– Decidme -dijo al fin-. Su nombre no es Job, ¿verdad?
– Así es como él se llama ahora -dijo el sacerdote en voz baja.
Job estaba en cuclillas a un lado del camino, como el día de Epifanía. Aflojando las riendas de su caballo delante mismo del hombre, Justino preguntó: «¿Eres Job?», aunque estaba ya seguro de la identidad del leproso.
– ¿Quién quiere saberlo? -Tenía una voz ronca, la voz rasposa del leproso. El capuchón le ocultaba la cabeza, pero la postura rígida de su cuerpo revelaba tensión y sospecha.
– Me llamo Justino de Quincy. Necesito hablar contigo sobre el asesinato de Gervase Fitz Randolph. ¿Me puedes dedicar unos momentos?
– ¿Por qué no? -El leproso observó a Justino mientras se bajaba del caballo y sujetaba a Copper por las riendas; Job, lenta y deliberadamente, se echó hacia atrás el capuchón.
Justino se había preguntado cuáles habrían sido sus motivos para escoger un nombre como Job, si un acto de fe, o un gesto de amargo desafío. Ahora tenía la respuesta. Job no era ya joven, pero tampoco viejo; era difícil averiguar su edad, porque padecía de la pérdida de cabello tan frecuente en los leprosos. Justino encontró que la ausencia de pestañas y cejas era más desconcertante aún que sus labios abultados y sus úlceras. Era como contemplar una espeluznante máscara de la muerte, porque conforme iba progresando la enfermedad, los afectados por ella perdían la habilidad de dar expresión a sus gestos y a su rostro. Pero esos ojos castaños sin pestañas eran aún lúcidos y proporcionaban a Justino una visión estremecedora, la visión del alma encerrada dentro de un cuerpo que se iba desintegrando.
– Es justo que te pague por el tiempo que me vas a dedicar. -Justino echó unas monedas junto a las tablillas de San Lázaro que sujetaba la mano del leproso, y a continuación se sentó en el tronco de un árbol caído, todo lo cerca que se atrevió. La lógica le decía que la lepra no podía ser tan contagiosa como decía la gente porque, de lo contrario, las personas que se ocupaban de los enfermos, como el padre Gregorio, no podrían vivir con ellos sin contagiarse. Pero el temor era instintivo y no siempre razonable.
Job masculló unas palabras de agradecimiento, y sorprendió a Justino cuando añadió:
– No estuvisteis tan generoso la última vez…
– Bueno, mi situación ha mejorado desde entonces. ¿Así que me recuerdas?
– Le recuerdo a él -contestó Job señalando a Copper.
– ¿Qué otro recuerdo guardas de aquella mañana?
– La nieve empezó a caer después de romper el alba, y el día era más frío que la teta de una bruja. Pero no tan frío como el corazón de aquel hijo del diablo montado en un palafrén tordo. A pesar de vestir como un señor noble, era tan roñoso como cualquier usurero. No sólo se negó a darme un miserable cuarto de penique, sino que llenó el aire de juramentos, afirmando que era mala suerte toparse con un «asqueroso leproso» cuando se empezaba un viaje. Si hubiera tenido un látigo, estoy seguro de que me habría azotado con él.
– El guardián de la puerta del Este no tuvo mejor suerte -comentó Justino-. Es una lástima que a pavos reales que se pavonean así no se les desplume la cola como se merecen.
La boca torcida de Job no sonrió, pero sus ojos adquirieron un brillo de placer mordaz.
– A este pavo real no le fueron muy bien las cosas. No había cabalgado más de cincuenta pies después de maldecirme cuando su caballo se detuvo, al parecer cojo.
– Eso es muy extraño -dijo Justino frunciendo el ceño, sorprendido- porque yo no me lo encontré en el camino.
– ¡Oh, no, no regresó a la ciudad! Furioso y todo como estaba por haberse encontrado en su camino con un «asqueroso leproso», no dudó en acudir a nuestra casa en busca de ayuda. Cuando la nieve arreció, yo volví al lazareto y vi al tal sir Engreído que se había refugiado en nuestra casa. Permaneció bien encerrado en los aposentos del director hasta que paró la nevada, y regresó por la mañana a buscar su caballo.
– Y… ¡déjame que lo adivine! Mostró su gratitud contribuyendo ¿con qué? ¿Con sus deseos de prosperidad?
– Le prometió al padre Jerónimo que nos mandaría un carromato lleno de provisiones con las que estaríamos abastecidos para todo el invierno. Naturalmente -añadió Job- no especificó qué invierno. -Justino se desató la bota de vino del cinturón, echó un trago y le ofreció otro a Job. Este aceptó sin más y bebió a gusto antes de añadir-: Recuerdo, después, a un monje negro montado en una muía de orejas gachas. El me deseó las bendiciones de Dios. Después vinisteis vos y vuestro caballo alazán. Al principio me pareció que ibais a pasar de largo, pero cambiasteis de opinión. Supongo que ésa es la razón por la que os he reconocido, eso y el hecho de que ibais montado en un bello animal. Debe de medir… al menos seis palmos, ¿no es así?
– Sí, así es. ¡No cabe duda de que entiendes mucho de caballos!
La comisura de los labios de Job se curvó ligeramente.
– Debo de entender -contestó, con ecos en su voz de un orgullo casi olvidado-, porque fui herrador. Tenía mi propia fragua.
Justino no supo qué decir. En su imaginación podía ver al herrador en el apogeo de su edad y profesión, con su músculos abultados al mover su martillo y calentar su forja, esas manos antaño poderosas y fuertes ahora desfiguradas, tanto que apenas podía sujetar la bota. Hubo unos momentos de silencio, y Job continuó:
– Los últimos hombres que pasaron aquella mañana fueron el orfebre y su criado. Que Dios lo tenga en su seno porque tenía un buen corazón nuestro maestro Gervase. En todo el tiempo en que lo conocí, nunca dejó de darme alguna limosna y un cordial «buenos días». No sé por qué estáis tratando de encontrar a sus asesinos, pero espero que lo logréis.
– Yo también lo espero. -Job alargó con la mano la bota de vino y Justino meneó la cabeza-. Quédate con ella, si quieres. En un día tan frío como éste, un hombre necesita un poco de vino para entrar en calor.
– Ciertamente -asintió Job, evidentemente encantado. Pero cuando sus ojos se encontraron, Justino percibió en la mirada del leproso un cínico convencimiento de que Justino, ni en esta vida ni en la otra, volvería a beber nunca de esa bota.
Hyde Abbey estaba algo más allá de las murallas de la ciudad, pero se podía llegar a ella andando, y cuando Justino decidió regresar a la ciudad esa tarde, optó por ir a pie mejor que volver a ponerle la montura a Copper. Una vez que le dejaron salir por la puerta del Norte, se dirigió camino abajo por Scowrtene Street.
Un temprano ocaso invernal se cernía sobre Winchester, pero un viento fresco dispersó las nubes y el firmamento nocturno estaba salpicado de estrellas. Levantando su tea para alumbrarse, Justino se dio la vuelta en torno a una rodera del camino. Se dirigió a la taberna favorita de Edwin en High Street, esperando que el criado hubiera encontrado un momento libre y estuviera allí echando un trago. El invitar a Edwin a una cerveza era una manera fácil de enterarse de los nuevos acontecimientos que pudieran haber tenido lugar en el hogar de los Fitz Randolph. Esperaba también estimular la memoria de Edwin, no fuera que hubiera visto más en el lugar de la emboscada de lo que a primera vista creyó.
Justino se detuvo otra vez en el lazareto en su camino de regreso a Winchester y el padre Gregorio confirmó la historia de Job. Hasta pudo decirle a Justino el nombre del malhumorado propietario del semental tordo: Fulk de Chesney. Justino no estaba seguro de si esta información le sería útil, porque el hombre podría no conocer lo de la emboscada. Pero aun así, agradecía cualquier información, por mínima que fuera. Había visto en alguna ocasión a mujeres que confeccionaban una colcha de diferentes trozos de tela. ¿Quién podía decir que él no podía servirse de retazos, averiguados al azar, y formar con ellos un diseño o estructura que encajara perfectamente? No un centón, sino un mapa, necesitaba para que le condujera al asesino.