Su urgencia era tan imperiosa como sobrecogedora. Justino no había contado con verse implicado en una conspiración exterior. Pero en aquel momento no podía imaginarse nada peor que no cumplir con lo que Leonor esperaba de él.
– No puedo haceros la misma promesa que os hice, señora. No puedo jurar que voy a esclarecer este crimen, pero prometo hacer todo lo posible.
Leonor necesitaba más que promesas, pero había aprendido a aceptar lo que pudiera conseguir.
– Id con Dios, Justino, y tened cuidado, vigilad en quién depositáis vuestra confianza. No es fácil atrapar a un asesino y, ciertamente, no carece de peligros.
Al saber que Justino había ido directamente a su presencia nada más llegar a Londres, Leonor sugirió que buscara alojamiento para aquella noche en la cercana abadía de la Santísima Trinidad, en Aldgate. Justino decidió hacerlo, porque lo único que necesitaba era mostrar la carta de la reina para asegurarse un cálido recibimiento, una perspectiva más atractiva que vagar por las calles de la ciudad buscando posada.
Después de despedirse de Leonor, Justino se paró un momento en los últimos peldaños de la entrada a la Torre. Por encima de su cabeza, un viento frío del este arremolinaba las nubes negras en un firmamento gris del atardecer. Tendría que hacer frente a una tormenta en su viaje de regreso a Winchester. Hacía demasiado frío para demorarse en el patio y sin más se dirigió al establo para recoger su caballo.
Dentro del establo la oscuridad era completa, habitado ya por las sombras de la noche; las antorchas no estaban aún encendidas, por temor a que se declarara un incendio. No había mozos de cuadra por ninguna parte. Un gato merodeaba por el tejado al acecho de algún ratón y un viejo perro guardián del establo ladró antes de volver a escarbar en la [laja. El caballo de Justino dio un resoplido al verlo. Al entrar en el compartimiento, estaba Justino a punto de sacar de él a Copper cuando una mano le agarró por el hombro. Se dio la vuelta y se encontró cara a cara con el hijo de Leonor.
– ¡Señor De Quincy! -dijo Juan sonriendo, y sus dientes resplandecían a la luz de su linterna-. Esto es realmente una sorpresa. Yo estaba esperando aquí para ver quién era el dueño de este caballo alazán. Si hubiera sabido que eras tú, me podría haber ahorrado la espera en este oscuro establo, azotado por terribles corrientes de aire.
– ¿En qué puedo serviros, milord? -Algo se movió en las sombras detrás de Juan. Varios hombres se adelantaron para proteger a su señor. No dijeron nada, sólo observaron impasibles a Justino, sin mostrar ni curiosidad ni hostilidad. Justino sospechaba que estarían dispuestos a degollarle con la misma indiferencia si Juan les ordenaba que lo hicieran.
– ¿Puedes venderme tu caballo? -continuó Juan, acariciando el hocico de Copper-, Un animal verdaderamente hermoso. Siempre me han gustado los caballos alazanes. Así que… ¿qué dices a esto, De Quincy?
Justino cambió de postura con cierta inquietud. Si los rumores eran ciertos, no convenía poseer algo que lord Juan deseara, fuera un caballo, una mujer o una corona.
– Mi caballo no está en venta, señor conde.
– ¿Estás seguro de eso? Tú mismo puedes fijar el precio.
– Estoy seguro -dijo Justino firmemente-. Pero estoy dispuesto a daros la primera opción, si alguna vez cambio de opinión.
– Eres ciertamente obstinado. No obstante, piénsalo bien -dijo Juan sonriendo.
– Así lo haré. -Justino estaba seguro de que Juan mentía. Por mucho que apreciara a Copper, no era probable que el caballo tentara al hijo de un rey; Juan tendría establos llenos de briosos caballos. No, esto era simplemente un pretexto. No era Copper lo que Juan quería de él.
Juan continuó acariciando el cuello del semental. Tenía el mismo color de Justino; el resplandor de su antorcha revelaba un cabello más negro que la medianoche. Era el único moreno en una familia de rubios porque sus hermanos y hermanas habían recibido todos ellos el beso del sol. Se decía que Ricardo era alto como una lanza, y destacaba sobre todos los hombres, con sus ojos de color azul cielo y el cabello más brillante que el oro fundido. Juan era un hombre de algo menos de mediana estatura, Justino le sacaba unos ocho o diez centímetros. No obstante, no era hombre que pasara desapercibido, estuviera con quien estuviera. Su inteligencia era evidente, un arma tan temible como la espada que colgaba de su cintura. Pero si era verdad sólo la mitad de lo que Justino había oído de Juan, sabía poco o nada de las fronteras de la moralidad. En suma, no era hombre a quien uno quisiera encontrarse en las sombras…
– ¿Llevas al servicio de mi madre mucho tiempo?
– No, no mucho.
– Me han dicho que le entregaste una carta urgente hace unos diez días. Me interesaría mucho conocer el contenido de esa carta, señor De Quincy.
– Siento no poder ayudaros, milord -dijo Justino tragando saliva-. Nunca habría osado leer una carta destinada a ser leída por los ojos de una reina. En cuanto a esa carta en particular, no recuerdo nada de ella que fuera urgente. Han debido de informaros mal.
– No es probable. Los que me sirven saben bien lo que valoro la información exacta. Espero que cambies de opinión acerca del caballo. Como es natural, yo haré que la venta merezca la pena.
– Lo pensaré -contestó Justino, con tanta vaguedad como era posible en aquellas circunstancias.
– Me sería muy útil poder saber dónde localizarte, en el caso de que decidas venderlo.
– No tengo dirección fija, milord, así que os será difícil encontrarme.
– Te sorprenderá lo hábil que soy cuando quiero encontrar a alguien, señor De Quincy. ¿Y tu familia? Seguramente ella sabrá dónde es posible encontrarte…
Esperando que su voz no traicionara sus sentimientos, Justino dijo:
– Desgraciadamente no tengo familia, milord. Pero sé cómo podéis poneros en comunicación conmigo. No tenéis más que preguntárselo a la reina.
– ¿Cómo es posible que no se me haya ocurrido eso? -Se hizo un silencio que pareció interminable, y Juan se echó a reír. Daba la impresión de estar genuinamente divertido por el atrevimiento de Justino, pero la tensión de éste no se desvaneció hasta que Juan hizo una señal a sus hombres-. Estoy seguro de que nuestros caminos se volverán a cruzar.
– Adiós, señor conde. -Justino tenía aún la garganta apretada. Permaneció de pie, sin moverse, hasta mucho después de que Juan saliera del establo. La reina le había precavido dos veces sobre los peligros que probablemente tendría que afrontar en Winchester. Pero ¿y si los más grandes peligros los encontraba en Londres?
5. WINCHESTER
Enero de 1193