– No, un rival. El muchacho es de la botica de enfrente y quiere que el buhonero se vaya antes de que ellos pierdan todos sus parroquianos.
Justino no tenía interés en una disputa callejera entre comerciantes.
– ¿Me permitís que os acompañe a casa, Aldith? Es lo menos que puedo hacer después de desaparecer sin deciros una palabra.
Aldith sonrió y dejó que él la cogiera del brazo. Justino sospechaba que era el tipo de mujer que flirtearía con el cura en su lecho de muerte; en eso le recordaba a Claudine, la de los ojos negros. Iban abriéndose camino a través de la muchedumbre cuando la gente empezó a echarse a un lado apresuradamente. Señalando a los jinetes que se acercaban, el mancebo gritó triunfante:
– Mandamos un mensaje al castillo para que viniera el auxiliar del justicia. ¡Pronto tendrás que marcharte, amigo, y con el rabo entre piernas!
El buhonero escupió una obscenidad y a continuación empujó a un lado al muchacho para ser él el primero en contarle al justicia su versión del incidente. Lucas venía montado en un caballo alazán. Tirando de las riendas, hizo una seña a sus sargentos para que se pararan, mientras que sus ojos echaban un vistazo a su alrededor, deteniéndose en particular en Justino y en Aldith, que estaban de pie en la calle.
Al bajarse del caballo, Lucas se vio asaltado por un griterío infernal, queriendo todos informarle de la causa de este disturbio callejero. El ruido no cesó hasta que dio un grito ordenando silencio y ante un público expectante, no tardó mucho tiempo en resolver la querella en favor del boticario. El buhonero estaba resentido, pero era lo suficientemente astuto como para saber que no podía ganar una disputa como ésta y decidió marcharse. Lucas no perdió el tiempo un momento más y se dirigió a donde estaban Aldith y Justino.
Saludó a Aldith besándole la mano. Era un acto simple, pero, hecho en público, adquiría un significado simbólico, y Aldith estaba radiante de felicidad. Cuando él sugirió que le comprara un poco de carne de membrillo antes de que se fuera el vendedor, ella, con un tacto exquisito, fingió creer que Lucas experimentaba un antojo repentino por algo dulce. Lucas movió la cabeza con un gesto que indicaba que era mejor alejarse de los parroquianos del vendedor y Justino le siguió.
– Y bien -empezó a decir el auxiliar-, ¿qué pasó en la orfebrería? ¿Empezaron las abejas a zumbar cuando metisteis vuestro palo en su colmena?
– Se lo tomaron a mal, lo cual era de esperar. Si fueran todos tan inocentes como los ángeles de Dios, estarían aún afligidos por la noticia que les comuniqué. Cuando terminé de hablar, habían pasado de familiares en duelo a sospechosos. Hasta el propio Miles pronto se dio cuenta de eso, pero sobre todo Cuy parecía profundamente desolado. Cuando dije que íbamos a investigar el pasado de Gervase, se le demudó el semblante y se le puso como el de la leche agria. Guy se fue corriendo a la taberna más cercana.
– ¡No me digas! Los hombres que tratan de olvidar sus penas con la bebida pueden ahogarse en ellas. Y cuando empiezan a agitarse, cuentan la verdad en la mayoría de los casos. Me parece que voy a hacerle una visita al maestro Guy esta misma tarde.
Justino asintió, aprobando su decisión.
– Y ¿cómo va la caza de Gilbert el Flamenco? ¿Habéis tenido suerte?
– Tal vez tenga una pista un poco más tarde, esta misma noche. Pero no puedo ocuparme de más de un crimen al mismo tiempo. Asesinato o caza furtiva, ¿cuál de los dos preferís, señor De Quincy?
Justino no se sorprendió; ya había notado destellos de celos en los ojos del justicia.
– No os preocupéis de la caza furtiva, Lucas. Yo no soy persona que me meta en terreno de nadie.
La sonrisa de Lucas fue demasiado fugaz para captarla.
– Me tranquiliza saber que sois tan respetuoso con la ley -y añadió-: Pasad por la casita de campo esta noche después del toque de completas y os diré lo que he averiguado.
La nieve no había llegado a cuajar y las estrellas empezaban a titilar en el firmamento cuando Justino salió de los aposentos de los huéspedes. No había andado más que unos pasos cuando le abordó una figura con capuchón y manto. Sabía que no era Durand. No era muy alto, y asumió que era un monje. Pero cuando levantó su antorcha, la oscilante luz iluminó el rostro airado del hijo de Gervase Fitz Randolph.
– ¿En qué loca búsqueda estáis metido? ¿Por qué os estáis inmiscuyendo en el asesinato de mi padre?
– ¿No queréis que se descubra a los asesinos de vuestro propio padre?
– ¡Maldito seáis, no tergiverséis mis palabras! -La rabia hacía incoherentes las palabras de Tomás, tenía la boca torcida, los ojos saltones e inyectados en sangre-. A mi padre lo asesinaron en un atraco. Todo eso que decís de asesinos pagados es pura estupidez, pero es el tipo de murmuración que a la gente le gusta divulgar y que algunos tontos creen a pies juntillas. ¡Dejémoslo!, ¿me estáis oyendo? ¡Dejémoslo!
– No puedo hacer nada por vos, Tomás. Si tenéis alguna queja, sugiero que se la comuniquéis a Lucas de Marston.
Tomás habría seguido discutiendo, pero Justino echó a andar.
– ¡Os lo advierto, De Quincy! -gritó-. ¡Si ponéis en peligro la oportunidad que yo pueda tener de ser admitido en la orden benedictina, lo lamentaréis hasta el día de vuestra muerte!
– No lo olvidaré -prometió Justino, y siguió andando. No le habría sorprendido que Tomás le siguiera. Pero el hijo del orfebre se quedó donde estaba, observando a Justino mientras éste cruzaba el patio. Cuando Justino llegó a la garita de la puerta, Tomás volvió súbitamente a gritar, pero Justino estaba ya demasiado lejos para oírlo.
Un estofado hervía lentamente sobre el fuego de la chimenea y Aldith estaba atareada removiéndolo y probándolo, asegurándoles a sus invitados que lo llevaría pronto a la mesa. Había insistido en que Justino se quedara a cenar, encantada con la oportunidad de desempeñar el papel de esposa de Lucas, no sólo de la mujer que compartía su lecho. Los dos hombres se retiraron y se sentaron en el diván con copas de vino dulce y Jezabel, el perro de Aldith. Observando, divertido, lo abrumado que se sentía Lucas por el afectuoso babeo del mastín, Justino le contó al justicia su encuentro con Tomás Fitz Randolph.
Lucas logró al fin echar al perro del sofá.
– No voy a necesitar bañarme por lo menos en una semana -dijo con una mueca-. Cuanto más sé de nuestro monje, más sospechoso me parece del asesinato del orfebre.
– Pero ¿y el hermano? No he conocido nunca una persona más nerviosa que él. No se puede estar tan asustado e inquieto sin ser culpable de algo.
Lucas sonrió.
– Da la casualidad de que tenéis razón. Después de hablar en Cheapside, me fui en busca de Cuy. Lo encontré todavía en la taberna, borracho como una cuba, regodeándose en la compasión que sentía hacia sí mismo. Fue demasiado fácil hacerle creer que yo lo sabía todo. Se cascó como un huevo, no hubo defensa alguna. Era ciertamente culpable como vos suponíais, pero de desfalco, no de asesinato.
– ¿Así que eso fue todo?
Lucas asintió con la cabeza.
– Se ocupaba de sus cuentas y llevaba el registro de los documentos, mientras que Gervase trataba de atraer a clientes adinerados, como el arzobispo de Ruán. Hace unos meses, Guy empezó a sustraer algunos de los fondos para su propio uso y falsificó las cuentas para ocultar sus hurtos. Su defensa era que Gervase era un inveterado derrochador y que él estaba poniendo dinero aparte para no incurrir en deudas. Pero de una manera u otra, el dinero se gastó y lo único que le queda es una conciencia hecha jirones. El pobre borrachín se había convencido a sí mismo de que iba a ir al infierno y a la cárcel, no necesariamente en ese orden.
– ¿Y qué hicisteis, Lucas? ¿Lo arrestasteis?
– Mucho peor. Se lo entregué a su cuñada. Le llevé a casa de la señora Ella y le obligué a que se lo confesara a ella también. La viuda del orfebre reaccionó como yo esperaba, con consternación e incredulidad y después con justificada indignación, regada con unas cuantas lágrimas. Pero cuando le pregunté si quería que se le metiera en la cárcel, se le erizaron las plumas como a una gallina que defiende a sus polluelos. Esto era una cuestión familiar que nada tenía que ver con la ley, y por lo tanto me agradecía que no me metiera más en este asunto.