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– Lo siento, señora -dijo con fría formalidad-. No sé por qué os he contado todo esto.

– Porque yo os lo pregunté -contestó Leonor, extendiendo su copa de vino para que se la volviera a llenar-. Si vuelves mañana por la mañana, tendré esa carta preparada, la carta que te identifique como el hombre de la reina. Confío en que la utilices con discreción, Justino. Que no la muestres en tabernas para que te den bebida gratis ni la saques en momentos delicados para impresionar a muchachas jóvenes.

A la sorpresa inicial de Justino le siguió una reacción de ironía. Abrió la boca y estuvo a punto de preguntar si podía al menos usarla para que los comerciantes locales le dieran crédito, pero lo pensó mejor, porque no estaba seguro de si era apropiado que hablara en broma. La reina había sido hasta ese momento asombrosamente amable con él, y eso que no era persona reconocida por su amabilidad. Pero era la reina de Inglaterra y no quería olvidarse de esto ni siquiera por espacio de un latido.

Aún no le había dado las cartas que tenía en su regazo. Justino sintió un impulso repentino de compasión. Era más que la más famosa reina de la cristiandad. Era una madre y el rey cautivo era su hijo predilecto.

– Lo siento, señora -dijo una vez más-. Siento de verdad el haberos tenido que traer noticias tan amargas…

– ¡Ah, no, Justino. Me habéis traído esperanza. Por primera vez en muchas semanas, dormiré esta noche sabiendo que todavía vive mi hijo.

– Señora…

Leonor sabía que no quería hacer esta pregunta:

– ¿Será capaz el emperador de poner en libertad a Ricardo? Tal vez lo haga si se le hace ver que le conviene hacerlo. Por mucho que deteste a mi hijo, ambiciona el dinero más que la venganza. El mayor peligro que veo es que el rey francés puede ofrecer también una suma por Ricardo. Si termina en un calabozo francés, no volverá a ver de nuevo la luz del sol, por mucho que se ofrezca por su rescate. Felipe y Ricardo fueron amigos una vez, pero se pelearon encarnizadamente durante la Cruzada y desde el regreso de Felipe a París, ha hecho todo lo que ha estado en su mano para atormentar a Ricardo, engañando a…

Se interrumpió tan de improviso que Justino pudo adivinar lo que la reina no quería pronunciar: el nombre de su hijo Juan, que según los rumores se había confabulado con Felipe durante el último año, en un complot para invalidar el derecho de Ricardo al trono. Por todo esto le pareció sorprendente a Justino que una reina afectada por problemas semejantes prestara tanta atención al asesinato de un orfebre de Winchester. Deseando poder consolarla mejor, le dijo:

– Rezaré por la pronta liberación del rey, señora.

– Hazlo -replicó ella-, porque va a necesitar nuestras oraciones. Pero haz más que eso. Cuida de tu persona en Winchester, Justino de Quincy. Guárdate las espaldas.

– Lo haré… -Y sus palabras tranquilizadoras se fueron apagando al darse cuenta del significado de lo que la reina acababa de decir-. No tengo derecho a ese nombre, señora. Mi padre se sentiría ultrajado si supiera que yo lo utilizo.

– Sí -asintió Leonor-, ciertamente así es… -y cuando sonrió, no era la sonrisa de una venerable reina viuda, sino la sonrisa de la rebelde real que había sido siempre, un espíritu libre que se había atrevido a desafiar a la convención, a los maridos y a la Iglesia, iluminando su camino con un valor despreocupado y un encanto caprichoso y seductor.

Justino no ofreció la menor resistencia: fue una entrega incondicional. En aquel momento él pasó a engrosar las filas de todos los que habían sucumbido al hechizo de Leonor de Aquitania.

– No os defraudaré, señora -prometió de modo temerario-. Os encontraré a los asesinos de Gervase Fitz Randolph, eso lo juro por mi alma.

3. WINCHESTER

Enero de 1193

Una oleada de frío continuó barriendo implacable los caminos dejándolos desiertos. El cielo permanecía despejado y Justino viajaba cuando podía a uña de caballo. Al atardecer del cuarto día de su salida de Londres, aparecieron ante su vista las murallas de Winchester.

Empleó estos días en el camino en planear una estrategia. Tenía la intención de buscar al justicia municipal y a la familia Fitz Randolph. Si la reina Leonor tenía razón -y sospechaba que la tenía con frecuencia-, la familia del orfebre asesinado lo recibiría con los brazos abiertos. Pero entonces ¿qué? Tal vez el justicia hubiera apresado ya a los bandidos, aunque sabía que esto era una quimera. Y en caso de que así fuera, de que encontrara a los hombres encadenados en las mazmorras del castillo de Winchester, ¿cómo averiguar la verdad acerca de lo que aconteció en la emboscada? ¿Eran asesinos a sueldo o simplemente bandidos en busca de una buena presa? Si habían estado realmente esperando a Gervase, ¿quién los había pagado? Y ¿por qué? ¿Era por las cartas a la reina manchadas de sangre? ¿O sólo por razones que él desconocía completamente? ¿Había sido asesinado el orfebre por los enemigos del rey Ricardo o tenía él sus propios enemigos?

Cuanto más trataba Justino de desentrañar el asunto, más se desanimaba. Se hacía muchas preguntas, pero las respuestas eran escasas. No obstante, y a pesar de las enormes proporciones de su tarea, tenía que intentarlo. Le debía a la reina lo mejor de sus esfuerzos. También se lo debía a Gervase. Nunca había visto morir a un hombre y Dios mediante no lo volvería a ver. Presenciar la muerte del orfebre no había sido agradable: se había ahogado en su propia sangre. Entró en la ciudad por la Puerta Oriental, Justino paró a un fraile que pasaba por su lado.

– Hermano, por favor, un momento. ¿Me podéis decir dónde está la tienda de Gervase Fitz Randolph, el orfebre?

El hombre frunció el ceño.

– ¿Eres amigo del maestro Gervase? -Cuando Justino negó con un gesto de cabeza, el rostro del hombre se relajó-. Más vale así. El maestro Gervase ha muerto. Que Dios lo haya perdonado. Fue vilmente asesinado hace diez días.

– Sí, eso ya lo sé. ¿Han cogido a los asesinos?

– El justicia está en la parte occidental del condado. Dudo que lo sepa todavía.

– ¿Es que no han investigado todavía nada? Porque cuando vuelva el justicia el rastro que dejaron estará más helado que el propio hielo.

– Se comunicó el asesinato al ayudante del justicia municipal, Luke de Marston. Me consta que ha estado ocupándose de ello.

Tranquilizado en cierto modo, Justino preguntó dónde podía encontrar al susodicho Luke de Marston y recibió la respuesta de que se encontraba en Southampton y no se esperaba su regreso hasta el día siguiente. Las autoridades locales no parecían enardecidas por el celo de resolver el misterio del asesinato del orfebre. Justino se podía imaginar sus respuestas: expresiones de pesar, después un encogerse de hombros, unos cuantos comentarios superficiales acerca de los bandidos y los peligros de los caminos. Sintió súbitamente que le ardía la sangre. Gervase se merecía más que esta indiferencia oficial.

– ¿La tienda del orfebre? -le recordó al monje, y recibió una respuesta sorprendente.

– ¿Es la tienda lo que deseas, amigo, o la vivienda familiar?

La mayoría de los artesanos vivían encima de sus tiendas. Gervase debía de haber sido hombre de buena posición al poder mantener una residencia aparte. Justino titubeó. Era muy probable que el orfebre tuviera empleados; al menos un aprendiz o un oficial. Pero aunque la tienda estuviera abierta, era a la familia a quien necesitaba ver.

– Su casa -contestó, y el fraile le dio una dirección detallada, al sur de Cheapside, en Calpe Street, pasada la iglesia de Santo Tomás.

La casa de los Fitz Randolph estaba algo apartada de la calle, era un edificio de madera, de dos pisos, de grandes dimensiones, pintada en colores vivos, y bien conservada. Había una prueba más de la prosperidad de Gervase: de puertas adentro su propio establo, un gallinero y un pozo con una polea. Justino conocía ya que a Gervase le habían ido muy bien sus negocios; en el curso de aquel triste viaje a Alresford con el cadáver del orfebre, Edwin, el criado, le había confiado que Gervase acababa de entregar un báculo de plata dorada y un cáliz esmaltado al arzobispo de Ruán. Pero hasta para un hombre que contaba entre sus clientes a un arzobispo, esta casa era un derroche de lujo. Contemplando el Edén privado de Gervase, ganado a fuerza de trabajo, Justino sintió una sensación de tristeza y una gran compasión por el hombre que lo había tenido todo (familia, un oficio respetable, una cómoda mansión) para perderlo en un instante al golpe de la daga de un maldito bandolero. ¿Dónde estaba la justicia?