lo contrario. Cuando estaba bebido, empezó a acusar a Anna de infidelidad, diciendo incluso que Florian no era hijo suyo, que Anna se había acostado con otro hombre mientras él estaba trabajando.
Stanley era amable a veces con Florian, pero en general parecía indiferente hacia el pequeño y no tardó mucho tiempo en empezar a pegarle también a él. Si Florian lloraba, le pegaba; si manchaba la cama, le pegaba; y Anna no podía hacer nada. Su solución era irse a la iglesia de Santa María, a una manzana, poner velas y rezar. Anna no tenía otro lugar al que ir, y llegó a aborrecer a Stanley y a pensar muchas veces en abandonarlo, incluso en matarlo, aunque nada de eso llegó a suceder.
A pesar de todo, Stanley solía tener relaciones sexuales con Anna frecuentemente, quisiera ella o no. Se tenía a sí mismo por todo un galán, y solía caer encima de Anna sin previo aviso ni advertencia ni caricias previas: pim, pam, se acabó.
Anna se quedó embarazada por segunda vez y tuvo, el 11 de abril de 1935, un segundo hijo varón al que llamaron Richard. Pesó solo dos kilos doscientos y tenía una cabellera espesa de pelo reluciente, tan rubio que parecía blanco.
Al amontonarse las deudas, y con otra boca que alimentar, Stanley se volvió todavía más malintencionado y más distante. Cuando llegaba a casa los viernes por la noche, siempre estaba borracho y traía con frecuencia el olor de otras mujeres y carmín en el cuello de la camisa; pero era poco lo que Anna podía hacer al respecto, porque Stanley le pegaba por menos de nada. La consideraba como un objeto de su propiedad, que podía usar y del que podía abusar a su gusto. Lo peor era que se acostumbró a pegar a Florian y a Richard por faltas verdaderas o imaginarias, y los dos chicos llegaron a temer a su padre y a tenerle miedo, y se volvieron callados y taciturnos y muy tímidos. Stanley llevaba siempre un grueso cinturón militar negro, y en cuestión de un momento se lo quitaba y azotaba a sus hijos con él sin piedad. Si Anna intentaba intervenir, también ella recibía golpes. Parecía como si la violencia alimentara el apetito sexual de Stanley: después de pegar a su mujer y a los dos niños, solía tener ganas de sexo, y antes de que Anna se diera cuenta, ya la estaba penetrando a la fuerza.
A Richard ya le pegaba su padre en sus primeros recuerdos. Hace poco contó: Cuando mi padre (mi padre, qué risa) llegaba a casa y saludaba, su saludo consistía en darme una bofetada.
Stanley bebía güisqui con cerveza, submarinos. Cuando bebía, se volvía peor y su violencia se hacía más indiscriminada. Le dio por envolverse el puño con el cinturón militar y dar puñetazos con él a sus hijos. Eran como garrotazos. Tenía la costumbre de golpearlos en la cabeza con el puño forrado por el cinturón, y muchas veces dejaba sin sentido a Florian y a Richard. Richard le tomó tanto terror a su padre que se orinaba en los pantalones con solo verlo o con oír su voz, cosa que enfadaba todavía más a Stanley, que pegaba entonces al chico por haberse orinado encima. En la práctica, Stanley estaba despojando a golpes a su hijo segundo, poco a poco, de los elementos humanos indispensables de compasión y de solidaridad, trazando con gran claridad el camino que habría de seguir la vida de Richard.