Aubrey no dudó ya más. Esto iba de mal en peor. Justino era una antorcha. Sólo Dios sabía el daño que haría si estallaba en llamas en aquella estancia.
– Ven conmigo -dijo bruscamente-. Hablaremos arriba.
Aubrey podría haber llevado a Justino a sus aposentos encima del salón. Pero optó por entrar en su capilla privada porque ése era su propio territorio y la familiaridad de los alrededores le colocaría en una posición de ventaja. Iba a necesitar toda la que pudiera conseguir. Encima del altar había dos cirios encendidos en torno a un crucifijo de plata sobredorada, orgullo de Aubrey, tanto por obra de arte como por símbolo de fe. Extendió las manos y pasó los dedos levemente sobre la suave superficie mientras se preparaba para lo que estaba a punto de ocurrir.
Justino le siguió hasta el altar.
– ¿Me lo vais a decir alguna vez?
– ¿Qué te tengo que decir?
– Que soy vuestro hijo.
No se sorprendió. Lo adivinó tan pronto como los dos cruzaron sus miradas en el salón. ¿Qué otra cosa podría haber sumido a Justino en un estado de semejante agitación? Tenía la boca reseca, pero logró esbozar una sonrisa leve e irónica.
– ¿Será posible que estés hablando en serio?
Justino estaba ahora lo suficientemente cerca como para poderle tocar, y para que Aubrey viera cómo se le tensaban los músculos de la mandíbula.
– Vengo de Shreswsbury -recalcó-. He dado con el paradero de Hilde, la cocinera de la rectoría de San Alkmund. Me ha hablado de lo de vos y mi madre.
– ¿Y tú has creído como si fuera el evangelio los desvaríos de esa pobre vieja?
– ¿Lo negáis?
– Sí -dijo Aubrey enfáticamente-. Lo niego.
Justino lo miró, sin despegar los labios. El silencio parecía llenar todos los rincones de la capilla, todos los recovecos de sus vidas. Cuando Aubrey no pudo soportar la situación ni un instante más, añadió:
– Olvídate de lo que hemos hablado esta noche. Como si nada hubiera ocurrido. No volveremos a referirnos a ello jamás.
– ¡Qué generosidad la vuestra! -La voz de Justino tenía un tono apagado, imposible de interpretar. Se volvió y se quedó inmóvil un momento delante del altar, y Aubrey llegó a creer que había ganado la batalla. Pero en ese mismo instante Justino se dio la vuelta bruscamente, empuñando en su mano el crucifijo de plata sobredorada.
– Juradlo! -le desafió-. ¡Jurad sobre la imagen de Nuestro Señor Jesucristo que no sois mi padre!
Aubrey abrió la boca, pero no le salieron las palabras. Reinaba tal silencio que se podía oír su propia respiración, entrecortada y demasiado acelerada. ¿O era la de Justino? Después de lo que pareció una eternidad, Justino bajó la mano que sostenía el crucifijo y volvió a colocarlo sobre el altar.
– Bueno -dijo-, al menos no le mentiréis a Dios.
Aubrey encontró inesperadamente difícil mirar a Justino cara a cara.
– No había necesidad alguna de que tú lo supieras -dijo al fin-. Lo importante era que me porté bien contigo y eso no lo puedes negar. No eludí mi deber. Siempre tuviste comida que llevarte a la boca y un techo que te cobijara.
– ¿Qué estáis sugiriendo, que debo daros las gracias por no dejarme morir de hambre?
– Hice mucho más por ti -dijo bruscamente Aubrey-, ¡y bien lo sabes tú! Me ocupé de que se te instruyera, ¿no es cierto? Ni siquiera te di la espalda cuando tenías ya edad para valerte por ti mismo. Si no hubiera sido por mí, lord Fitz Alan nunca te habría aceptado como escudero. No tienes nada que reprocharme, Justino, ¡nada!
– ¡Es una pena que mi madre no haya podido decir lo mismo!
La expresión de la boca de Aubrey se endureció.
– Esto no nos lleva a ninguna parte. La pobre mujer murió hace veinte años. Déjala descansar en paz.
Los ojos de Justino se cubrieron de un velo de color gris de cielo tormentoso. Aubrey no los había visto nunca así.
– Su muerte fue oportuna, ¿verdad? ¡Cómo os debió defraudar el que yo no hubiera nacido muerto, porque de esa manera habríais podido enterrar todos vuestros pecados en una sola tumba!
Aubrey palideció.
– Eso no es verdad. No eres justo conmigo, Justino.
– ¿Justo? ¿Qué justicia le mostrasteis vos a mi madre, ni siquiera en el momento de su muerte? ¿Habéis olvidado lo que me dijisteis? Yo tenía catorce años y al fin me había armado de valor para preguntaros algo acerca de ella. Vos dijisteis que cualquier mujer que llevara en sus entrañas a un hijo concebido antes de casarse era una libertina y que debía olvidarme de ella.
– Pensé que era lo mejor que podías hacer.
– Lo mejor para vos -replicó Justino con mordacidad y, a continuación, con gran asombro de Audrey, se dirigió a la puerta.
– Justino, ¡espera!
Justino se detuvo, con la mano en el pomo de la puerta, y empezó a volverse lentamente.
– ¿Qué más hay que decir?
– Mucho -insistió Aubrey-. Tenemos que decidir inmediatamente cómo tratar este asunto. ¿Estás pensando en regresar al servicio de lord Fitz Alan? Yo creo que es mejor buscarte otro puesto. No tienes por qué inquietarte porque no vas a salir perdiendo. Escribiré en tu nombre a lord Walter de Rise en Holderness, en el condado de Yorkshire y le pediré que te admita a su servicio.
– ¿Es eso lo que queréis hacer? -El rostro de Justino estaba en sombras porque se había apartado de la luz directa que proyectaba la vela-. ¿Está Yorkshire lo suficientemente lejos para vos? ¿Estáis seguro de que no prefiriríais mandarme a Escocia?
Aubrey cobró aliento.
– ¡Diantre, muchacho, estoy tratando de ayudarte!
– ¿Es posible que estéis tan obcecado? -preguntó Justino con voz ronca-. No quiero vuestra ayuda. ¡Si estuviera ahogándome no querría que lanzarais una cuerda en mi auxilio!
Aubrey miró fijamente a su hijo.
– Como quieras. Puedes estar seguro de que no te la volveré a ofrecer. Eso sí: quiero que me des tu palabra de honor de que no le dirás nada de esto a lord Fitz Alan.
– No tengo la menor intención de decirle a lord Fitz Alan que sois mi padre. -Justino abrió la puerta bruscamente e hizo una pausa-. Podéis estar seguro de que no sois persona de la que uno pueda enorgullecerse.
El rostro de Aubrey enrojeció de ira. Abrió y cerró los puños una y otra vez y permaneció de pie delante del altar, mirando cómo la repentina corriente de aire hacía gotear las velas. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que hacía frío. Un aire helado parecía haber impregnado los muros de piedra de la capilla, un aire tan húmedo y desolado como en una noche de diciembre.
Era una negra y fría noche de enero: el aire gélido, el cielo cubierto de nubarrones, el viento azotando las contraventanas y haciendo que todos, menos los más insensatos de los ciudadanos de Winchester, abandonaran sus calles vacías y heladas. La mayoría estaban acurrucados junto a sus chimeneas, al amor de la lumbre. Pero para Justino, que no tenía ni chimenea ni hogar, el único refugio en esta desoladora víspera de la Epifanía era una taberna sórdida y miserable en Tanner Street, en uno de los barrios más pobres de la ciudad.
La taberna estaba helada y débilmente iluminada, el aire entraba y salía por las grietas que se abrían en todas las paredes. Olía a sudor y a humo, olores que se mezclaban a un acre hedor a sebo. La gente allí presente tenía un aspecto tan triste y desolado como la atmósfera que los rodeaba. El propietario, corpulento y taciturno, no alentaba las confidencias de los parroquianos embriagados ya ni aguantaba las payasadas de sus clientes. Los servía con brusquedad y de mala gana, como si fueran invitados que hubieran abusado de su hospitalidad. En el rincón, un borracho vocinglero trataba despóticamente a la camarera que le servía y fanfarroneaba ante la concurrencia que podía oírle de sus proezas al endilgarles sacos de harina agusanada a los leprosos del lazareto de Santa Magdalena. Sentado frente a Justino había un hombre de edad mediana, mal trajeado, de pelo gris y ojos tristes, sosteniendo en sus manos con gran firmeza una jarra de cerveza que tenía, evidentemente, que durarle hasta la hora de cierre de la taberna. Había dos curtidores jugando a los dados junto a la chimenea, jaleados por una ramera pechugona. Y allí estaba también Justino, rumiando sobre la mala suerte que parecía perseguirle de manera implacable durante las últimas dos semanas.