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Lucas no se había dado cuenta todavía de la sangre, pero le alertaron los gestos que le hacía Justino. Cuando cruzó el espacio, Justino extendió la mano para que el resplandor de la antorcha cayera sobre la reluciente gotita roja. Los ojos de Lucas miraron hacia arriba. Durante unos momentos, ninguno de los dos hombres se movió, esforzándose por oír algún ruido. Pero ni ni uno solo rompía el silencio del lugar. Ni crujían las vigas, ni se oían gemidos entrecortados que pudieran darles una pista; nada, absolutamente nada. Los pensamientos de Justino corrían tan deprisa como su pulso. ¿Debería ir uno de ellos a buscar una tea? Eso suponía dejar al otro solo probablemente con un asesino.

Lucas había llegado a la misma conclusión. Por señas le indicó a Justino que iba a subir al altillo por la escalera de mano, y ver así el interior. Eso no le pareció a Justino una buena idea, pero no se le ocurrió otra mejor. Asintiendo nervioso, se echó hacia atrás el manto para echar mano de la espada, si era necesario. Lucas simplemente se desabrochó el manto y lo dejó caer al suelo. A Justino le impresionó su sangre fría, hasta que se fijó en los blancos nudillos de los dedos agarrados a la tea. Lucas hizo una pausa y subió lentamente un peldaño tras otro.

Volvió a hacer otra pausa a mitad de la escalera y levantó la tea lo más posible. Mirando hacia abajo, formó con los labios la palabra «Nada». Fue entonces cuando súbitamente apareció un hombre en la oscuridad, se abalanzó para agarrar la escalera y la empujó. Lucas dio un alarido al ver que la escalera empezaba a inclinarse; Justino logró agarrar uno de los peldaños inferiores. Durante unos momentos que fueron críticos sobremanera, consiguió mantener la escalera erguida. Pero empezó enseguida a moverse como un árbol mecido por el viento y antes de que Lucas pudiera saltar, se inclinó hacia atrás. Justino se apartó como por milagro y salió ileso. Se oyó un golpe sordo, el jadeo entrecortado de Lucas y a continuación el recinto se quedó sumido en la oscuridad al apagarse la luz de la antorcha.

Lucas no tardó mucho en romper el silencio. No daba la impresión de que sus heridas fueran serias, teniendo en cuenta la profusión de sus juramentos. Moviéndose a tientas, Justino estaba tratando de sacar a Lucas de la escalera cuando se oyeron otros ruidos en el desván.

– ¡Mil pares de demonios! -gritó Lucas con voz ronca-. Se está escapando por la ventana. ¡Id tras él! -Pero Justino había reconocido también el ruido, proveniente del súbito abrirse de las contraventanas, y estaba ya poniéndose apresuradamente de pie. Haciendo uso de la memoria más que de la vista, se lanzó hacia la puerta.

Fue un alivio encontrarse fuera, donde las estrellas le servían de luminarias. Se detuvo sólo el tiempo suficiente para desenvainar la espada, porque sabía quién era su enemigo. Era Gilbert el Flamenco el hombre a quien habían acorralado en el desván. Cuando empujó la escalera de mano, la luz de la antorcha había alumbrado sus rasgos. Fue una visión breve, pero suficiente para Justino. El rostro del demonio nunca le había parecido tan familiar.

Corriendo alrededor de los muros del molino, Justino esperaba encontrar al Flamenco acurrucado sobre la tierra debajo de la ventana, porque la nieve llevaba allí ya varios días y estaba muy dura. Pero cuando le dio la vuelta completa al edificio no vio ni cuerpo magullado, ni rastro de sangre, sólo nieve removida y huellas que conducían a un bosquecillo.

Justino aflojó el paso al ir acercándose a la arboleda, porque no había ido nunca en persecución de una presa tan peligrosa, capaz de darse la vuelta y acorralarlo de la manera que lo haría un jabalí. No obstante, nada era más importante para él que atrapar a este hombre. Se refugió debajo de un roble y a sus oídos llegaba el eco de un extraño y sordo tamborileo: el latido acelerado de su propio corazón. ¿Estaría el Flamenco esperándole detrás de uno de estos árboles? ¿O había huido, presa del pánico, hacia la nieve amontonada en los barrancos? ¿Experimentaba alguna vez el Flamenco la sensación de pánico, como les ocurría a otros hombres?

Se veían todavía las huellas del forajido, marcadas a la luz de la luna, y Justino las siguió. Le pareció oír la voz de Lucas detrás de él, pero no se atrevió a contestarle porque no sabía si el Flamenco estaba cerca. Se paró para escuchar de nuevo y después echó otra vez a correr, sin precaución ni cautela.

Pero era demasiado tarde. Se paró y permaneció de pie observando cómo un jinete salía a galope tendido de detrás de los árboles un poco más allá. Justino estaba aún de pie cuando Lucas apareció, finalmente, jadeando.

– ¿Se ha escapado?

– Tenía un caballo atado entre los árboles.

Lucas permaneció en silencio un momento y luego exclamó hecho una furia:

– ¡Que se pudra!

Justino asintió sin reservas. Hicieron el camino de regreso en silencio. Lucas cojeaba, pero no hizo caso cuando Justino le preguntó cómo se encontraba y contestó con lacónicas y bruscas palabras: «No tengo ningún hueso roto».

Estaban ya muy cerca del molino cuando vieron a su izquierda una luz. Había un hombre de pie al otro lado del caz del molino con una antorcha en la mano.

– ¿Qué pasa? -preguntó, dando la impresión de estar malhumorado y nervioso.

– ¿Vivís por estos alrededores?

Asintió bajando la cabeza, evidentemente molesto por el tono autoritario de Lucas e hizo un vago gesto mirando hacia atrás. Cuando Lucas le ordenó que le entregara la antorcha, empezó a protestar, hasta que el auxiliar del justicia se identificó, lacónico pero contundente.

Caminó detrás de ellos mientras se acercaban al molino y les hizo muchas preguntas que ninguno de los dos contestó. Justino cruzó el umbral con pies de plomo. Lucas interceptó la entrada, ordenando al inquieto vecino que esperara fuera. Mirando entonces a Justino, dijo:

– Vamos a concluir de una vez este asunto.

Después de que Justino levantara la escalera, Lucas cruzó el recinto, cojeando todavía, y empezó a subir. Justino le siguió y ascendió con dificultad al desván donde encontró a Lucas de pie junto al cadáver de un hombre. La sangre había salpicado las dos piedras del molino y mojado el suelo. El primo de Gilbert yacía en él boca arriba, con los ojos abiertos y la boca torcida. Al acercarse Justino un poco más, vio que habían apuñalado a Henrick en el pecho y que tenía una navaja clavada debajo de las costillas, lo mismo que Gervase Fitz Randolph. Pero cuando Lucas movió la antorcha, vieron que le habían degollado también.

7. WINCHESTER

Enero de 1193

El cielo había empezado a despejarse hacia levante, con un color nácar levemente matizado de rosa. Justino contempló ese horizonte que se iba iluminando poco a poco. Raras veces se había alegrado tanto de que la noche llegara a su fin. Estaba exhausto, porque en las horas inmediatas al descubrimiento del cuerpo de Kenrick estuvo muy ocupado, con tareas desagradables en su mayoría.

Lucas había levantado un revuelo de mil diablos en Winnal, una aldea al nordeste de las murallas de la ciudad, para asegurarse de que ninguno de los habitantes del villorrio había acogido a Gilbert, voluntaria o involuntariamente. Hubo que sacar el cadáver, llevarlo a la iglesia de San Juan, que era la más cercana; fue preciso registrar el molino y ponerlo bajo custodia; y hubo que comunicarle a la mujer de Kenrick y a sus hijos la noticia de su muerte.

Este fue el deber más penoso que Justino tuvo que llevar a cabo. Había seis niños en la familia, la mayoría de ellos demasiado jóvenes para comprender el aturdido y a duras penas sofocado dolor de la madre. Lucas y él la habían acompañado a la iglesia, porque no consintió que manos que no fueran las suyas lavaran el cuerpo de su marido y lo amortajaran. Después de encontrar a vecinas que se ocuparan de los somnolientos y desconcertados niños, volvieron al escenario del último asesinato del Flamenco, y llegaron al molino poco después del amanecer.