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– Hablas bien el francés -le dijo a Edwin-, mucho mejor que yo el inglés.

Edwin pareció tan satisfecho que Justino adivinó que no recibía halagos con frecuencia.

– He estado trabajando para el señor Gervase casi cinco años -dijo-, desde que yo tenía catorce. El señor Tomás con la misma edad que yo, accedió a ayudarme en mi aprendizaje del francés. A Tomás le gusta instruir a los demás -añadió, con suficiente ironía como para despertar repentinamente la curiosidad sobre el hijo del orfebre.

– ¿Qué tipo de amo era Gervase, Edwin?

– Yo no tuve nunca quejas. Podía ser a veces duro, pero era siempre justo. Era un esmerado orfebre y lo sabía; no había en ello orgullo injustificado. Ambicioso, aficionado a sus comodidades y generoso en extremo. Y no solamente para sus propias necesidades. No les negaba a las señoras Ella y a Jonet absolutamente nada; vestían como damas de calidad. No pasaba nunca al lado de un mendigo sin echarle una moneda y daba limosnas todos los domingos en la iglesia. Pero no era persona dispuesta a escuchar a los demás. Estaba seguro de que su manera de pensar y de actuar era la mejor. Incapaz de transigir. Me imagino que habéis conocido a hombres así, ¿me equivoco?

– No te equivocas, sí los he conocido -contestó Justino lacónicamente, tratando de no pensar en su padre-. ¿Quién es Jonet?

– Su hija. Tenían dos hijos, Tomás y Jonet. Uno más que se le murió en la cuna y dos que nacieron muertos, así que adoraban a los dos que les quedaban. El señor Gervase se hacía grandes ilusiones respecto a ellos. Tomás seguiría la carrera de su padre y Jonet se casaría con un barón. Esos eran los sueños del señor Gervase. No parece justo que dos patanes mal nacidos pudieran terminar con todo eso.

– No -asintió Justino-, no lo parece. -Estaban acercándose a un mendigo, tullido él, que se movía gracias a unas ruedas aplicadas a una pequeña plataforma de madera. Abriendo su bolsa, Justino dejó caer varias monedas en la bacineta que llevaba el hombre y recibió como respuesta un «¡Dios os bendiga! por vuestra generosidad»-. ¿Cómo es que Gervase buscaba un barón para su hija? No me pare ce que eso fuera muy probable. La dote tendría que ser inmensa para tentar a un lord a casarse con una dama de clase social inferior a la suya.

– No habéis visto aún a la señorita Jonet.

– ¿Tan bella es? -y dejó escapar una sonrisa ligeramente escéptica.

– Más bella que los mismísimos ángeles de Dios -dijo Edwin sin mostrar ningún entusiasmo, y Justino le dirigió una mirada de curiosidad. ¿Era que a Edwin no le gustaba Jonet o que le gustaba demasiado?

– Ahí está -dijo Edwin, señalando Alwarne Street. Al ir acercándose, Justino reconoció el burdo unicornio tallado en la madera que colgaba de la pared, el símbolo universal de los orfebres-. Espero que Tomás haya vuelto de comer.

– ¿Tarda dos horas en comer? -Tomás estaba empezando a parecerle algo así como los jóvenes mal criados de la pequeña nobleza, a los que Justino había conocido cuando estaba al servicio de lord Fitz Alan; jóvenes de buenas familias más interesados en jugar a los dados o en ir de putas que en aprender los deberes del caballero-. Así que a Tomás le gusta visitar las tabernas y las casas de mala fama, ¿no es eso?

– ¿A Tomás? -rió Edwin-, ¡Habría que verlo!

Justino quería hacer más preguntas acerca del misterioso Tomás, pero lo pensó mejor. Había tenido suerte en encontrar tal fuente de información en Edwin y no quería arriesgarse a emponzoñar el pozo por insistir demasiado. Tampoco se sentía a gusto después de haber empezado este interrogatorio que él no había provocado. Con buenas o malas artes, tenía la impresión de que, en cierto modo, se estaba aprovechando de la confianza de Edwin.

– ¿Cómo sabes tanto de los secretos de la familia? -dijo bromeando-. ¿Trabajas de adivino en tu tiempo libre?

– No, simplemente me he hecho amigo del cocinero -dijo Edwin sonriendo-. Me guarda galletas y tartas de médula, pero también me sirve con creces el cotilleo de la familia. ¡Que Dios la proteja, porque los cocineros siempre saben lo que cada familia calla!

El rostro de Justino se ensombreció, al no poder evitar el recuerdo de otro cocinero dado al cotilleo, al de la rectoría de Shrewsbury, observando cómo un sacerdote seducía a una inocente. Tratando de olvidar estos malos recuerdos, quiso decir otra cosa. Pero no hubo necesidad de disimular. Habían llegado a la tienda del orfebre.

Persianas que se abrían hacia arriba y hacia abajo protegían la tienda de noche. Durante el día la parte superior de la persiana se levantaba, haciendo de baldaquín para proteger a los parroquianos, mientras que la parte inferior se extendía en dirección a la calle, sirviendo como mostrador o escaparate. Dentro había un cuarto pequeño, iluminado con candiles de aceite. Justino pudo distinguir los contornos de un banco de trabajo, un tas y una mesa cubierta de arcilla; había visto trabajar a otros orfebres y sabía que la arcilla se utilizaba para hacer diseños. No se veía a nadie en el aposento.

Apoyándose en el mostrador, Edwin escudriñó en la penumbra del local.

– ¿Dónde demonios están éstos? Es más que probable que Tomás haya sentido el capricho de darse una vuelta; bien sabe Dios que lo hace con frecuencia. Pero ¿y Miles? Mirad esas amatistas y esas ágatas veteadas de tonos oscuros, dispersas sobre el banco de trabajo. Cualquier ladrón salta sobre el mostrador, coge un puñado y se larga en un santiamén. No me gusta esto, señor Justino -murmuró-, no me gusta nada…

Tampoco le gustaba a Justino. Era sabido de todos que los orfebres tienen siempre a mano la plata, las piedras preciosas e incluso una pequeña cantidad de oro. ¿Habían vuelto al ataque los asesinos de Gervase?

– ¿Adonde da esa puerta, Edwin? ¿Podemos entrar por aquí?

– Hay otro cuarto más, en el que el maestro Gervase guarda, guardaba quiero decir, su fragua, sus fuelles y sus yunques más pesados. Miles duerme ahí por la noche. Hay una puerta que da al callejón, pero está cerrada con llave y yo no la tengo.

Y dicho esto, Edwin hizo una cabriola y saltó sobre el mostrador. Justino le siguió con la velocidad del rayo. Un brasero de carbón ardía en un rincón; en el suelo de estera, un martillo, como si lo hubieran dejado apresuradamente; alguien había dejado en el banco una bandeja de madera con un trozo de queso de cabra a medio comer y los restos de un cantero de pan. Justino y Edwin intercambiaron sus miradas inquietas. ¿Qué había pasado allí? Tenían los nervios tensos y ambos dieron un salto al oír un gemido en la habitación interior. Justino se ajustó de nuevo su capa y agarró la empuñadura de su espada. Edwin no llevaba armas, pero se agachó y cogió un martillo. Comunicándose con gestos y movimientos de cabeza, avanzaron a hurtadillas y llegaron a la puerta al mismo tiempo. Justino le dio una patada al pestillo y Edwin empujó con su hombro musculoso la vieja puerta de madera.

Se encontraba en mejores condiciones de lo que ellos creían. De estar cerrada con pestillo, no habría cedido. Por eso se abrió con estrépito a consecuencia del empujón. Justino perdió una de sus botas en el suelo de estera y estuvo a punto de perder el equilibrio, mientras que el furioso empuje de Edwin lo lanzó al cuarto de cabeza. Justino oyó simultáneamente un grito de mujer, un juramento ininteligible y un fuerte estruendo. Desenvainando la espada, se lanzó como una flecha pero inmediatamente se paró atónito ante el espectáculo que se ofreció a sus ojos.

Edwin se quedó a gatas, con una expresión de muda consternación retratada en el rostro ante aquel espectáculo: Un hombre de cabello rubio, sentado a horcajadas sobre el banco de trabajo, acalorado, desmelenado y con los ojos abiertos como platos, sostenía en su regazo una hermosa visión. El cabello de la dama de color rubio platino, un tanto revuelto entre horquillas y alfileres, destacaba en un desorden centelleante. La ropa estaba en igual estado de desorden. El corpiño, desatado, mostraba a los ojos de Justino el espectáculo provocativo de su escote, cada vez que exhalaba un suspiro, y sus faldas levantadas mostraban unas piernas bien formadas. Con unos ojos más azules que la flor del aciano y un cutis más blanco que los lirios de la Madona, era una visión surgida misteriosamente de la canción de un trovador, tan perfectamente encarnaba el ideal de belleza femenina de la época. Pero esa visión duró tan sólo el tiempo que tardó en saltar de las rodillas de su amante al suelo.