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– ¡Tú, mal nacido, estúpido, maldito…! -Farfullaba de rabia, y a punto estuvo de ahogarse al tratar de dar salida a su incontrolable indignación-. ¿Cómo te atreves a espiarme? ¡Ya me encargaré yo de que te despidan, te juro que lo haré!

– ¡Eso no es justo, señora Jonet! Temía que pasara algo…

– ¡Algo pasa, ciertamente! ¡Mira que entrar a hurtadillas, husmeando en mi vida privada! Ya no tengo más que decir porque estoy harta…

También estaba harto Justino y envainando, dijo fríamente:

– Si tenéis un motivo de queja, demoiselle, que sea conmigo, no con Edwin. Fui yo quien le dije que echara abajo la puerta.

La enojada diatriba de la muchacha quedó súbitamente convertida en una expresión de asombro.

– ¡Oh! -Su linda boca permaneció a medio cerrar y sus ojos azules se abrieron de par en par al ver la espada colgando del cinto de Justino, el porte del mozo, el deliberado uso de demoiselle, todo pruebas inequívocas de su rango social.

Aprovechándose de su momentánea consternación, Edwin se puso de pie.

– Señorita Jonet, tengo el placer de presentarle a Justino de Quincy. -Hizo una pausa antes de añadir con maliciosa satisfacción-: Es el hombre que trató de salvar a vuestro padre de aquellos forajidos.

– ¡Oh! -dijo de nuevo, esta vez con un tono de voz suave y trémulo que expresaba pesadumbre. Ruborizándose ante la presencia de Justino, como no lo había hecho con Edwin, se ajustó precipitadamente el corpiño y Justino hizo todo lo que pudo para acrecentar su bochorno al dar un paso adelante y besarle la mano de la manera más cortés. Justino sospechó que no se sentiría con frecuencia tan cohibida: cualquier muchacha con la apariencia física de Jonet habría aprendido a sacar el mayor partido de sus dones. Así que disfrutando de su turbación tanto como estaba disfrutando Edwin, añadió:

– Temíamos que hubiera ocurrido algo, al ver la puerta de la tienda abierta y nadie en ella… Lamento profundamente haber llegado a una conclusión equivocada.

Jonet se sonrojó aún más. Se inclinó para recoger su velo caído entre las pajas del suelo, y se justificó diciendo:

– Me detuve aquí un momento a ver a Tomás. Conocéis a mi hermano, ¿verdad? Lo cierto es que no puede ser más irresponsable. Se marchó por las buenas dejando a Miles con órdenes de terminar las reparaciones y atender a los parroquianos.

Justino tuvo la diabólica idea de hacer notar que Jonet había hecho lo imposible para compensar a Miles por este trabajo, pero no cayó en la tentación. A lo que no pudo resistirse fue a mirar al oficial. Calculó que tendría poco más de veinte años, era un muchacho bien parecido, aunque de aspecto tímido e insulso y, al parecer, seguro de sí mismo, porque quedó impertérrito ante este súbito descubrimiento de su relación amorosa con la hija de su patrono. Apartándose de la frente un rizo rebelde, dijo afable:

– Tom ha sido siempre un poco irresponsable, pero es un buen chico. A mí no me importa echarle una mano.

Justino estaba seguro de que nadie llamaba al aprendiz ausente «Tom», sino Miles. Ni tenía la menor duda de que si entablaba amistad con el susodicho oficial, su nombre se cambiaría pronto en «Jus».

– Creo que esto os pertenece -dijo Justino inclinándose y cogiendo una pata de conejo de la estera que cubría el suelo. Sabía que los orfebres las utilizan para bruñir la plata y el oro, pero por la manera en que Jonet volvió a sonrojarse, sacó la consecuencia de que la habían utilizado de manera más imaginativa-. Bueno, ya hemos tenido bastantes contratiempos -sentenció, pero Jonet se apresuró a contradecirle.

– Nadie merece una bienvenida más cálida que el señor De Quincy -insistió, dedicándole toda la intensidad de su coqueta sonrisa-. Sé que mi madre querrá que cenéis con nosotros. Nuestro criado os llevará a nuestra casa. Confío en que puedas hacer eso, Edwin, sin ningún percance.

Edwin no se atrevió a echar en saco roto estas palabras, pero tampoco pudo dar su conformidad, humillado como estaba, y murmuró algo que lo mismo podía ser de asentimiento que de negación. Justino se inclinó de nuevo sobre la mano de Jonet, esta vez procurando que el gesto fuera más mecánico que galante. Jonet se dio cuenta de que había hecho algo que mereció su desaprobación, pero no sabía en qué podía haberle ofendido.

– Esperad -exclamó cuando Justino se volvió para marcharse-. No quiero que interpretéis mal mis motivos, señor De Quincy. Miles y yo… estamos comprometidos en matrimonio.

Era evidente que ésta era la primera vez que Edwin oía una noticia semejante porque le dirigió a Jonet una mirada de sorpresa que en otras circunstancias hubiera sido cómica. Se hizo un silencio embarazoso, interrumpido finalmente por Justino.

– Os deseo lo mejor -dijo cortésmente. Era una reacción poco expresiva, pero pareció satisfacer a Jonet y a Miles. Le siguieron a la puerta de la calle sonriendo.

Justino y Edwin anduvieron durante un tiempo sin decir palabra, evitando tropezar con un ganso que caminaba graznando, y con un cerdo que hozaba en un montón de basura.

– Bueno, tal vez tenga el rostro de uno de los ángeles de Dios, pero tiene el genio del mismísimo diablo -bromeó Justino.

Edwin le rió la gracia, sin muchas ganas.

– No sabéis de ella la mitad de la mitad. No hay manera de agradarla. ¡Le puedes regalar la corona de Leonor y se quejará de que no le cae bien!

– ¿Tengo razón al sospechar que el maestro Gervase no sabía nada de este compromiso matrimonial?

– ¿De su adorada hija y su empleado? Ni lo sabía ni lo hubiera consentido, ¡vamos! -exclamó Edwin, acompañando sus palabras con una sonora carcajada.

– ¿Estás seguro de que no lo sabía, Edwin?

– Miles es todavía un empleado, ¿no es cierto? ¿Qué más prueba necesitáis? Como ya os dije, el señor Gervase había puesto todo su corazón en cazar un marido noble para su niña. Sir Hamon de Harcourt era el primer candidato, pese a tener cincuenta años, si no más, mucha tripa y ser más calvo que un cascarón, pero posee una magnifica mansión en las afueras de Salisbury, otra en Wilton y una propiedad de alquiler aquí en Winchester, según dice Berta la cocinera. Es verdad que sir Hamon tiene hijos ya mayores que se oponen a su matrimonio con la hija de un artesano, aunque trajera una buena dote. Así que creo que el matrimonio hubiera tenido lugar. ¡Por mil diablos y todas las Furias, si no podía mirar a Jonet sin que se le cayera la baba! ¿Creéis que el señor Gervase despreciaría a un barón por un advenedizo que duerme en su tienda?

Justino tenía la respuesta que necesitaba, aunque no fuera la que quería. Nunca esperaba encontrar en su propia casa las claves que explicaran el asesinato de Gervase.

Y sin embargo no podía negar que Jonet y Miles tenían una razón convincente para cometerlo.

Habían doblado la esquina para entrar en Calpe Street cuando Edwin exhaló una súbita exclamación.

– Mirad un poco hacia adelante, ¡esas son la señora Ella y Edith! -dijo y apresuró el paso, de modo que Justino tuvo que avivar el suyo para seguirle. Al oír unos pasos apresurados detrás de ella, Ella Fitz Randolph miró hacia atrás. Al ver a su criado, se paró y esperó a que los dos les dieran alcance.

Justino se había imaginado a la viuda de Gervase como una venerable matrona, dando por sentado que una larga vida de esposa y madre la habrían convertido en una mujer entrada en carnes, de aspecto agradable y acogedora en sus modales. Si lo hubiera pensado bien, se habría dado cuenta del error de sus suposiciones porque la reina Leonor era también esposa y madre y tenía un aspecto de tan buen ver y juvenil como el de Cleopatra. No se daba cuenta de cómo su limitada experiencia de la maternidad le había desorientado hasta que se encontró cara a cara con Ella Fitz Randolph.