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¿Sería lo mejor un desafío cara a cara, o matices y evasivas? No era generalmente tan indecisa. Pero con Juan seguía siempre vericuetos desconocidos y nunca estaba segura de lo que iba a encontrar al volver un recodo del camino.

– Me han dicho que circulan rumores alarmantes acerca de Ricardo -sentenció bruscamente, decidida a intentar un ataque frontal-. Hay gente que asegura que está muerto, que naufragó en su viaje de regreso de Tierra Santa. Todo esto no es nuevo. Empezó a comentarse cuando el barco de Ricardo no llegaba a Brindisi. Pero los rumores de ahora son específicos y se han extendido por todas partes, casi como si los hubieran sembrado deliberadamente. Me disgustaría en sumo grado enterarme de que tú tenías algo que ver con esos rumores.

– No puedo negar que en mi opinión las esperanzas se han desvanecido. Pero no tenéis derecho a censurarme a mí, dado que hay otros muchos que piensan lo mismo.

– ¿Por qué estás tan seguro de que Ricardo ha muerto?

– ¿Y por qué estáis vos tan segura de que no? No quiero ser cruel, madre, pero he de ser franco. Hace ya tres meses que no se sabe nada de Ricardo. Si algo malo le ha ocurrido, ¿por qué desconocemos hasta ahora su paradero? A no ser que… vos hayáis sabido algo de él.

– No, no he sabido nada de Ricardo. ¿Por qué me lo preguntas?

Juan se encogió de hombros.

– Supongo que se me vinieron a la mente los rumores que he oído: algo sobre una carta misteriosa entregada por un mensajero igualmente misterioso. Naturalmente sentí curiosidad y como pienso tanto en Ricardo estos días, la idea se apoderó de mí.

Leonor oyó detrás de ella un grito ahogado, inmediatamente reprimido, al tiempo que William Longford se incorporaba en su asiento. Sin hacer caso de la consternación de Will, Leonor dirigió una sonrisa a su hijo.

– Yo en tu lugar, no creería en murmuraciones. Tú, mejor que nadie, debes estimar lo poco fidedignos que son. Todo el pasado año se dijo que tú estabas conspirando con el rey de Francia para quitarle el trono a Ricardo. Pero ambos, tú y yo, sabemos que eso es una falsedad atroz. ¿No estás de acuerdo?

– La forma más mezquina de difamación -agregó Juan con gravedad, pero le brillaban los ojos a la luz de la lámpara.

Uno de los atractivos de Juan era la capacidad de reírse de sí mismo. En estimación de Leonor, esto era una innegable cualidad, porque hacía ya mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que, si la falta de sentido del humor no era un pecado, debía serlo. Pero esto era lo que, en su opinión, ella hacía con excesiva frecuencia con Juan: rebuscar entre la maleza para dar con esa ramita en flor.

Volviéndose hacia la mesa, Juan cogió una jarra de vino. Cuando su madre asintió, se sirvió una copa para él y otra para Will. Leonor había hecho salir del aposento a todos los demás, porque su hijo tenía la tendencia a hacerse escuchar. Pensó a menudo que habría sido un buen actor, con un talento particular para expresar indignación justificada y desconcertada inocencia.

Juan se echó un trago de vino y depositó después la copa en la mesa.

– Tengo aún cosas que hacer -dijo-, así que es mejor que me vaya. -Adelantándose, besó la mano de Leonor y, como de costumbre, su galantería tenía un leve matiz de sorna. Tratándose de Juan, hasta sus amabilidades eran ligeramente sospechosas. ¿O estaba siendo injusta con él, el benjamín de sus hijos y al que menos conocía? Todos sus instintos le aconsejaban cautela, todos le advertían que no se podía confiar en él y, sin embargo, era su hijo, carne de su carne. No era posible renegar de él.

– ¡Juan! -Tenía ya cogido en sus manos el pomo de la puerta pero se paró en el acto, inmovilizado por la repentina vehemencia de su madre. Atravesando rápidamente la estancia, Leonor puso la mano en el brazo de su hijo-. Escúchame -añadió, en voz baja y resuelta-. Durante los próximos días, mira por dónde vas. Un paso en falso puede hacer que el mundo que te rodea se te derrumbe. Voy a hacer uso ahora de tu proverbial «franqueza». Sé que no quieres a Ricardo. Sé también cuánto deseas su corona, pero no conspires contra él, Juan. En interés propio, no lo hagas. Si esto acaba en una guerra, no creo que puedas competir con Ricardo.

En los ojos de Juan había un destello de luz duro y verdoso.

– Eso es algo que me habéis estado diciendo con indudable claridad, señora -contestó con acritud-, durante toda mi vida.

Al cerrarse la puerta al salir Juan, su hermanastro saltó de su asiento como si tuviera un resorte.

– Yo no le he dicho nada a Juan, señora, acerca de esa carta. Me lo preguntó, pero no le dije nada. ¡Os lo juro!

– Lo sé, Will. -Leonor se volvió hacia él y le sonrió, pero durante todo este tiempo sus pensamientos seguían a Juan, lanzándose detrás de él por las sombras de la escalera. Will seguía defendiendo su inocencia, sin que hubiera necesidad de ello, porque su rostro abierto y pecoso era el espejo de su alma. Era tan incapaz de mentir con convicción como lo era de volar. Una extraña ave de paso que tanto se parecía a su padre en apariencia como se diferenciaba en temperamento. Tenía el cabello rubio rojizo como Enrique, el color arrebatado de su rostro y hasta sus ojos grises. Pero no poseía nada del entusiasmo o la ironía de Enrique y nada en absoluto de su fuerte voluntad real.

Leonor sentía un sincero afecto por Will y se compadecía de su difícil situación. Le desagradaba en extremo el tipo de hombre en que se había convertido Juan, un cínico oportunista dispuesto a cometer cualquier desafuero que le ganara la corona inglesa. Pero Will conservaba afectuosos recuerdos de otro Juan, el hermano más joven que necesitaba guía y consejo. Will había protegido muchas veces a aquel muchachito solitario y ese cariño de la infancia había perdurado hasta que ambos se hicieron hombres. Leonor no podía por menos de preguntarse si la desgarradora historia de su familia habría sido diferente si Ricardo y Juan hubieran sido capaces de forjar también esa alianza mutua, pero sus hijos no habían aprendido nunca a amarse el uno al otro. Era ésa una lección que Enrique y ella no habían logrado enseñarles.

– Yo nunca traicionaré la confianza que habéis puesto en mí, señora; nunca.

– Lo sé, Will -dijo otra vez con una paciencia que jamás les había mostrado a los otros-. Varias personas han oído a Justino de Quincy mencionar una carta que ha costado ya una vida. Cualquiera de ellas ha podido contárselo a Juan, sin darse cuenta o deliberadamente. Quizá fuera Durand. Juan y él comparten la afición por jugar a los dados e ir de putas, aunque simulan no conocerse en mi presencia.

Will estaba escandalizado, no sólo por la sugerencia de que Juan hubiera podido infiltrar un espía en la casa de su madre como por la total naturalidad con la que Leonor lo aceptaba.

– Señora, ¿creéis que Juan sabe que Ricardo está prisionero en Austria?

– No estoy segura, Will.

¿Cuánto sabría Juan? ¿Habría compartido Felipe su secreto? Si estaban tan íntimamente relacionados como ella temía, Felipe habría enviado una comunicación sin pérdida de tiempo días antes de que el arzobispo de Ruán pudiera conseguir su encubierta copia de la triunfante carta del emperador. Y si Juan estaba enterado de la cautividad de Ricardo y no lo decía, eso sería de por sí una manera de consentirla. Porque el silencio en tales circunstancias era, en el mejor de los casos, sospechoso, y en el peor, siniestro. ¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar Juan en su deseo de arrebatarle la corona a su hermano?

– ¿Señora? -Era Pedro de Blois el que estaba de pie en el umbral-. El señor De Quincy está aquí. ¿Le digo que entre?

Leonor se quedó asombrada. Justino se había marchado hacía sólo una semana.

– Sí, le veré ahora mismo.

Cuando entró en el aposento, su aspecto inquietó a Leonor, porque parecía fatigado y nervioso.