– Vos sabíais que ella no querría que se le arrestara.
– ¡Cómo no lo iba a saber! Y no sólo por el escándalo. Sin su marido y con su hijo decidido a profesar en la orden benedictina, necesita a Cuy más que nunca. Hará las paces con él porque no tiene más remedio. Pero el remordimiento de Guy le proporcionará a ella la ventaja de tenerlo sometido a sus decisiones y, para una viuda, eso no está nada mal.
Justino tomó un sorbo de vino y lo encontró demasiado dulce para su gusto.
– ¿Y qué hay del Flamenco? Dijisteis que teníais una pista.
– Tal vez. Mis hombres se han pasado el día acosando a la familia de Gilbert y amigos de baja estofa, advirtiéndolos que ninguno de ellos disfrutará de paz hasta que encuentren al Flamenco. Me parece que uno de sus primos va a estar dispuesto a entregarlo, porque no se pueden ver. Cuando me entrevisté con Kenrick esta mañana, dijo que no sabía nada del paradero de Gilbert. Pero añadió que podría averiguarlo y que me enviaría un recado si así era. Espera que se le pague por este servicio y como las arcas de la reina son mucho más hondas que las del justicia municipal, esta deuda tendrá que ser vuestra, señor De Quincy.
– Está bien -accedió Justino-. ¿Y qué se sabe del compinche de Gilbert? Probablemente sea más fácil de localizar. Por lo que me dijisteis del Flamenco, ese tío es más resbaladizo que sus propias serpientes.
– He hecho saber que pagaré al que me diga el nombre de este fulano. Y sabido es que la mayoría de los criminales y forajidos son capaces de vender a sus propias madres por el precio de una jarra de cerveza. Nos llevará tiempo, pero habrá quien nos entregue al cómplice de Gilbert.
Justino esperaba que tuviera razón. Sólo los bandidos podían darle las respuestas que él necesitaba y no tenía la impresión de que Gilbert fuera un hombre dispuesto a cooperar, aunque se le apresara. Tal vez tuvieran mejor suerte con el compañero.
– Esparcid algunas monedas por donde creáis oportuno -dijo seguro de sí mismo-, que yo me encargaré del anzuelo.
Demoraron el seguir hablando del Flamenco hasta terminar de comer; una conversación sobre crímenes sangrientos no era condimento adecuado para el estofado de Aldith. Acababa de servir barquillos enmelados cuando el mastín empezó a gruñir.
El aldabonazo era suave, indeciso. Cuando Lucas quitó la aldaba de la puerta, la luz de la linterna dejó ver a un muchacho flaco, de doce o trece años, con los hombros encogidos como acurrucándose contra el frío. Aldith echó una ojeada a su manto remendado y le hizo entrar en la casa, dirigiéndole al fuego de la chimenea. Al chiquillo le castañeteaban los dientes y cuando extendió las manos hacia el fuego, los demás pudieron ver que estaban hinchadas por los sabañones.
– Me ha mandado mi padre -susurró, mirando a todas partes menos al rostro de Lucas-, Dice que se puede encontrar con vos en el molino esta noche después del toque de completas.
Lucas cogió su manto.
– Este es el hijo mayor de Kenrick -le dijo a Justino-. Vamos, muchacho, te dejaré primero en tu casa.
El chiquillo se echó hacia atrás.
– No, mi padre dice que no deje que nadie me vea con vos. Me dijo que era peligroso.
Cuando Aldith le ofreció un barquillo, se lo metió de golpe en la boca y lo hizo desaparecer tan deprisa que parecía que lo estaba inhalando más que comiendo. Pero se acordó de darle las gracias antes de desaparecer en las sombras de la noche.
Fueron a pie, al arrimo del muro septentrional de la ciudad. Las campanas de las iglesias repicaban a lo lejos. Justino inclinó la cabeza, escuchando sus ecos en el viento.
– Han tocado a completas. Vamos a llegar tarde.
– Nos esperará. Pero si hubiera arrimado mi caballo al molino, él habría salido corriendo. Nadie debe saber nada de esto si Kenrick quiere escapar con vida. No es sólo del Flamenco de quien tiene que temer. Si se divulga que ha entregado a Gilbert, el resto de su familia le hará la vida imposible. Su undécimo mandamiento es «No tratarás nunca con la justicia».
– ¿Por qué ha escogido este molino para la cita?
– Porque está más allá de las murallas de la ciudad y a estas horas no habrá nadie por los alrededores. Y si lo ven, tiene una excusa para estar aquí: trabaja para el molinero Durngate. Lo más probable es que lo encuentre tan asustadizo como un potro indómito. Pero no le puedo reprochar que esté asustado.
Tampoco se lo reprochaba Justino.
– Hay que ser muy valiente o estar muy desesperado para entregar a Gilbert el Flamenco -dijo al acordarse del manto andrajoso del rapaz-. Bien, nos ocuparemos de recompensar generosamente a Kenrick. A la reina no le va a importar un chelín más o menos. Pagaría gustosamente cien veces más por esclarecer sus sospechas acerca del rey de Francia.
Salieron de la ciudad por la puerta de Durn, al abrigo del rincón nordeste de la muralla, y se dirigieron a la aceña. Pronto vieron el resplandor del agua un poco más allá. Era una noche clara y sin nubes y el río Itchen tenía un aspecto plateado y sereno a la luz de la luna. Pero hacía mucho frío. No lejos del puente, habían canalizado el río para formar un caz, y conforme los dos hombres se acercaban, fueron divisando la noria. No se movía, porque la compuerta estaba cerrada. A Justino le pareció extraño no oír el ruido monótono y familiar de la caída del agua. El silencio era estremecedor; lo único que se oía era el débil gorgoteo del caz. Reinaba ya una total oscuridad, no se divisaba ni el parpadeo de la luz a través de las persianas que protegían las ventanas.
– Asegurasteis que Kenrick nos esperaría -observó Justino con cierto sarcasmo.
– No se va -insistió Lucas- por mucho que yo tarde. Tiene que estar dentro. -Mirando a Justino con el ceño fruncido, se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta. Llamó con los puños, pero nadie respondió. No obstante, al levantar el pestillo la puerta se abrió hacia adentro.
Se miraron el uno al otro y, de común acuerdo, aflojaron sus espadas en las vainas antes de entrar. Justino estaba empezando a inquietarse y podía notar que Lucas estaba también nervioso. Pero su antorcha no revelaba nada anormal. El suelo estaba sucio; había harina y paja por todas partes y el salvado caído en el suelo crujía bajo sus pies al moverse ellos cautelosamente por el cuarto. La rueda interior ocupaba la mayor parte del espacio, sujeta a un huso que desaparecía en un agujero del techo. La cámara de arriba le recordó a Justino el desván de un granero; daba acceso a esa cámara una escalera de mano dispuesta en un rincón, y durante las horas de trabajo Kenrick desde arriba veía y se aseguraba de que la rueda funcionara correctamente. Pero ahora era como mirar al interior de una cueva tan grande como negra. Ni siquiera cuando Lucas levantó la antorcha, su luz pudo romper en las sombras por encima de sus cabezas.
Lucas profirió un juramento entre dientes.
– ¿Dónde se ha ido? Esto es inexplicable.
Justino se encogió de hombros.
– Tal vez se haya retrasado también.
Pero tan pronto como sugirió esa explicación se dio cuenta del problema. ¿Por qué no estaba la puerta cerrada con pestillo? Uno de los travesaños de la escalera estaba manchado de barro. Cuando se acercó vio que el barro estaba seco, que era barro de hacía unos días. Se estaba volviendo hacia Lucas cuando notó que desde arriba le caía algo húmedo, en la mano. Se quedó sin aliento. Apartándose de la escalera, miró hacia arriba y otra gota de sangre salpicó el suelo a sus pies.