– ¡Ay, señora Leonor! -musitó Justino para consigo mismo-, este camino tiene demasiadas y pronunciadas curvas. -Espoleó suavemente a Copper e hizo entrar al animal de carga de la abadía con las mantas, por la puerta de entrada del recinto del hospital.
El primer edificio que encontró fue la capilla. Más allá estaba el despacho del director y a continuación el refectorio, donde comían y dormían los leprosos. Al otro lado se levantaba un granero, la copina, un pozo y, aunque no podía verlo, Justino sabía que habría un cementerio, porque hasta en la muerte se separaba a los leprosos. El hermano Pablo le había dicho que el hospital tenía cabida para dieciocho leprosos. Eso le pareció a Justino un número muy reducido. ¿Qué les pasaba a los leprosos que no podían entrar en un lazareto? Bien sabía él la contestación a esta pregunta. Tenían que mendigar el pan a un lado del camino o morirse de hambre. Y algunas veces las dos cosas.
Cuando se bajó del caballo ante la capilla, tenía un grupo de leprosos alrededor. Le produjo un enorme desasosiego el ver aquellas espectrales figuras arrastrando los pies para acercarse a él, cubiertos con las largas capas de los leprosos, sombras fantasmales que se desvanecían generalmente al comienzo de un nuevo día.
– Vengo de parte del hermano Pablo -dijo en voz alta- Quisiera hablar con el director del hospital, el padre Jerónimo.
– No está aquí. -No eran las palabras, sino la voz lo que hizo que Justino girara sobre sus talones y mirara al que las había pronunciado, porque era una voz aguda y joven, totalmente inapropiada para esta mansión de la muerte.
– Yo soy Simón. -La voz no había mentido. El leproso más pequeño que ahora le sonreía, era un niño. Al caérsele el capuchón, Justino vio que estaba en la fase inicial de la enfermedad y que una erupción rojiza se extendía como un rubor por sus mejillas-. El padre Jerónimo ha ido a la ciudad. ¿Puedo acariciar a vuestro caballo?
Justino asintió con la cabeza, sin pronunciar palabra. Los demás leprosos se echaban a un lado para hacer sitio en el círculo a un nuevo curioso. Era alto y delgado, cargado de hombros y desgarbado. Llevaba una sotana negra de mangas cortas y muy gastada y remendada en los codos, pero tenía la sonrisa de un hombre rico, más resplandeciente que monedas de plata recién acuñadas.
– Que Dios bendiga al hermano Pablo -exclamó-, y a vos también, amigo, por traernos estas prendas. ¿Me podéis ayudar a meterlas dentro?
– Por supuesto -dijo Justino muy a su pesar-. ¿Quieres hacer el favor de cuidar de mi caballo, Simón? -El chiquillo asintió, con los ojos muy abiertos, y extendió la mano para coger las riendas, tan pronto como Justino se bajó de la montura. Vacilante al principio, Simón empezó a acariciar el cuello del caballo. Justino se volvió apresuradamente y siguió al sacerdote.
Se presentaron el uno al otro mientras llevaban las mantas hacia el refectorio. Justino estaba todavía afectado por su encuentro con el muchacho, el padre Gregorio no dejó que la conversación decayera, charlando sin parar como si fueran viejos amigos que volvían a reencontrarse sin saberlo. Era bastante joven y parecía asombrosamente relajado y afable para un hombre que convivía un día tras otro con la muerte. ¿Qué le impulsaba a uno a escoger un camino así? Justino no podía por menos de maravillarse ante lo que no podía comprender.
– Tenemos pocas visitas, así que no es de sorprender que vuestra llegada haya causado tal agitación. A nuestros enfermos les hace mucho bien el ver que no todo el mundo se aparta de ellos.
Justino se había sentido pocas veces tan incómodo.
– El niño, ¿tiene familia aquí?
– No, la familia de Simón se deshizo de él una vez que supo su enfermedad. -El sacerdote no parecía escandalizado ni adoptaba el tono de erigirse en juez de las acciones del prójimo, pero los sentimientos de Justino eran muy distintos. Emitió un sonido de desaprobación y meneó la cabeza. Al padre Gregorio no le sorprendió su silencio: había acciones que no se podían censurar con palabras.
– ¿Sabéis lo que pasa una vez que a un leproso le diagnostican su enfermedad, señor De Quincy? Se le lleva a la iglesia, se le obliga a arrodillarse cubierto por un paño negro mientras se dice la misa y el sacerdote lo proclama «muerto para el mundo, renacido para Dios». En Francia se obliga a los leprosos a que permanezcan de pie delante de una tumba abierta. Aquí en Inglaterra somos más misericordiosos, pero también se les aparta de los demás, se les prohíbe que entren en las iglesias, en las ferias, en los mercados y en las tabernas. Se les condena a vagar por zonas desiertas señalados por el dedo de todos los hombres. Así que cuando vos estáis dispuesto a venir a nuestra casa y mostrar piedad hacia un niño del Señor, no se puede negar que esto sea importante y digno de…
– No -interrumpió Justino, con más brusquedad de la que hubiera deseado mostrar-. Me estáis atribuyendo un mérito que no tengo, padre Gregorio. Yo tuve mis razones personales para ofrecerle ayuda al hermano Pablo, razones que no tienen nada que ver con la caridad cristiana. He venido aquí con la esperanza de encontrar a un hombre, un leproso, que acaso me ayude a descubrir un asesinato.
Justino no estaba seguro de cómo reaccionaría, pero no recibió la reacción que esperaba. El joven sacerdote ni siquiera cambió de expresión, simplemente asintió con un gesto de cabeza, como si esto fuera algo que ocurría a diario.
– ¿Y creéis que este hombre está aquí?
– No lo sé -confesó Justino-. No os puedo decir su nombre, ni su aspecto físico, ni su estatura, lo vi sólo en cuclillas a un lado del camino la mañana del día de la Epifanía, con el rostro cubierto por el capuchón. Supongo ‹|ue estoy pidiendo un milagro si espero que identifiquéis a alguien, con tan escasa información…
– Se llama Job -dijo el sacerdote, con una sonrisa de triunfo que se convirtió en una sonora carcajada ante el asombro de Justino-. No, no hay ningún milagro, muchacho. La respuesta es simple, no sois el primero en venir aquí en busca de Job. El ayudante del justicia municipal vino también en su búsqueda.
– ¡Cómo! ¿Lucas de Marston lo está buscando…? -preguntó Justino lenta y deliberadamente, y el sacerdote volvió a asentir.
– Sabía poco más que vos, sólo que el criado del maestro Fitz Randolph recordaba haber pasado al lado de un mendigo en el camino. Tan pronto como me dijo que era el día de la Epifanía, comprendí que tenía que ser Job porque ningún otro se habría aventurado a salir de casa con la nieve que caía. Por desapacible que sea el tiempo, Job sale a pedir limosna y después esconde el dinero antes de regresar.
Ya habían llegado al refectorio. Era una estancia con un pasillo en medio. El sacerdote se detuvo delante de una gran arca.
– Aquí guardamos las mantas. -Una vez que las tuvieron cuidadosamente dobladas y puestas dentro, el sacerdote se sentó sobre la tapa y le hizo un gesto a Justino invitándole a que se sentara a su lado-. Tienen la obligación de entregar todas las limosnas que reciben, porque no se les permite tener propiedades personales. Pero el padre Jerónimo hace la vista gorda cuando se trata de pequeñas transgresiones. Comprende por qué un hombre como Job necesita tener algún dinero propio. Antes de que un leproso sea admitido en un lazareto, debe hacer voto de castidad, obediencia y pobreza. Tales votos no son siempre fáciles de observar ni siquiera para el más fiel de los siervos de Dios. No es sorprendente que algunas de estas desdichadas criaturas se rebelen.
Justino permaneció en silencio unos instantes, meditando en lo que había aprendido. Esta era la segunda vez que se cruzaba en su camino el auxiliar del justicia y esto no le gustaba. Deseaba fervientemente que los actos de Lucas de Marston pudieran servirle de ayuda en sus pesquisas, pero sabía que no demostrarían nada sobre su culpabilidad o inocencia. Aunque sus manos estuvieran más manchadas de sangre que las de Herodes, seguiría fingiendo que no cejaba en la búsqueda de los asesinos del orfebre.