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Por último, Stanley Kuklinski hizo lo impensable: asesinó a su hijo Florian en una de sus palizas. Dio al frágil muchacho un golpe demasiado fuerte en la nuca, derribándolo al suelo, y Florian no se volvió a levantar. Stanley obligó a Anna a decir a su familia, a sus amigos y a las autoridades que Florian se había caído por las escaleras y se había matado dándose un golpe en la cabeza. Nadie puso en tela de juicio sus explicaciones, y se montó el velatorio de Florian en el cuarto de estar de los Kuklinski, a una manzana de la iglesia de Santa María, donde se había casado aquella pareja desafortunada.

Richard tenía solo cinco anos cuando Stanley mató a su hermano. Anna dijo a Richard que a Florian lo había atropellado un coche y «se había muerto». Richard no tenía una idea clara de lo que era la muerte. Solo sabía que Florian estaba en el cuarto de estar, metido en un ataúd de madera barato que olía a pino, como si estuviera dormido, pero no se despertaba. Su madre y otros familiares estaban allí llorando, rezando, poniendo velas, pasando las cuentas negras y brillantes del rosario; pero, a pesar de todo, Florian no se despertaba. Richard, con sus cinco años, miraba con atención a su hermano muerto, de palidez espectral, el único amigo que había tenido, y se preguntaba por qué no se levantaba. Hasta entonces siempre se había levantado…

Despierta, Florian, despierta, suplicaba en silencio. No… por favor, no me dejes aquí solo. Florian… Florian, despierta, por favor. Florian no se despertó.

2

La ley de la calle

Después de matar a Florian, Stanley aflojó un poco la mano con Richard, pero no tardó mucho en volver a comportarse como de costumbre. Las palizas se volvieron incluso más brutales y frecuentes. Parecía que Stanley culpaba a Richard de todas las injusticias que le pasaban, de todos sus tropiezos en la vida, y pegaba a su hijo con regularidad y sin motivo. El recurso de Anna seguía siendo irse a la iglesia y pedir en silencio ayuda a Dios, incluso después de que Stanley matara a Florian. Adoptó la costumbre de ponerse a rezar con fervor de cara a una pared mientras Stanley pegaba al pequeño Richard. Richard solía irse a acostar lleno de cardenales, magulladuras y dolores; a veces estaba tan magullado, lleno de cardenales color berenjena, que no podía salir a la calle ni ir a la escuela.

Como era de esperar, Richard se convirtió en un niño muy tímido y torpe, con poca confianza en sí mismo. El mundo le parecía brutal, violento, lleno de dolor y de agitación. Solía preguntarse dónde estaba su hermano Florian, pero no era capaz de averiguarlo. Su madre le decía que estaba «en el cielo», pero él no tenía idea de cómo se iba allí. Richard había estado muy unido a Florian, se abrazaba con él mientras su padre pegaba a su madre y destrozaba los modestos objetos de la familia, y ahora Florian había desaparecido y Richard tenía que plantar cara a su padre a solas. Era un chico delgado y frágil, y los matones del barrio no tardaron en empezar a meterse con él, lo que no hizo más que agudizar el aislamiento y el resentimiento que sentía Richard. Su angustia se multiplicó.

Había dos hermanos irlandeses que vivían en la misma manzana y que acosaban a Richard con regularidad. Un sábado por la mañana le dieron una paliza especialmente dura. Richard consiguió echar a correr y huir de ellos. Aquel día, Stanley estaba en casa y vio lo que pasaba por la ventana del cuarto de estar. Cuando Richard llegó al piso, Stanley se quitó el cinturón y se encaró con el chico, exigiéndole que volviera a bajar y luchara con los hermanos.

– ¡Ningún hijo mío va a ser un gallina de mierda! -vociferó, azotando a Richard en la cara con el cinturón.

Richard, con la cara ardiendo, con la huella roja del golpe en el rostro, volvió a bajar a toda prisa.

– ¡A por ellos! -le ordenó Stanley desde la ventana; y Richard hizo exactamente lo que le mandaban. Hallando dentro de sí una nueva ferocidad y una hostilidad reprimida, atacó a los hermanos, los encontró desprevenidos y dio una paliza terrible a los dos. El padre de estos, un irlandés alto y larguirucho llamado O'Brian, salió entonces de la casa y apartó a Richard de un empujón brusco.

Richard vio entonces con sorpresa que Stanley bajaba de un salto de la ventana del segundo piso, caía de pie, cruzaba la calle Tercera como una exhalación y daba una bofetada a O'Brian, al que dijo:

– Cuando tus chicos pegaban a mi chico, te quedabas mirando sin hacer nada. Ahora que mi chico se defiende, intervienes.

Acto seguido, Stanley dio a O'Brian un golpe tan fuerte que le hizo perder el sentido allí mismo, en la acera, delante de todo el mundo, a una manzana de la iglesia de Santa María.

A Richard le dieron ganas de correr hasta su padre, de abrazarlo y darle las gracias por haberse puesto de su lado, por haberlo arreglado todo; pero sabía que no podía hacer una cosa así de ninguna manera. Las muestras de afecto hacia su padre estaban prohibidas. Aquella tarde de sábado, Richard aprendió la ley del más fuerte. Richard se preguntaba muchas veces por qué su padre y su madre no lo querían, qué habría hecho él para merecer su indiferencia y su violencia. Se cerró más y más en sí mismo, estaba siempre solo, parecía que no era capaz de tener amigos, y dentro del niño se iba acumulando una rabia hirviente, ardiente.

Como Stanley se gastaba la mayor parte de lo que ganaba en beber e ir con mujeres los fines de semana en los bares de Jersey City y de Hoboken, la familia tenía que salir adelante con poco, y siempre estaban escasos de comida y de ropa de abrigo. Toda la ropa de Richard estaba sucia y andrajosa, y sus compañeros de la escuela empezaron a ponerle motes: tonto polaco, flacucho, espantapájaros, porque tenía delgados los brazos y las piernas. Richard adquirió en poco tiempo un complejo de inferioridad que llevaría encima durante el resto de su vida. Entre los chicos polacos, italianos e irlandeses había enfrentamientos constantes, y Richard se convirtió en blanco de las burlas, las provocaciones y los desprecios de los chicos irlandeses e italianos. Se burlaban de los agujeros que llevaba en la ropa, de sus zapatos rotos y descosidos. Parecía que a Anna no le preocupaba en absoluto el aspecto de Richard; su único interés era la iglesia, las oraciones, poner velas a los santos y rezar el rosario, cosas que de nada servían a su hijo.

Anna se quedó embarazada otra vez al poco tiempo y dio a luz prematuramente a una niña a la que llamaron Roberta. Se quedó embarazada una vez más, y los Kuklinski tuvieron un cuarto hijo al que llamaron Joseph, y que, como su hermano mayor, Richard, llegaría a convertirse en un asesino sin conciencia, en un psicópata.

Al tener que alimentar y vestir a tres hijos, Stanley se volvió todavía peor. Empezó a llevar a su casa a mujeres de vida alegre que encontraba en los bares, y con las que fornicaba a su gusto. Cuando Anna protestaba, él le pegaba con el cinturón, con los puños y con los pies. Era el rey de la casa y hacía lo que le daba la gana. Una vez, Richard intentó defender a su madre, y Stanley le dio en la cabeza un golpe tan fuerte que dejó al chico sin sentido durante la mitad de la noche. Cuando Richard volvió en sí, tenía en la sien un chichón del tamaño de un limón, y pasó varias horas sin recordar siquiera cómo se llamaba. Richard llegó a odiar a su padre y solía fantasear con matarlo.

Por fin, Stanley se enredó con otra mujer polaca y empezó a ir menos a casa, lo cual era de agradecer. Anna tenía por entonces dos trabajos, uno en la empresa Armond, de envasado de carne, y otro fregando suelos en la iglesia de Santa María, por las noches.