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– No os esperaba tan pronto -dijo, una vez que estuvieron solos-. ¿Qué habéis descubierto?

– Me siento incapaz de averiguar nada concreto sobre este crimen, señora. Me apena el defraudaros, pero…

La puerta se abrió bruscamente sin previo aviso, y se sorprendieron los dos. Juan dirigió una sonrisa a su madre, con un gesto desenfadado como si no hubieran acabado de tener unas palabras desagradables.

– Se me olvidaba preguntaros, madre… -Hizo una pausa y su mirada se fijó en Justino-. ¿Os conozco? Vuestro aspecto me resulta familiar.

Leonor iba a empezar a hablar, pero Justino fue más rápido y se presentó a sí mismo, antes de que ella pudiera intervenir. Observando atentamente a Juan, comprendió por qué Justino no había querido que mintiera: Juan sabía ya perfectamente quién era. Lo estaba ahora mirando con una sonrisa socarrona.

– ¿Le habéis traído otra importante carta a mi señora madre, señor De Quincy?

– ¿Una carta importante, milord? -repitió Justino, él también con una mirada irónica-. Estoy aquí en nombre del abad de San Werburgh, en Chester, por un asunto rutinario y de ninguna urgencia.

Sin decir palabra, Juan echó una mirada a las botas cubiertas de lodo y al manto de Justino y luego, sosegadamente, dijo:

– No hay hombre que venga a presencia de la reina con un aspecto tan desaliñado para «un asunto rutinario y de ninguna urgencia», -Juan reparó en las botas embarradas de Justino durante el tiempo suficiente para darle a entender que sabía que había mentido.

Leonor se situó entre los dos.

– Juan ¿por qué has vuelto? ¿Qué querías preguntarme?

– Bueno… si os he decir la verdad, madre, se me ha olvidado lo que tenía que preguntaros, por extraño que os parezca.

– No me parece extraño -contestó Leonor con sequedad-. La memoria es un fuego fatuo, imprevisible y caprichoso.

– ¿Estáis hablando de la memoria, del tiempo… o de los hijos? -Y aunque esto fue dicho en broma, encubría una de las características pullas de Juan.

Tan pronto como se fue, Justino dijo:

– Cuando estábamos abajo, milord Juan, ya a punto de marcharse, oyó al señor Pedro mencionar mi nombre. Parece excesivamente curioso en lo que a mí concierne y esto me inquieta, señora. ¿Sabe… sabe algo acerca de la carta del rey de Francia?

– Yo no le he dicho nada. -Que era verdad, hasta cierto punto. Si pecados de omisión también son así pecados, ¿se puede aplicar este razonamiento a las mentiras de omisión? A Leonor no le preocupaba mentir si la ocasión lo exigía; siempre opinó que la honestidad era una virtud sobrestimada. Pero le debía a Justino algo más que verdades a medias y evasivas. No quería mancharse las manos con su sangre, si podía evitarlo-. Juan sabe que me trajisteis una carta. Pero no sé cuánto le ha revelado el rey de Francia ni si le ha revelado algo.

No podía decir más que eso ni Justino esperaba que lo hiciera; por muy preocupada que estuviera por su hijo, nunca lo habría elegido a él como confidente. Así que no se sorprendió cuando Leonor dijo con decisión:

– Y ahora, vamos a ver, ¿por qué creéis que me habéis defraudado? ¿No habéis sido capaz de encontrar a ningún sospechoso?

– Ese es el problema -dijo Justino con una mueca en los labios-. ¡He encontrado demasiados! Los propios hijos de este hombre tenían suficientes razones para desear su muerte. Pero tampoco puedo excluir a su hermano. ¡Y la ley no nos va a servir de ayuda porque es muy posible que el justicia del distrito sea el que tenga más motivos que nadie!

– ¿Me estás diciendo que el asesinato fue cuestión personal? ¿Que no le mataron por motivo de la carta? -dijo Leonor con la sorpresa marcada en su rostro.

– No lo sé, señora -respondió Justino-. Descubrí motivos, pero no hay pruebas que los relacionen con el crimen. -Y acto seguido empezó a hablarle de sus sospechas, tratando de ser tan justo como conciso.

Confesó que esperaba que el asesino no fuera Tomás, simplemente porque no quería creer que un hijo pudiera matar a su padre por un motivo tan perverso. ¿Había algo más diabólico que una piedad tan retorcida y tan profana que llevara al asesinato?

En cuanto a Jonet y Miles, si eran ellos, estaba seguro de que ninguno de los dos habría actuado a solas. La impresión que sacó de Miles era la de una persona que necesitaba que se le empujara un poco; no podía concebir un complot de asesinato arraigado en un terreno tan superficial. La idea tenía que haber salido de Jonet, pero ella sola no podía haberla llevado a cabo. Una muchacha no podía ir de taberna en taberna en busca de asesinos a sueldo. Estaba a punto de seguir exponiéndole sus razonamientos a Leonor cuando ésta le interrumpió y le dijo con impaciencia.

– Habéis mencionado al justicia. ¿Qué razón podía tener para desear la muerte del orfebre?

– La razón se llama Aldith Talbot. Era la concubina de Fitz Randolph, pero estoy convencido de que ella y el ayudante del justicia, Lucas de Marston, eran amantes antes de que el orfebre fuera asesinado. Y ella es una mujer por la que un hombre puede muy bien matar si no puede poseerla de otra manera… -Justino se encogió de hombros y concluyó gravemente-, ¿Quién puede encontrar más fácil el hacer tratos con forajidos que el ayudante de un justicia? El conocerá a muchos criminales y malvados dispuestos a matar por cuatro perras gordas. A los justicias no se los considera con frecuencia como santos en la tierra, señora. Se ha sorprendido a demasiados aprovechándose de su cargo para obtener ganancias de forma ilícita. Si un hombre está ya vendiendo la justicia y recaudando multas, tal vez esté ya a un paso para llegar al asesinato.

Leonor no contradijo su opinión peyorativa de los justicias. Tan frecuentes eran las quejas de corrupción y abuso de poder que su marido convocó una investigación judicial de los justicias y los resultados de la investigación fueron tan condenatorios que casi todos los justicias fueron despedidos. De eso hacía más de veinte años, pero no tenía razón para asumir que la cosecha actual de justicias municipales fuera más ética o más honorable que la de sus predecesores. Y si Lucas de Marston era un oficial corrupto, ella no quería saberlo, pero sí podía ver que la investigación no había tenido éxito. Se levantó y empezó a recorrer el aposento.

– Siento haberos defraudado, señora. Pero no sé cómo seguir trazando estas huellas porque se bifurcan en muchas direcciones. Pensé que si os contaba cómo me habían ido las cosas, el justicia de Hampshire podía continuar a partir de aquí. Sé que dijisteis que no queríais implicarlo en esto, pero no veo otra opción…

Justino se daba cuenta de que estaba hablando demasiado, pero el contumaz silencio de Leonor le estaba poniendo los nervios de punta. Una vez disipado el eco de sus propias palabras, el único sonido era el frufrú de la seda de las faldas de la reina al moverse, inquieta, por el aposento. Justino se mordió los labios, esperando que Leonor le mandara que se retirara.

– No me habéis defraudado -dijo al fin-. Si ha habido algún fracaso, ha sido mío, porque os envié a un territorio desconocido sin un mapa. Teniendo en cuenta las circunstancias, lo habéis hecho bien y habéis averiguado mucho en muy poco tiempo. Pero yo debí ser más franca con vos. -Leonor se sentó en el banco de la ventana y permaneció sin chistar durante unos minutos-. Lo que habéis hecho en Winchester fue lógico y bien concebido. Pero ésta no es la investigación ordinaria de un crimen. Hay mucho más en juego que apresar a los asesinos del orfebre, mucho más.

Justino estaba empezando a comprender por qué la reina había manifestado tan poco interés en sus revelaciones acerca de la familia del orfebre.

– Así que -dijo cautelosamente- ¿me estáis diciendo que si se encuentra a los culpables en la familia de Fitz Randolph, os contentaréis con dejar que el justicia del distrito se ocupe de que se haga justicia?

– Sí -dijo la reina-. Quiero que se castigue a los culpables. Pero tengo una necesidad más urgente. He de saber si los asesinos de Fitz Randolph estaban buscando la carta. Temo que el asesinato haya sido cometido a instancias del rey de Francia. Si es así, necesito saberlo lo antes posible. Si Felipe está tan desesperado como para dejar a los asesinos libres en Francia, eso no augura nada bueno para mi hijo. No tengo esperanzas de desbaratar sus planes, a no ser que tenga pruebas de su traición. -Hizo una pausa y escogió cuidadosamente sus palabras-. Tenéis que enteraros de si los asesinos estaban pagados por el rey de Francia. Si podéis demostrar que este ayudante del justicia o uno de los Fitz Randolph es el culpable, mejor que mejor. Me tranquilizará considerablemente el que mis sospechas no hayan tenido fundamento. Pero de una manera u otra, he de saberlo enseguida. La rapidez es aquí esencial, porque Ricardo no tiene tiempo que perder. -Leonor hizo otra pausa-. Sé que la misión que os encomiendo es una misión peligrosa. Pero sois el único que puede reconocer a los asesinos. Tengo que confiar en que me serviréis bien. No me desilusionéis, Justino.