– Fui a la tienda esta tarde para verte, Tomás, y me sorprendió el que te hubieras ido ya. Esperé mucho rato pero no volviste. ¿Dónde habías ido?
– ¡Oh, Tomás! -Ella se quedó mirando a su hijo sorprendida-. ¿Cómo puedes eludir así tus responsabilidades cuando tu pobre padre lleva sólo diez días muerto? Yo necesito contar contigo ahora más que nunca. Miles no puede encargarse de todo él solo, así que…
– ¿Por qué no? -saltó Jonet saliendo lealmente, pero no precipitadamente, en defensa de su amante-. Miles es muy hábil en su oficio. Hasta nuestro padre estaba satisfecho de su trabajo y ¡bien sabéis lo exigente que llegaba a ser!
– Yo no estaba criticando a Miles, Jonet. Sé que es un buen orfebre, pero no es un miembro de la familia, querida hija. Eso es lo que quería decir.
– ¿Desde cuándo hablas con tanto entusiasmo de personas a las que pagamos un salario? -preguntó Tomás maliciosamente-. Nunca te he oído alabar las natillas que hace Berta o decirle a Edwin lo bien que cuida los caballos.
Jonet se traicionó a sí misma con un sonrojo inoportuno, pero afortunadamente para ella, su madre estaba acostumbrada a oírlos pelearse y no hizo el menor caso. Paseando su mirada de un rostro a otro, Justino sacó la consecuencia de que Guy estaba enterado de la relación entre Miles y Jonet. Pero dudaba que lo estuviera Tomás, porque estaba demasiado absorto en sí mismo para descubrir los secretos de los demás; su broma había sido una pulla lanzada al azar. Jonet había llegado a la misma conclusión; su sonrojo iba disminuyendo. Por unos instantes pareció que el resto de la cena iba a transcurrir en paz.
Guy se frotaba sus sienes doloridas sin dejar de mirar a su sobrino con mal disimulada desaprobación.
– Bueno, vamos a ver, Tomás, ¿dónde estabas esta tarde?
Tomás dejó en la mesa su copa de vino y, mirando primero a su madre y después a su tío, dijo:
– Tenía la intención de esperar, pero creo que es mejor contároslo aquí y ahora. Fui a la abadía de Hyde a ver al abad Juan.
Justino pensó que, tratándose de excusas, ésta era una muy buena, una razón mucho más respetable para faltar a tu obligación que detenerte en la taberna más cercana. Por lo tanto, no comprendió por qué Ella y Guy estaban tan afectados y Jonet tan contenta.
– ¡Tomás! -La voz de Jonet sonó acongojada-. Decidimos no hablar más de esto…
– ¡Nuestro padre y tú lo decidisteis, no yo! He tenido una franca conversación con el padre abad y ha decidido aceptarme como novicio en la orden benedictina, con la intención de hacer los votos una vez que haya demostrado que merezco hacerlos.
– ¡El deseo más ferviente de tu padre era que te hicieras orfebre!
– ¿Qué es el deseo de mi padre comparado con la voluntad de Dios?
– ¡No tienes derecho a hacer esto!
– Estoy haciendo lo que me pide Dios Todopoderoso, tío Guy. Y no permitiré que ni mi madre ni tú me lo impidáis, como lo hizo mi padre, ¡eso lo juro por la Sagrada Cruz de Cristo!
Justino separó su banco de la mesa. Descortesía sería dejar la mesa a mitad de la comida, pero peor sería quedarse prestando oídos, aun involuntariamente, a este conflicto familiar.
– Mi caballo se clavó un guijarro en el camino -dijo-, y tengo que asegurarme de que el casco no esté herido, -y murmurando lo que se le vino a la cabeza, se levantó de la mesa.
Nadie se dio cuenta de su marcha. Apenas había llegado a la puerta, y el comedor hervía ya de agitación: Guy y Tomás intercambiaban acaloradas acusaciones, Ella se enjugaba las lágrimas con una servilleta, la mujer de Guy miraba alternativamente el rostro pálido como la cera de su marido y al bebé que berreaba ahora en su cuna. Berta y Edith acudieron alarmadas por el griterío. Sólo Jonet permanecía serena. Con los codos apoyados en la mesa, la barbilla descansando sobre sus dedos entrelazados y el levísimo esbozo de una sonrisa, observaba con vivo interés.
El firmamento estaba cubierto de estrellas, pero las ráfagas de viento helado hicieron que Justino buscara apresuradamente el refugio del establo. Dentro de él, una mecha flotaba en el aceite de una lámpara, chisporroteando sin cesar. Copper y dos caballos zainos estiraban sus cuellos sobre las puertas de sus compartimientos. Edwin estaba tumbado en una manta puesta sobre las pajas y con una bandeja vacía a su lado.
– ¿Qué os trae por aquí? -preguntó sorprendido.
– Necesito un puerto seguro. ¿Te gustaría enseñarme tu taberna favorita?
Edwin se había puesto ya de pie.
– Está un poco más arriba en el camino. ¡Y ya veréis a Avis, la camarera! Pero ¿de qué huís?
– De una pelea familiar. Tomás acaba de anunciar que quiere meterse monje y no han recibido muy bien la noticia.
– Yo me estaba preguntando cuándo se la daría. ¡No me habría extrañado que se la hubiera dado junto a la tumba abierta de su padre!
– ¿O sea que tú lo sabías?
– ¡Yo y todo Winchester!
En la calle hacía demasiado frío para hablar. El viento empujaba hacia atrás los capuchones de sus capas y pronto empezaron a castañetearles los dientes. Afortunadamente, Edwin no había exagerado la proximidad de la taberna y echaron una carrera para ver quién llegaba antes a la puerta que les hacía señas de que se acercaran. El local estaba abarrotado, el ruido era ensordecedor y la atmósfera, viciada por el humo de la chimenea. Todo le pareció más acogedor a Justino que la espaciosa estancia de los Fitz Randolph.
Con gran consternación de Edwin, Avis se había ido a casa con dolor de muelas. Pero se animó cuando Justino pagó por las dos cervezas y se dispuso a contarle todo lo que sabía sobre el hijo del orfebre y su deseo de hacerse monje negro, que era como llamaban a los benedictinos.
– Tomás nunca ocultó su convencimiento de que Dios le llamaba a su servicio. Estaba decidido a entregarse a la vida religiosa desde que tenía dieciséis años, pero su padre puso muchos obstáculos y no le otorgó su consentimiento. La familia de un barón puede entregarle el hijo más joven a la Iglesia, pero no un artesano que sólo tiene un hijo y heredero. El maestro Gervase esperaba que fuera un capricho de juventud, algo que se le pasaría con el tiempo. Nunca comprendió que Tomás creyera ser uno de los escogidos y que fuera pecado mortal no obedecer a la llamada de Dios.
Cuando Edwin hizo una pausa para echar un trago, Justino la hizo también, sintiendo que necesitaba algo para disipar un estremecimiento que no tenía nada que ver con el frío. ¿Podría el amor de Dios haber obcecado al muchacho hasta cometer un asesinato? Era éste un pensamiento tan irreverente que trató de desecharlo en el acto. Pero no fue tan fácil. El eco de la estridente voz de Tomás resonaba en sus oídos. ¿Qué es el deseo de un padre comparado con la voluntad de Dios?
Haciendo un esfuerzo, desterró estas sospechas de sus pensamientos y las relegó al olvido, para examinarlas a la reconfortante luz del día.
– Dijiste que Gervase y Guy estaban a menudo enfrentados. ¿Por qué, Edwin?, ¿por dinero?
– Sí. -La sonrisa de Edwin era misteriosa-. ¿Cómo lo habéis adivinado?
– Guy se oponía a reservar una gran cantidad para la dote de Jonet. Así que es muy lógico que se opusiera también a los exagerados gastos de Gervase.
– Gastos cuantiosos y muy a menudo. Por supuesto que no le sirvió de nada. A los ojos de Gervase, Guy no dejaba de ser el hermano pequeño. Donde el señor Gervase veía oportunidades, el señor Guy veía riesgos y, por consiguiente, no podían por menos que estar en pugna.
Sobre todo cuando se daba el caso de que cuanto más éxito tenía el señor Gervase, más se disparaban sus sueños. El maestro Guy llegó a acusarle de imitar a los mejores y tratar de vivir como un lord.
– Eso suena más como una simple pelea. ¿Se peleaban así con frecuencia?
– No. Con frecuencia, no. Casi siempre era cuando el señor Gervase cometía algún despilfarro, como cuando compró Quicksilver o le regaló la casita de campo a Aldith o trató de encontrarle a Jonet un marido noble. ¡Y ni que decir tiene que esas peleas eran más acaloradas que el interior del horno de un panadero!