– Supongo que tenéis razón -concedió Justino-. Pero ¿por qué, señora? ¿Por qué me hacéis que haga esto?
– Para que se haga justicia, naturalmente -dijo la soberana, y enarcó las cejas.
Justino desvió la mirada para que la reina no notara su perplejidad. Era natural que la soberana quisiera que los asesinos fueran castigados. Los caminos reales no debían ser peligrosos para los caminantes; tal era la conclusión de un trato entre el soberano y sus súbditos. Bien podía decir, por otra parte, que el orfebre había muerto al servicio de la reina. No obstante, había algo más importante en la petición de la reina, algo mucho más relevante. Justino no habría podido explicar por qué estaba tan seguro, pero no tenía la menor duda de que era así.
– Y si logro descubrir la identidad de los asesinos, ¿he de pasarle la información al justicia de la ciudad?
– No -respondió Leonor en el acto-. No le digáis nada a nadie. Confiadme la información a mí y sólo a mí.
Justino tenía ahora confirmación de sus sospechas, pero daba lo mismo. Fueran los que fuesen los motivos particulares de Leonor, no se podía hacer caso omiso de esta petición. A una reina no se le niega nada, pero especialmente a esta reina.
– Necesito una carta de autorización, señora, afirmando que actúo en nombre de Su Majestad. Si me voy a meter en la boca del lobo, necesito una cuerda de salvación.
Leonor sonrió.
– Muchacho espabilado -dijo en un tono de aprobación-, Eso es un buen pronóstico para el éxito de vuestra misión. Ahora, sírvenos una copa de vino y a continuación tráeme ese cofre de marfil que está sobre la mesa.
Justino hizo lo que se le pedía y momentos después tenía una bolsa de cuero en la palma de la mano. Pensó que sería descortés contar lo que contenía en presencia de la reina, pero le tranquilizó su sólido peso, prueba de que la suma era generosa.
No pudo preguntarle a Leonor la verdadera razón por la que quería resolver la cuestión del asesinato del orfebre, pero sí le preguntó ¿por qué yo? Tenía derecho a saber al menos eso, porque la misión que se le había encomendado conllevaba tantos riesgos como recompensas.
– Me honráis, señora, al depositar vuestra confianza en mí. Pero también hacéis que me sienta perplejo. A fin de cuentas, yo soy sólo un extraño para vos.
– Sé más de vos de lo que creéis, muchacho. No os falta valor y no tenéis un pelo de tonto, porque no depositáis vuestra confianza fácilmente. Tenéis recursos para todo y sois afable, y bien parecido.
Hizo una pausa para tomar un trago de vino.
– Poseéis además un caballo, que es más de lo que se puede decir de la mayoría de los hombres. Y sabéis manejar la espada, una cualidad que no se adquiere fácilmente. Por añadidura, sabéis leer cartas, prueba de que recibisteis una instrucción singularmente buena, Justino de Chester. Lo único que parece faltaros es un apellido.
Justino se puso rígido, pero la reina no hizo caso de su repentina tensión y continuó mirándole a los ojos.
– Un misterio intrigante. ¿Por qué un hombre joven, con tan admirables atributos ha de estar perdido y totalmente solo? Estáis demasiado bien instruido para ser de origen humilde. ¿Sois, tal vez, el benjamín que tiene que abrirse paso en el mundo como sea? Es posible, pero ¿por qué renegar de vuestro apellido? ¿O sois la oveja negra, rechazada por su familia? No lo creo, cualquier hombre se enorgullecería de tener un hijo como vos. ¿Tal vez un hijo nacido fuera del matrimonio?
Justino no respondió, pero sentía que se le enrojecía el rostro. Leonor tomó otro sorbo de vino.
– Aun en el caso de que seáis bastardo ¿por qué razón no os reclama vuestro padre? Mi marido reconoció libremente a los suyos; muchos señores así lo hacen. El adulterio a menudo es considerado pecado femenino, no masculino. Pero la Iglesia… bueno, se puede decir que la Iglesia es una amante más celosa que una esposa engañada.
– ¡Jesús! -Justino tragó con demasiada avidez el contenido de su copa de vino. Tosiendo y atragantándose le espetó-: ¿Es que tenéis el don de la clarividencia?
– Por extraño que parezca -dijo la reina, sonriendo levemente-, la brujería es el único pecado de que no me han acusado mis enemigos. Era fácil adivinarlo. La Iglesia predica el celibato, pero ¿cuántos sacerdotes lo practican? No se les permite casarse, pero tienen amas de llaves que se ocupan de sus casas y les calientan la cama… Al fin y al cabo, ¿qué hay de malo en ello? Nada. Al menos no para un cura de pueblo. Mas, para el hombre que aspira a subir muy alto, un hijo bastardo es un estorbo, algo que hay que apartar a un lado, esconderlo donde sea para evitar el escándalo. ¿Es eso lo que os ha ocurrido a vos, Justino?
El muchacho asintió y la reina preguntó dulcemente:
– ¿Quién es vuestro padre, muchacho?
No se le pasó por la cabeza a Justino no contestar, sino que afirmó, categórico:
– El obispo de Chester.
Esperaba que su contestación sorprendiera a la reina, pero Leonor no se sorprendió en absoluto.
– ¿Aubrey de Quincy? Le conozco, aunque no muy bien.
– Lo mismo puedo decir yo.
Había demasiada amargura en la voz de Justino para dar paso al humor. Leonor le dirigió una mirada de curiosidad.
– Pero se responsabilizó de vos, ¿no es así?
– Sí -contestó Justino de mala gana-. Crecí creyendo que era un expósito. No era ningún secreto que el obispo era mi bienhechor porque se me recordaba a menudo la suerte que tenía de que se hubiera apiadado de mí. Según me han contado, siendo yo un niño de pañales, me envió a una familia en Shrewsbury. Más tarde -él era arcediano por entonces- hizo que me llevaran a Chester. Le veía, pero pocas veces. De vez en cuando se me llevaba a su presencia y entonces me sermoneaba sobre mis estudios y el estado de pecado de mi alma, y lo decía para humillarme después por mis fechorías, incluso por aquéllas que no había cometido aún. -Los músculos de la boca de Justino se tensaron-. Era como si me estuviera interrogando el mismísimo Dios Todopoderoso.
Leonor no estaba aún convencida de que Justino tuviera motivo para quejarse.
– Se ocupó de que no te faltara alimento y vivienda y de que te dieran una excelente educación.
– Me lo recordaba a cada paso, señora. Pero me debía más que pan y libros. ¡Al menos me debía el decirme la verdad sobre mi madre!
Esto impresionó a Leonor. Después de haberse casado con Enrique, el rey de Francia había hecho lo imposible por conseguir que sus dos hijas menores se volvieran contra ella; no vio a ninguna de las dos durante muchos años, hasta que fueron mujeres casadas.
– ¿Y cómo te enteraste de la verdad?
– Cuando le pregunté por ella, un día me dijo que era una mujer de dudosa moralidad. Y yo me habría ido a la tumba creyendo sus mentiras de no ser porque la fatalidad quiso que casualmente lord Fitz Alan me mandara a Shrewsbury el mes pasado. Se me ocurrió entonces pensar que debía de haber allí gente que recordara mi nacimiento y a mi madre. Empecé en San Alkmund, su antigua parroquia, y por fin di con una anciana que había sido la cocinera de la rectoría. Se acordaba ciertamente de mi madre, que no era una prostituta como él me había dicho, sino una muchacha de pueblo deslumbrada y seducida por un hombre de Dios.
– Supongo que fue entonces cuando te enfrentaste con tu padre, ¿no es así?
Justino hizo un gesto resignado de asentimiento.
– No creía haberme hecho ningún mal e insistía en que había sido más que justo. No podía comprender que yo le perdonara por negar su paternidad o por dejar que me educaran personas extrañas, y no le perdonara por mentirme sobre mi madre. Eso nunca se lo perdonaré.
Se hizo un silencio embarazoso. Justino se desplomó en su asiento, agotado por su arrebato emocional. ¿Cómo le podía haber revelado su gran secreto a esta mujer a la que apenas conocía? ¿Qué le podían importar a la reina de Inglaterra las aflicciones y rencores del bastardo de un obispo?