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No obstante, empezó a preguntarse a sí mismo si la manera tan lujosa de vivir de Gervase no habría sido en parte responsable de su muerte. Un hombre tan pródigo en sus gastos debía de haberse metido en alguna que otra deuda y esto podía haber acabado en un final desgraciado o haber suscitado envidia en los corazones de los vecinos menos afortunados. ¿Le habría molestado a alguien la evidente prosperidad de Gervase hasta el punto de deshacerse de él?

– ¿Será posible? -Edwin, que salía del establo, se quedó con la boca abierta mirando a Justino-. ¡Por los clavos de Cristo, si sois vos! -y acercándose a grandes zancadas, le alargó la mano para ayudarle a desmontar-. Nunca creí que os volvería a ver. Pero podéis estar seguro de que os recordaré en mis oraciones para el resto de mis días.

– Yo acepto las oraciones vengan de donde vengan -replicó Justino sonriendo-. Pero tú no me debes nada.

– Sólo mi vida -Edwin no era tan alto como Justino, pero sí más robusto, tan fornido como Justino era esbelto. Tenía el cabello y la barba más bermejos que Justino hubiera visto jamás, de un color más brillante que la sangre, una piel muy pálida que debía de quemarse fácilmente bajo el sol del verano, pero sin la acostumbrada cosecha de pecas que suele encontrarse en la cara de un pelirrojo. Su sonrisa era atractiva, dejando ver un diente torcido y un enorme acopio de generosidad-. Si no hubiera sido por vos aquellos hijos del diablo me habrían degollado, de eso no me cabe la menor duda. Tengo que haceros una especie de confesión, algo que os dará la impresión de que soy un auténtico cretino. Estoy seguro de que me dijisteis vuestro nombre, pero estaba tan alterado que ni por la salvación de mi alma pude recordarlo después.

– Eso tiene fácil remedio. Soy Justino de Quincy. -Era la primera vez que Justino pronunciaba este nombre en voz alta. Le gustaba cómo sonaba. Le parecía al mismo tiempo una afirmación de identidad y un acto de desafío.

La sonrisa del joven criado se ensanchó.

– Yo soy Edwin, hijo de Cuthbert, el arriero. Bienvenido a Winchester, señor De Quincy. ¿Qué os trae por aquí?

– Tenía asuntos que solventar en Londres, pero una vez resueltos, me encontré dándole vueltas al asunto del asesinato. Yo me encargaré de poner a esos forajidos ante la justicia y espero ayudar al justicia local en su persecución, porque les vi los rostros perfectamente.

– Mejor que yo -asintió Edwin-. ¡Lo único que vi fue la tierra apresurándose a recibirme! No he logrado comprender aún cómo nos robaron los caballos con tanta facilidad… Pero no importa. Estoy encantado de que hayáis vuelto y sé que la señora Ella lo estará también.

Justino dedujo que la señora Ella era la viuda de Gervase.

– Me gustaría presentarle mis respetos -dijo, y cuando Edwin asintió con un gesto de cabeza, estuvo seguro de su identidad.

– Ciertamente -dijo-, pero no está ahora en casa; volverá más tarde. Mientras esperáis, ¿por qué no me permitís que os lleve a la tienda? El hijo del señor Gervase no tardará en llegar.

Justino aceptó encantado el ofrecimiento.

– ¿Y mi caballo?¿Hay sitio en el establo para él?

– Lo puedo llevar al pesebre de Quicksilver. ¿Os acordáis del semental del señor Gervase, el que robaron los bandidos?

Justino se acordaba.

– El ruano de color pálido, ¿no es eso? Un hermoso ejemplar.

– Una joya poco frecuente, -suspiró Edwin-, Lo echo muchísimo de menos porque el señor Gervase me dejaba que lo montara los días que él no podía. Ese caballo era más veloz que el viento, bien lo sabe Dios. Era un espectáculo digno de verse, con esa cola de plata que ondeaba como un estandarte en una batalla y sus cascos apenas rozando el suelo.

Justino se contagió del entusiasmo del criado porque él también estaba orgulloso de Copper. Pero cuando Edwin se jactó de que Gervase había pagado diez marcos por el semental, a Justino se le escapó un silbido de admiración, porque era una prueba más de la opulenta manera de vivir de Gervase. ¿Era ésta una señal de que el orfebre había sido un derrochador? ¿Podría haber estado pidiendo dinero a los prestamistas del lugar? Anotando mentalmente en su cerebro que debía tratar de averiguar algo más acerca de las finanzas del hombre asesinado, Justino siguió a Edwin al establo.

Poco después estaban los dos caminando a buen paso Calpe Street arriba. Extrovertido y exuberante, el joven criado se prestó a darle a Justino información acerca de Gervase Fitz Randolph y su familia. Cuando llegaron a High Street, Justino se había enterado de que Gervase había metido en el negocio a Guy, su hermano menor, y de que habían empleado a un oficial, Miles, que carecía de los fondos necesarios para establecerse como artesano, una vez terminado su período de aprendizaje, y de que su hijo Tomás estaba ahora trabajando como aprendiz, aunque no por elección propia.

– Tomás nunca tuvo interés por el trabajo de orfebrería -explicó Edwin-, pero era deseo del señor Gervase que aprendiera el oficio.

– ¿Están en la tienda tío y sobrino?

Edwin meneó la cabeza.

– El señor Guy está en casa. No se ha encontrado bien en toda la semana y ha permanecido en cama con fuertes dolores de cabeza. Yo opino que el dolor de los pasados acontecimientos es la causa de su enfermedad.

– ¿Quieres decir con eso que los hermanos estaban muy unidos?

– No… -Edwin frunció el entrecejo-. Si he de decir la verdad, estaban siempre como perro y gato. Pero creo que el señor Guy es el que está llevando peor la muerte de su hermano.

– Tal vez se sienta culpable -dijo Justino, como sin darle importancia, pero las palabras le dejaron un regusto amargo en la boca. No se había dado cuenta de que para encontrar un asesino tenía que vadear el río del dolor de otras personas.

Decidió dejar de lado la cuestión del asesinato, aunque sólo fuera por un breve espacio de tiempo y buscó un tópico más inocuo. Edwin y Cuthbert, dos nombres sajones. Muchas personas de origen sajón adoptaban nombres de moda normandos y franceses, pero era raro encontrarse con que normandos o franceses adoptasen nombres sajones. Y por muy práctico que fuera el francés de Edwin, estaba claro que no era su lengua propia, como sí lo era para Justino.

Había crecido en las Marcas, donde Justino aprendió a hablar ambas lenguas y hasta un poco de galés. Nunca se le había ocurrido pensar en las barreras lingüísticas que separan a los sajones y a los normandos, simplemente las había aceptado como un hecho oneroso. El francés era la lengua de la corte real, la lengua del progreso, de la ambición y de la cultura; el inglés, la lengua de los conquistados. Sin embargo, pervivía aún, más de cien años después de que Inglaterra hubiera caído bajo el dominio del duque de Normandía, William de Bastard. Los sajones se aferraron tenazmente a su propia lengua y cada uno tenía la suya. Justino dudaba de que el rey Ricardo hablara inglés. Pero estaba seguro de que Gervase conocía bien la lengua sajona: el comercio y la conveniencia lo exigían.