No se había dado cuenta de que su inspección había sido tan evidente hasta que Aldith murmuró:
– ¿Os habéis fijado en la colcha de la cama forrada de piel?
Justino sonrió, disculpándose.
– Supongo que lo estaba mirando todo con mucho detenimiento, pero…
No pudo continuar porque Aldith Talbot le dejó literalmente sin respiración. No se la podía considerar hermosa en el estricto sentido de la palabra, porque tenía la boca demasiado grande, la barbilla demasiado puntiaguda y los pómulos demasiado anchos. Pero la combinación de todo esto la hacía mágica. Su cabello era abundante, de un color castaño oscuro, sedoso y resplandeciente cuando la luz del fuego de la chimenea lo hería con su brillo. Lo llevaba suelto sobre los hombros, lo cual le confería un impacto erótico, porque las mujeres lo llevaban cubierto en público y suelto solamente en la intimidad de sus hogares. Tenía los ojos almendrados como los de los gatos y de un vibrante color verde azulado. Justino estaba seguro de que una prolongada mirada podría hacer derretirse a los hombres como la cera de una vela ardiendo. ¡No era de sorprender que Gervase la hubiera considerado merecedora de cometer un pecado mortal!
– ¿Habéis terminado, señor De Quincy?
Justino se ruborizó, sintiéndose como un mozalbete imberbe confuso y desorientado al ver por primera vez un fino tobillo de mujer.
– Casi -respondió tímidamente-. Lo único que me falta es tropezar con vuestro perro y derramar vino sobre vuestra falda.
– Tal vez queráis también romper un vaso -sugirió Aldith, pero Justino podía ver la risa centellear en las profundidades de aquellos ojos color turquesa, como la luz del sol en el agua-.Voy a compartir un secreto con vos -añadió ella-. No hay una mujer en este mundo que no estime un halago de vez en cuando y el vuestro ha sido el tributo más halagador de todos: el que se hace involuntariamente.
Cogiéndole del brazo, lo llevó hacia el diván. Pero una vez que estuvieron sentados, Justino percibió un sabroso aroma que procedía de la chimenea, donde un caldero estaba hirviendo sobre una trébede de hierro. Mirando alrededor de la casa, vio por primera vez una mesa y lo que contenía: el mantel blanco, los candelabros de hierro forjado, dos jarras de vino gemelas y unas copas, una hogaza de pan recién hecho, dos fuentes talladas, cucharas y cuchillos esmeradamente colocados.
– Estoy molestando -dijo empezando a levantarse-. Estáis esperando a alguien…
– Sentaos -insistió ella-. Tenemos tiempo de hablar, me gustaría que me contarais cómo murió Gervase. ¿Sufrió mucho?
Era la primera persona que le preguntaba eso.
– Tuvo muchos dolores, señora Talbot, pero no duraron mucho tiempo. La muerte llegó enseguida.
– Gracias le sean dadas al Dios Todopoderoso por ello -dijo tristemente, y, bajo la mirada fija de sus ojos verde-azulados, él le contó cómo había muerto, omitiendo cualquier mención a la carta de la reina y a la propia y precipitada promesa que le hizo al orfebre. Cuando terminó, Aldith exhaló un suspiro, se secó con naturalidad los ojos con la amplia manga de su túnica e insistió en ofrecerle a Justino una copa de vino-. Me alegro mucho de que hayáis venido a verme y hayamos podido tener esta oportunidad de hablar. Yo estoy también encantada de poder daros las gracias, señor De Quincy, por todo lo que hicisteis por Gervase y también por Edwin.
Justino había tenido esta misma conversación una vez con la esposa de Gervase. Pero a ella no se le había ocurrido incluir a Edwin. No había esperado que Aldith fuera tan afectuosa… o tan cándida. No debía abrirles la puerta a desconocidos o aceptar de buena fe lo que se le decía. Logró controlar este incipiente deseo de protección, al menos durante el tiempo que necesitaba para hacerle unas cuantas y bien calculadas preguntas sobre Gervase, preguntas que ella contestó de buena gana.
– Sí -confirmó-, Gervase había ido en viaje de negocios a Ruán. Después de que atracara su barco en Southampton la víspera de la Epifanía, continuó viaje a Winchester. A última hora de la tarde vino a verme para decirme que había regresado y para informarme de que tenía que salir al día siguiente para Londres. Estuvo conmigo una hora más o menos, porque estaba cansado y quería dormir en su propia cama. Esa fue la última vez que le vi, porque no me invitaron a asistir a su entierro.
Gervase me contó muy poco acerca de los asuntos que tenía en Londres. Insinuó que me lo contaría todo a su regreso. Era una gran oportunidad, la más importante que se le había presentado en su vida, me dijo, la posibilidad de granjearse el favor de un rey. Yo no lo comprendí, pero cuando le pregunté lo que quería decir, simplemente se echó a reír y me prometió traerme una chuchería de Londres.
Volvió a suspirar y Justino deliberadamente siguió mirándola fijamente a la cara, no dejando que sus ojos siguieran los movimientos de subida y bajada de sus senos. No debía sentir deseos lujuriosos por una mujer que acababa de perder al ser amado. Pero estaba sentada tan cerca de él que le resultaba muy difícil mantener sus pensamientos alejados de la entrada en territorio prohibido. Su esencia le perfumaba el aliento, su boca parecía tan suave y madura como las fresas del verano. Era demasiado confiada, sin ni siquiera darse cuenta de que la estaban interrogando.
– Pobre Gervase… -Una lágrima le tembló en las pestañas y Justino la contempló involuntariamente fascinado, mientras le bajaba por las mejillas hasta tocar la suave piel de su garganta-. Yo no le amaba -dijo con inesperada candidez-, pero sentía un gran afecto por él. Un afecto sincero. Fue siempre muy bueno conmigo. Merecía una muerte mejor que la que sufrió. Y cuánto peor habría sido si no hubiera sido por vos, señor De Quincy… Justino, si me permites que te llame así. Tú le sostuviste la cabeza contra tu pecho cuando estaba agonizando, tú trataste de aliviar su dolor, tú rezaste con él, y por todo eso, tendrás mi eterna gratitud. -E inclinándose hacia adelante, besó a Justino en la mejilla, un beso leve como una pluma y dulce como la miel. Luego, echándose hacia atrás, se puso a reír y exclamó-: ¡Ah, mira lo que te he hecho, mancharte el rostro con mi pintura de labios! Ven, déjame que te la quite… -y chupándose ligeramente el dedo, tocó las manchas rojizas y empezó a frotarle suavemente. Justino se repetía para sus adentros que ésta era una mujer de moral dudosa, una mujer al menos diez años mayor que él, una mujer de luto… Pero no era ahora su cerebro lo que dirigía sus actos y cuando ella le sonrió, el impulso de besarla era ya irresistible.
Pero Justino no iba a llegar a saber nunca si iba o no a sucumbir a la tentación. No hubo ningún aviso previo. No oyó nada hasta que resonó un grito estentóreo, un «¡por los clavos de Cristo!» que pareció llenar la habitación como un trueno. Se dio la vuelta en el diván con tal rapidez que derramó algo del vino de su copa y se quedó mirando fijamente al hombre que estaba en el umbral.
Tuvo el tiempo suficiente para dirigir una rápida ojeada al intruso -alto, de cabello pardo rojizo, hecho una furia- antes de que el intruso se lanzara hacia adelante, atravesara la estancia en tres zancadas e hiciera un nudo en el cuello de la túnica de Justino. Éste, reaccionando con furia, y sin pensárselo dos veces, lanzó el contenido de su copa de vino al rostro del atacante. El hombre exhaló un grito ahogado y la fuerza con que tenía agarrado a Justino fue disminuyendo hasta que éste pudo zafarse de él. Farfullando de indignación y profiriendo juramentos, parecía dispuesto a reanudar su ataque. Pero para entonces Justino estaba de pie y Aldith se había situado firmemente entre los dos.