Había poca gente por la calle, porque habitualmente el movimiento disminuía después de la puesta del sol. Un hombre venía siguiendo a Justino desde que salió de la abadía, ajustando su paso al de él y permaneciendo a unos veinte pasos de distancia. Cuando Justino andaba más deprisa, también lo hacía él, y cuando Justino se paró para quitarse el barro de una de las botas, el hombre también se paró en seco. Justino no necesitó mucho tiempo para darse cuenta de su presencia. ¿Podría ser el mismo hombre que lo siguió desde la taberna a la residencia de los Fitz Randolph? Aquello fue como ser perseguido por una sombra, pero este otro era más torpe. Justino sintió la tentación de darse la vuelta y enfrentarse a él, pero quería estar más seguro. Era mejor poner a prueba sus sospechas.
High Street estaba una manzana más allá, pero cuando llegó a la primera bocacalle, Justino torció de repente a la izquierda. Poco después, el que lo seguía hizo lo mismo. Justino mantuvo deliberadamente un paso normal, aunque su corazón empezó a latir con fuerza. Había una taberna y a su derecha un callejón. Escogió el callejón. Era estrecho y oscuro como boca de lobo. Apagó la luz de su tea, se arrimó a la pared contra una puerta cerrada y sacó la daga de su vaina.
No tuvo que esperar mucho. Las pisadas se aproximaron al callejón y se hicieron más lentas. Los ojos de Justino ya se habían adaptado a la oscuridad y su cuerpo se tensó cuando se detuvo una figura a la entrada del callejón. Después de un momento de vacilación, la sombra entró decidida en la callejuela. Tan pronto como pasó, Justino se echó encima de él. El hombre profirió un grito de alarma, pero no se defendió porque tenía el cuchillo de Justino en su garganta.
– ¿Qué…, qué quieres?
– Respuestas, pero me contentaré con sangre, si es necesario. ¿Por qué me sigues?
– Yo no sigo a nadie.
– Eso es una contestación estúpida y no tiene sentido.
El hombre dio un grito.
– ¡Demonios, me has herido!
– No te he herido, te he hecho un rasguño, pero la próxima vez que me digas una mentira, te haré sangrar y no poco. Empecemos otra vez. ¿Qué quieres de mí?
– ¡Nada, te lo juro! Estaba simplemente pasando por aquí.
Justino juró entre dientes, pero le habían cogido la palabra. Aflojó la presión de su brazo y lo empujó. El hombre se tambaleó hacia adelante, tropezó y cayó al suelo. Jurando y farfullando, consiguió torpemente ponerse en pie. Pero Justino había desenvainado ya su espada. El individuo siguió profiriendo juramentos, se echó hacia atrás, dio media vuelta y se fue corriendo callejón abajo.
Justino lo vio desaparecer en la oscuridad, se volvió y regresó apresuradamente a la calle. Un poco más adelante, un repentino destello de luz alumbró la noche al abrirse súbitamente la puerta de la taberna. Unos momentos después estaba dentro. Pidió que le trajeran vino y encontró una mesa desde la que se veía la puerta.
Ese enfrentamiento en el callejón le había puesto más nervioso de lo que a él le gustaría admitir. Lo que más le inquietaba era la incertidumbre. ¿Había impedido un robo o frustrado un asesinato? Un mes atrás, no se le habría jamás ocurrido que él pudiera ser objeto de un asesinato. Ahora encontraba demasiado fácil creerlo.
El cabo de vela en la mesa de Justino amenazaba con consumirse por completo. Había terminado de beber su vino, pero pensó que era mejor no pedir más. Necesitaba tener la mente clara durante el largo y solitario camino de regreso a la abadía. ¿Cómo iba a perseguir a un asesino si tenía que mirar continuamente hacia atrás?
Se levantó de mala gana y estaba dejando una moneda sobre la mesa para pagar su consumición cuando estalló un altercado en la estancia. Un parroquiano borracho se había detenido en la puerta para despedir a un amigo, impidiendo a otra persona entrar. Un airado diálogo tuvo lugar entre los dos y entonces se forzó al rezagado a que se echara a un lado, momento en que Lucas de Marston entró en el recinto. Dirigiéndose a grandes zancadas hacia Justino, dijo bruscamente:
– ¡Estáis detenido! Justino se puso rígido y replicó:
– ¿Por qué?
– He de confesar que se me vienen a la mente varias acusaciones, pero empecemos con vuestro ataque contra mi sargento.
– ¡Vuestro sargento! -Fue entonces cuando Justino vio al hombre del callejón, mirándole fijamente desde detrás del hombro de Lucas-. ¿Por qué me estaba siguiendo?
– Para descubrir lo que os traéis entre manos, ¿por qué otra cosa iba a ser? Vuestra conducta no puede ser más sospechosa.
– ¿La mía? -respondió Justino, incrédulo-. ¿Qué he hecho yo que sea sospechoso?
– ¿Qué habéis hecho que no sea sospechoso? Regresáis a Winchester después de presenciar un asesinato y vais a ver a la familia del hombre asesinado, pero no al justicia. Desaparecéis antes de que yo pueda interrogaros y después volvéis súbitamente, merodeando de un lado a otro, haciendo preguntas acerca del crimen, incluso en el lazareto. ¿Os sorprende que yo sepa vuestra relación con los leprosos? ¡Esta es mi ciudad y debéis ser tonto si creéis que no se me iba a informar de vuestras interferencias!
– ¿Desde cuándo es un crimen visitar un lazareto? En cuanto a vuestro sargento, me vino siguiendo todo el camino desde la abadía a la ciudad, incluso hasta un oscuro callejón. Creí que quería atracarme. ¿Qué hombre con sentido común no lo hubiera creído?
A Lucas no pareció satisfacerle la explicación de Justino.
– Podemos discutir lo que es razonable y lo que no lo es -dijo en tono alarmante- cuando estemos en el castillo.
Bajando la mano hacia la empuñadura de su espada, el justicia hizo un gesto indicándole a Justino que depusiera sus armas. Pero Justino no tenía la menor intención de hacerlo. ¿Quién podía decir lo que le iba a pasar una vez que desapareciera detrás de las murallas del castillo con Lucas de Marston? Un silencio total reinaba en la taberna y todos los ojos se clavaron en el justicia, su sargento y el hombre que querían arrestar. Justino sabía que no podía esperar ayuda de los que le rodeaban. Tendría que deshacerse de ambos, de Lucas y el sargento, algo poco probable. El sargento querría vengar la ofensa y Lucas daba la impresión de ser un espadachín nato.
– Antes de hacer algo de que os podáis arrepentir -dijo-, echadle una ojeada a esto.
– ¿A qué? -Lucas no apartaba la mirada de Justino mientras éste sacaba una carta de su jubón, y dio órdenes a su sargento de que estuviera alerta antes de que él la tomara en sus manos. Justino tuvo un repentino e inquietante pensamiento: ¿y si el justicia no sabía leer? Pronto se dio cuenta de que sus temores eran infundados. Lucas le dirigió una mirada severa y hostil, cogió una vela de una mesa cercana y empezó a examinar el pergamino.
Cuando terminó, Lucas miró a Justino con evidente asombro.
– Bien, bien -dijo, arrastrando las palabras-, ¡estáis lleno de sorpresas! -y volviéndose, le dijo a su sargento-: Pide vino para ti. -Luego, sin hacer caso del atónito desconcierto del pobre hombre, dio instrucciones a la chica que servía y que tenía los ojos abiertos como platos debido al asombro, le dijo-: A nosotros tráenos una botella, cariño. -Acercó un banco a la mesa de Justino y se acomodó a sus anchas. Una vez que Justino hizo otro tanto, Lucas paseó su mirada por la taberna y les dijo a los parroquianos-: El espectáculo ha terminado, así que dejad de mirarnos y seguid bebiendo hasta terminar borrachos como cubas.
La mayoría así lo hicieron o al menos fingieron hacerlo; Justino se dio cuenta de que después de este incidente todos le miraban de reojo.