La taberna estaba abarrotada. Justino tardó un buen rato en llamar la atención de la agobiada muchacha que servía las bebidas. Pidió dos cervezas más y observó con gesto de desaprobación cómo su compañero se bebió la suya en un par de tragos.
– ¿Estás seguro, Torold -insistió-, de que no puedes acordarte de nada de lo que ocurrió aquella mañana?
Torold soltó un eructo ruidoso y se encogió de hombros. Aunque estaba más que dispuesto a beber la cerveza de Justino, la información que le estaba proporcionando era más bien escasa.
– Ya te lo he dicho. Sólo recuerdo con certeza a un solo hombre. Un tipo grosero, con aire arrogante, con manto forrado de piel y un buen caballo tordo, que me pidió que le abriera la puerta del Este exclusivamente a él. Y se puso como una fiera cuando me negué a hacerlo, jurando y despotricando, como si fuera el propio rey desaparecido. Detrás de él venía un monje. Pero después del señor Fitz Randolph, nadie más salió a caballo de la ciudad, porque para entonces la nieve caía tan espesa como puré.
Apurando las últimas gotas de su vaso, Torold miró de soslayo para ver si Justino estaba de humor y pedirle otra cerveza. Después se levantó y dijo:
– Esto es todo lo que recuerdo, y lo que le dije al ayudante del justicia. No comprendo por qué consideró necesario que se lo volviera a repetir.
Mascullando algo entre dientes, Torold fue en busca de la camarera. Justino no había afirmado, sin dar lugar a dudas, que estaba actuando a instancias del auxiliar del justicia, pero tampoco había aclarado el malentendido del guardia. Sospechaba que la cerveza gratis había contribuido más a soltarle la lengua a Torold que cualquier sugerencia de autoridad legal, pero para el dinero que se había gastado no había recibido mucha información. Eso no quería decir que él estuviera seguro de lo que realmente deseaba descubrir. A pesar de lo que le había asegurado a Leonor, no podía por menos de sentirse como quien ha ido a pescar sin anzuelo.
Pero el guardia confirmaba las sospechas de Justino de que los forajidos no habían salido de la ciudad antes que el orfebre la mañana del último día de vida de Gervase. ¿Quién sabía cuántas guaridas y campamentos de bandidos ocultaban estos bosques? No, estaban ya al acecho, y precisamente en busca de Gervase Fitz Randolph. No solamente habían dejado a Justino incólume, también habían hecho caso omiso de ese «tipo grosero, con aire arrogante, un manto forrado de piel y un buen caballo tordo», una clara tentación para los ladrones.
Justino cogió su vaso de cerveza, tratando de decidir qué iba a hacer. Aun en el caso de que pudiera seguirle la pista a ese tipo rudo y altanero o al supuesto monje, ¿de qué le serviría? ¿Qué podían haber visto? Pero tenía que haber una manera de encontrar a los bandidos, porque ¿cómo podía él probar quién los había contratado? ¡Si al menos no tuviera tantas personas sospechosas! ¿Sería el fanático o el hermano descontento? ¿Serían los amantes secretos o ese arrogante y engreído ayudante de justicia? ¿Podría ser un extraño, escurridizo y siniestro, un espía pagado por el rey de Francia?
– ¿Te gustaría tener compañía? -Sin esperar que Justino contestara, la mujer se sentó a su lado, jugándose su proposición con aplomo y buen humor. Justino tardó sólo un momento en reaccionar. Hacía demasiado tiempo que no se había acostado con una mujer y ésta era atractiva, menuda, de cutis pálido, con pecas, de complexión pequeña y delicada. Cuando Justino hizo una señal para pedir más bebidas, la joven sonrió y se movió en el banco hasta situarse mucho más cerca de él-: Me llamo Eva.
Justino dudó, las prostitutas adoptaban a menudo otro nombre en el ejercicio de su precaria profesión y «Eva» era una opción muy popular. Incapaz de resistir la evidente broma, contestó con una sonrisa:
– Y yo me llamo Adán… y me gustaría disfrutar de tu compañía, Eva.
No hubo necesidad de preocuparse por el precio, porque nunca había tenido la bolsa tan bien abastecida como ahora con las monedas de la reina. Estaba decidido a que Leonor no tuviera que despilfarrar ni su dinero ni las esperanzas que había depositado en él. No la podía ayudar, en cambio, en lo que le interesaba más a Leonor: rescatar a su hijo cautivo. Pero sí encontraría una manera de resolver este asesinato de Winchester. Y cuando una voz interior e irónica le desafió: «¿Cómo?», él ya no la oyó, porque para entonces Eva estaba sentada en su regazo y el mañana parecía demasiado lejano para preocuparse de él.
Justino decidió alojarse en la casa de huéspedes de Hyde Abbey mejor que en una posada, esperando sonsacar algo sobre Tomás, el novicio de benedictino. Había pasado dos noches en la abadía y la tercera en el lecho de Eva. El cielo de la madrugada estaba nublado, pero no hacía mucho frío y Justino cruzó con garbo el patio que llevaba al establo para ver cómo estaba Copper. Una vez hecho esto, sus planes para ese día eran vagos. Se le había ocurrido visitar los establos de la ciudad en busca del caballo de Gervase que había sido robado, pero le pareció una pérdida de tiempo. Los bandidos no serían tan necios como para intentar vender el caballo en la misma ciudad del asesinado orfebre.
Tan absorto estaba en sus elucubraciones que casi se topó con un monje cargado con un montón de gruesas mantas de lana. Cuando Justino se echó a un lado, el monje le dirigió una mirada de agradecimiento.
– Buenos días, señor De Quincy. Una de dos: u os habéis levantado muy temprano u os vais a la cama muy tarde, ¡en cuyo caso cuanto menos me contéis, mejor!
– ¡Os prometo reservar todos los detalles depravados para mi confesor! -No conocía bien al hermano Paul, pero le agradaba como era: un hombre cortés y afable, ya entrado en años, pero con una viva curiosidad por el mundo al que había renunciado y un humor cáustico que a veces sorprendía a Justino, saliendo como salía de la boca de un monje.
El hermano Pablo se rió ahora entre dientes y señaló después su carga.
– Bien me podríais echar una mano con estas mantas. ¡Consideradlo como una penitencia por vuestros pecados nocturnos!
Justino alivió gustosamente al monje de la mitad de su carga.
– ¿Adonde hay que llevarlas?
– Al otro lado del patio, a la casa de beneficencia. Estoy recogiendo prendas para llevarlas al lazareto.
Justino se paró en seco.
– ¿Al lazareto?
– Sí, al hospital para leprosos de Santa María Magdalena. ¿Por qué os sorprendéis tanto? Es nuestro deber como cristianos hacer lo que esté en nuestras manos por los pobres de Cristo, los débiles, los enfermos y los afligidos y hay pocas aflicciones más dolorosas que la lepra.
– Hermano Paul, ¿queréis que os las lleve al lazareto?
El monje se quedó pasmado porque muy pocos voluntarios deseaban visitar el hospital de leprosos. Tan extendido estaba el temor a la enfermedad que había personas que no se acercaban a un leproso si el viento soplaba en la dirección en que estaban.
– Si estáis verdaderamente dispuesto, señor De Quincy, quedaré en deuda con vos, porque tengo más cosas para hacer que tiempo para hacerlas.
– Pues, ¡hala!, de esta tarea no os tenéis que preocupar -dijo Justino, pero su mente ya no estaba en el monje. «¡Dios santo!, ¿cómo podía haber olvidado al leproso?», pensó.
El lazareto de Santa María Magdalena estaba a un kilómetro más o menos al este de Winchester, en el camino de Alresford. Lo rodeaba una valla de adobe y cañas y tenía un aspecto desolado y siniestro. Justino tiró de las riendas a su caballo y miró el edificio con cierta inquietud, forzándose a atravesar montado la puerta de entrada. Nunca había estado en un lazareto ni supuso que entraría por su propia voluntad. No faltaban conjeturas sobre la causa de la lepra. Había gente que argüía que se debía a ingerir carne podrida y beber vino en malas condiciones. Otros atribuían el contagio de la enfermedad a compartir el lecho con una mujer que lo hubiera hecho con un leproso. Se mencionaba también como causa de contagio el aire infectado. Y por supuesto todo el mundo opinaba que el mayor peligro procedía de los propios leprosos.