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– ¿Quién es Aldith y por qué le regaló una casita de campo?

– ¿Vos qué creéis? -preguntó Edwin y guiñó el ojo.

– ¿Qué, tenía una prostituta? -gruñó al fin incorporándose de su asiento.

– Depende de a quién se lo preguntéis. Yo la llamaría una concubina, una amiga, tal vez una amante, porque el señor Gervase la quería mucho. Tomás la llamaba una puta y su padre le abofeteó cuando se lo oyó decir. Yo presencié este altercado en el establo. A Tomás le chorreaba la sangre de la nariz y el señor Gervase lo lamentó después y le pidió perdón. Pero Tomás no se lo otorgó y tuvo así un resentimiento más contra su padre.

– ¿Lo sabía la mujer de Gervase?

– ¿Es que creéis que Tomás no hizo lo imposible para que lo supiera? Claro que lo sabía. Habría tenido que estar ciega, sorda y muda para no saberlo, porque este idilio duró nueve o diez años. El señor Gervase no hizo alarde de Aldith, pero ninguno de los dos lo tuvo en secreto. Era bastante frecuente que él me mandara con un recado para ella, y cuando estaba enferma, el señor Gervase hacía que Berta preparara una sopa especial que a Aldith le gustaba mucho. Como veis, era parte de su vida. Por mucho que el sacerdote predicara contra el adulterio en sus sermones dominicales, yo apuesto a que el señor Gervase seguía viendo esta relación como un pecado venial, algo por lo que no merecía la pena molestar al Altísimo.

– No obstante, no debió de ser fácil para la señora Ella. ¿Cómo es, Edwin, la concubina de Gervase?

– ¿Recordáis lo que dicen las Escrituras acerca de Eva cuando tentó a Adán con esa fruta? Pues bien, si Adán hubiera estado en el jardín del Edén con Aldith en lugar de Eva no le habría importado que lo expulsaran del Paraíso con tal de que ella se fuera con él.

Justino sonrió.

– Edwin, pareces totalmente fascinado.

– ¡Vos lo estaríais también si la hubierais visto -dijo Edwin y le devolvió la sonrisa.

– ¿Me puedes decir dónde está su casa de campo?

– Sí, pero ¿por qué?

A Justino no se le ocurrió una razón convincente para justificar su deseo de hablar con la amante de Gervase. Lo mejor que podía decir era una verdad a medias.

– Digamos que Aldith ha suscitado mi curiosidad.

– Eso se le da muy bien a la señora Aldith, el estimular… la curiosidad de un hombre. Os explicaré cómo llegar a la casa. ¡Pero no digáis jamás que yo no os lo he advertido! -declaró Edwin, rompiendo a reír.

Justino hizo una señal para que trajeran más cerveza. Estaba convencido de que Edwin era no sólo una útil fuente de información, sino una compañía entretenida. Pasaron una media hora agradable charlando de unas y otras cosas, pero de pronto el criado empujó de mala gana la mesa para salir de su sitio diciendo que tenía que volver, no fuera que lo echaran de menos. Justino se demoró un poco más para terminar su bebida y pensar acerca de lo que había descubierto ese día.

La verdad es que estaba desalentado por su estancia en la casa de los Fitz Randolph. El orfebre asesinado había sido un hombre decente, temeroso de Dios, tal vez obstinado y contumaz, pero aun así un buen hombre. Marido, padre y hermano, su muerte debía haber dejado un gran vacío en la familia, pero apenas parecía haber hecho mella. Esta no era la forma en que Justino concebía la vida en familia. Para un huérfano eso era el Grial de la leyenda y el mito: un castillo en lo alto de una colina, un refugio seguro contra un mundo hostil. Fue una desilusión ver que en el castillo de Gervase había muchas desavenencias y poca armonía.

Su vaso estaba vacío. Justino se levantó, buscó una moneda y se dirigió a la puerta. El frío le cortó el aliento. A falta de una linterna no tenía más que la luz de las estrellas que le sirvieran de guía. La calle estaba desierta, helada a tramos y con profundas roderas. Cuando de pronto, una forma pálida y fantasmal se atravesó en su camino, él retrocedió súbitamente, pero después sonrió. No era un diablillo de Satán, sino simplemente un gato extraviado. Se dio media vuelta para observar la huida escurridiza del felino y percibió un movimiento borroso detrás de él, que se paró de repente.

El pulso de Justino se volvió a acelerar, esta vez en serio. Frunciendo el ceño escudriñó la calle oscura y silenciosa. Todo parecía normal ahora. La figura encapuchada había desaparecido. ¿Habría conjurado él mismo algún fantasma de ultratumba o eran sólo ilusiones suyas? Le habría gustado creerlo así, pero la razón le decía todo lo contrario. Por breve que hubiera sido su visión, había sido suficiente. Un hombre iba detrás de él, escondiéndose rápidamente en las sombras cuando él se volvía. Justino aflojó lentamente la espada que llevaba al cinto, escudriñando la oscuridad. Pero la noche no le reveló ningún secreto.

A la mañana siguiente Justino acompañó a la familia Fitz Randolph a la iglesia de Todos los Santos, para asistir a una misa de réquiem por el alma del asesinado orfebre. Mediada la tarde fue al castillo. Su visita fue infructuosa. El justicia estaba todavía ausente de la ciudad y a su ayudante, Lucas de Marston, no le esperaban de regreso de Southampton hasta más tarde.

Así que fue a última hora cuando Justino logró finalmente ponerse en camino en busca de Aldith Talbot. Según Edwin, la casa estaba situada en un área abierta cerca de las murallas de la ciudad, no lejos de la puerta del Norte. A medida que oscurecía, los pasos de Justino se aceleraron, porque el recuerdo de la última noche era todavía demasiado vivido y le inquietaba. ¿De verdad le había perseguido alguien? ¿O había sido producto de su imaginación? La lógica estaba a favor de esto último, pero un instinto, más fuerte que la razón, le decía que el peligro había sido real y la luz del día no consiguió disipar esta certeza.

Anochecía cuando vislumbró la casa y una delgada columna de pálido humo que salía en espiral de su tejado de paja. La luz se filtraba por las rendijas de las lamas de las persianas de madera. Era una casa pequeña pero bien cuidada, con sus paredes recientemente encaladas. Vaciló al acercarse a la puerta porque no había pensado aún en una excusa que explicara su presencia allí. Esperando que la inspiración surgiera en el último momento, extendió el brazo hasta tocar el aldabón de metal de la puerta. Se oyó un estruendo dentro, un ladrido tan atronador que le hizo estremecerse. ¿Qué tenía allí dentro, una jauría de perros?

Al abrirse la puerta, la luz se disipó. La mujer estaba en sombras y no se percibían sus rasgos. Lo que atrajo la atención de Justino fue el perro, más negro que el carbón, el mastín más grande que Justino había visto jamás. Afortunadamente, su ama parecía tenerlo bien sujeto por el cuello.

– ¿Sí? -Su voz, frágil y apagada para una mujer, con un característico tono ronco, reavivó en Justino el deseo de volverla a oír.

– ¿Señora Talbot? Sé que es un atrevimiento por mi parte presentarme en vuestra casa sin previo aviso. Pero espero que podáis dedicarme unos minutos. Me llamó Justino de Quincy. Estaba con el maestro Gervase Fitz Randolph cuando él murió.

– Entrad.

Cuando abrió un poco más la puerta, Justino se abrió paso cuidadosamente hacia dentro, sin dejar de mirar al mastín.

– No os preocupéis por Jezabel -dijo Aldith, con un tono de ironía-. Ha comido ya.

¿Jezabel? Por lo menos esta mujer tenía sentido del humor. El perro era una prueba más del amor de Gervase, porque estos pura sangre eran escandalosamente caros y los mastines valían su peso en oro.

Cuando la mujer se volvió para cerrar la puerta, Justino echó una curiosa ojeada a la casita. Había una chimenea contra la pared opuesta, una cama con dosel parcialmente oculta por un biombo, un banco de madera tapizado, una mesa de caballete de roble, varios taburetes y arcones y un tapiz tejido en tonos brillantes de color rojo y amarillo. Era una habitación cómoda y no había que esforzarse para imaginarse a Gervase apresurándose a venir aquí después de una discusión con su hermano o una pelea con su hijo.