– ¿Te has vuelto loco? ¡Has tenido suerte de que no haya azuzado a Jezabel! -reprendió airada al intruso, aunque la amenaza habría sido más impresionante si el mastín no hubiera tenido su enorme cabeza apoyada contra la pierna del hombre y su rabo no estuviera trazando impacientes dibujos sobre la paja del suelo.
El hombre no hizo ningún caso ni a Aldith ni a su perro. Sin apartar los ojos de Justino, gruñó:
– ¡Supongo que he de saber vuestro nombre para saber qué decirle al forense! ¿Quién diablos sois?
– Lo mismo os puedo preguntar yo -replicó Justino-, aunque es evidente que sois ¡el loco del pueblo!
– ¡Una conjetura errónea, hijo de puta! Soy el ayudante del justicia de Hampshire.
Justino estaba asombrado.
– ¿Vos? ¿Vos sois Lucas de Marston?
– Sí, ¡siento decir que lo soy! -Aldith miraba fijamente al oficial de la justicia.
– Si no hubieras entrado aquí desvariando y despotricando, te habrías enterado de que este caballero es Justino de Quincy, el hombre que acudió en ayuda de Gervase en el camino de Alresford.
Los ojos de Lucas se entornaron al fijar la mirada desde Aldith hasta Justino. Su rostro perdió la expresión y se tornó indescifrable.
– ¿Y estáis aquí en otra misión caritativa? -le dijo a Justino-. Parece ser que no podéis cesar de hacer buenas obras, ¿no es así?
Justino no le hizo caso y se volvió hacia el sofá para recoger su capa.
– Me voy ahora mismo, señora Talbot.
– Sí -asintió ella-. Creo que eso es lo mejor -y acompañando a Justino a la puerta, le dirigió una sonrisa íntima y apenada-. Lo siento mucho…
– Sí -respondió Justino fríamente-, yo también. -Al encontrarse sus ojos, Aldith tuvo el detalle de sonrojarse un poco. Empezó a hablar, pero se detuvo enseguida. No obstante, se quedó de pie en el umbral hasta que la voz de Lucas la hizo regresar.
La temperatura había descendido después de la puesta del sol, pero a Justino el frío le dejó indiferente. Pensamientos a medio formar le daban vueltas en el cerebro. Pero un hecho se destacaba con implacable claridad. Lo que acababa de ocurrir estaba amañado contra él. No tenía la menor duda de que Aldith había arreglado la escena comprometedora en beneficio de Lucas. Pero Justino no comprendía por qué. ¿Era una de esas mujeres a quienes les gustaba hacer que los hombres se pelearan por ellas? ¿Había una intención más específica para hacer lo que hizo, una estratagema deliberada para provocar los celos de Lucas de Marston?
Unos momentos después, cuando Justino se había olvidado ya de su orgullo herido, se detuvo de repente en la oscura calle al darse cuenta, con retraso e inquietud, del significado de lo que acababa de presenciar. El perro de Aldith no había ladrado al entrar Lucas en la casa ni Lucas había llamado a la puerta. El ayudante del justicia municipal tenía una llave para entrar en la casita de campo de Aldith.
4. LA TORRE DE LONDRES
Enero de 1193
El criado cogió las riendas de Copper y miró hacia atrás para preguntarle a su amo:
– ¿Queréis que os lo desensille? Justino meneó la cabeza y repuso: -No te molestes.
No creía que fuera a estar mucho tiempo en la Torre. Una vez que le confesara a la reina que no podía desentrañar el secreto del asesinato del orfebre, ¿qué otra cosa podía querer de él?
Estaba llegando a la entrada de la Torre cuando vio una pareja junto a las escaleras. Reconoció enseguida a la mujer: la dama de la reina, su ángel protector. Y aunque no le había servido de mucha ayuda, era demasiado atractiva para olvidarla. El hombre le resultaba desconocido, pero Justino notó enseguida que este extraño era una persona importante porque iba lujosamente ataviado y con una capa forrada de piel. Cuando alargó la mano para tocar el rostro de ella, una sortija de esmeralda centelleó corno una chispa de fuego. Ella no dio la impresión de que le gustara la caricia, pero tampoco la rechazó, mostrando un retraimiento que Justino encontró sorprendente. A él le había dado la impresión de ser una coqueta redomada, elegante y segura de sí misma. No le costó ningún trabajo desdeñar las insinuaciones de Durand, de eso no cabía la menor duda. Pero ahora parecía nerviosa y agitada. Justino esperó hasta estar seguro de que no necesitaba ninguna distracción, porque era él quien le debía un favor y nada le agradaría más que devolvérselo.
Pero como la conversación de la pareja parecía tocar a su fin, se echó hacia atrás, sonriendo cortésmente, mientras el hombre se perdía escaleras arriba. Cuando desapareció dentro de la Torre, Justino se acercó a ella, que se volvió con una súbita sonrisa en los labios, esta vez mucho más espontánea.
– ¡Señor de Quincy! Creí que os habíais ido a cumplir una misión clandestina para la reina.
A Justino le halagó el que se acordara de él, pero le sorprendió al mismo tiempo que supiera tanto sobre su persona.
– ¿Qué os hace pensar así, demoiselle?
– Le pregunté a Pedro por vos -dijo con franqueza- y me contestó que la reina le había dado una carta para entregárosla, pero no logré sonsacarle mucho más. Pedro toma sus obligaciones con extrema seriedad. -Tenía en sus labios una atractiva sonrisa, al mismo tiempo maliciosa y coqueta-. Espero que a vos no os importe mi indiscreción. Desgraciadamente, la curiosidad ha sido siempre mi pecado inveterado.
– Yo os perdonaría pecados más graves que ése, demoiselle -dijo Justino con galantería. No bien acababa de decirlo cuando se sintió ridículo, porque la frase tenía ecos de versos trovadorescos. Pero a ella pareció agradarle y eso compensaba el ligero bochorno que él sintió al pronunciarlos. Se presentó a continuación como Claudine de Loudon y Justino aprovechó la oportunidad para besarle la mano. Pero cuando se aventuró a hacer una ligera referencia al galanteo por parte del caballero, que él acababa de presenciar, le sobresaltó su respuesta.
– ¿Teníais la intención de rescatarme? -Sus ojos se abrieron de par en par-. Sois el hombre más valiente que he conocido, o el más loco, o ambas cosas a la vez. A no ser… que no sepáis quién es el caballero. ¿Lo sabéis?
– Evidentemente un señor de alcurnia – respondió Justino, en actitud defensiva, porque ella estaba realmente atónita, como si Justino no hubiera reconocido al Hijo de Dios.
– ¿De alcurnia? Diría yo que ésa es la mejor manera de describir a un futuro rey. Ese caballero es el hijo de la reina, es Juan, conde de Mortain. -La diversión que este pequeño incidente proporcionaba a Claudine empezó a desvanecerse. Mirando a su alrededor, bajó la voz y dijo-: He oído decir que estaba preguntando por vos.
Justino se quedó atónito.
– ¿Estáis segura? ¿Cómo puede el conde de Mortain tener la menor idea de mi existencia?
– Tal vez no os conozca personalmente, pero parece muy interesado en esa carta que le trajisteis a la reina. -Bajó la voz un poco más y sus ojos castaños adquirieron una expresión seria- Y si Juan está interesado en vos, señor De Quincy, más os vale saberlo.
Leonor escudriñó esos ojos tan parecidos a los suyos, de un color de avellana dorada, totalmente opacos, ojos que no revelaban ningún secreto. ¡Qué poco conocía a ese extraño, que era su propio hijo, apartado durante tantos años de la vida de su madre! El último de sus aguiluchos, el hijo que nunca quiso, nacido en el ocaso de un matrimonio agonizante. Un rehén para la apasionada enemistad de un amor que se había agriado. Tenía ahora veintiséis años y seguía esquivándola. Ricardo y ella no tenían necesidad de hablar, tan fácil e instintivo había sido siempre el entendimiento entre los dos. Pero para describir a Juan, todas las palabras de la cristiandad parecían insuficientes.