Lord Fitz Alan lo había despedido, airado por su obstinada negativa a explicarle por qué no había regresado de Shrewsbury inmediatamente como se le había ordenado. A Justino no le importaba demasiado dejar el servicio de lord Fitz Alan porque éste formaba parte de un pasado que quería rechazar a toda costa. Lo único que sentía es que cuando su padre se enterara de lo acontecido, creyese que había mantenido silencio por protegerle a él. La verdad es que la herida aún estaba abierta. Nada habría podido inducir a Justino a revelarle a Fitz Alan el dolor y la intensidad con que sangraba.
Al salir a caballo de la mansión de Fitz Alan en Shropshire, con escasos ahorros y un futuro incierto, no se sentía aún desesperado porque no le faltaban amigos. La liberación le había venido de un origen inesperado: el ayudante de su padre.
Justino no podía recordar cuánto tiempo llevaba Martin al servicio del obispo como parte de su servidumbre; siempre se había esforzado en mostrarse afable con el niño solitario y receloso, que llevaba sobre sus hombros un doble estigma: ser ilegítimo y huérfano. Justino siempre agradeció la atención y comprendió al fin por qué el auxiliar del obispo adoptaba para con él una actitud protectora. Martin sabía o al menos sospechaba la verdad. ¿De qué otra manera se podría interpretar lo que hizo después de la violenta escena en la capilla del obispo? Se fue detrás de Justino a los establos y le dio el nombre de un pariente, un ilustre caballero que tal vez le ofreciera empleo si lo necesitaba.
Como no podía en manera alguna esperar que Fitz Alan le diera buenas referencias, la recomendación de Martin era providencial y Justino emprendió el camino hacia el sur, en dirección a la pequeña ciudad de Andover. Fue el viaje una desilusión: el pariente de Martin estaba en Normandía y no le esperaban hasta la primavera. Desorientado, Justino continuó su viaje hasta Winchester, simplemente porque no tenía otro sitio donde ir.
Su jarra de cerveza estaba a punto de agotarse. ¿Podría permitirse el lujo de comprar otra? No…, a no ser que surgiera un milagro en el camino de regreso a su posada. La puerta se abrió de par en par, dando entrada a dos nuevos parroquianos. Iban mejor vestidos que los clientes habituales y gozaban también de mejor humor, exigiendo ruidosamente que les sirviera la criada, incluso antes de haber encontrado una mesa donde sentarse. No tardaron mucho en regatear con la prostituta sobre el precio que pedía por sus servicios, en voz tan alta que los otros parroquianos de la taberna no tenían más remedio que enterarse.
La idea de tener que escuchar a su pesar la conversación de los recién llegados no era algo que divirtiera a Justino y empezó por ponerse de pie para salir de la taberna cuando lo detuvo el grito estridente de «¡Aubrey!». Un tercer hombre acababa de entrar dando tumbos en la taberna, abriéndose paso hacia los compañeros que le llamaban. Justino se volvió a sentar y apuró el resto de su cerveza. El nombre de Aubrey era un nombre corriente. ¿Es que se iba a estremecer cada vez que lo oyera? Su nombre de pila, en cambio, era mucho menos frecuente y a menudo tenía que explicar que era el nombre de un mártir de los primeros tiempos del cristianismo. Se preguntaba con frecuencia por qué su padre lo había escogido, y si tendría un trasfondo irónico. ¿Cómo lo habría llamado su madre si hubiera vivido? No sabía nada de ella, ni siquiera su nombre, porque la única persona que podría contestar a sus preguntas era la última persona a quien él se las haría.
En aquel momento se mencionó un nuevo nombre que atrajo su atención con no menos fuerza que el de «Aubrey». Sus escandalosos vecinos estaban bromeando acerca de la desaparición del rey Ricardo. Las bromas eran pesadas y malas y Justino las había oído ya. Lo que le intrigó fue la mención del hermano del rey.
– Os digo -insistía el que llamaban Aubrey- que el hermano del rey debe de estar planeando hacerle el trabajo al diablo. Uno de los sargentos en el castillo asegura que ha oído comentar que Juan está reclutando hombres a toda prisa. Sois vosotros dos, atontados, quienes debíais pensar en ello, porque él no es muy exigente. ¡Si un hombre tiene agallas y sabe manejar la espada, se le admitirá al servicio de Juan!
Se daba por descontado que los huéspedes de la posada compartirían las camas porque la intimidad y la vida privada eran un lujo desconocido en aquel mundo. Apretujado entre dos extraños que no dejaban de roncar, Justino durmió poco y mal. Cuando se levantó de madrugada, vio que había nevado durante la noche.
Winchester estaba empezando a despertarse. Un guardia medio dormido abrió paso a Justino, con un gesto de la mano, por la Puerta del Este y él salió de la ciudad camino de Alresford. El cielo era plomizo. No había cabalgado ni siquiera una milla cuando empezó otra vez a nevar. No se veía a ningún otro viajero, a no ser una figura solitaria acurrucada a un lado del camino. Justino se preguntó qué necesidad tan extrema podía impulsar a un hombre a mendigar bajo la nieve y, al acercarse, halló respuesta a su pregunta al ver los badajos de estaño chocando contra el cuenco que como limosnera sostenía el mendigo en la mano -objeto utilizado por los leprosos para avisar a la gente de que se acercaban.
Justillo sentía una gran compasión por los leprosos, olvidados por todos, menos por Dios. Avergonzado y apesadumbrado por no poder darle limosna, frenó el caballo y dijo cortésmente: «Buenos días, amigo».
La capa del leproso le ocultaba el rostro. Justino no sabía si lo que ocultaba eran los estragos de su enfermedad, pero sí alcanzó a ver fugazmente la mano mutilada del enfermo, con muñones donde debían haber estado los dedos. Su difícil situación le pareció de pronto menos peligrosa, así que rebuscó en la bolsa donde llevaba el dinero, se inclinó y puso un cuarto de penique en el cuenco, avergonzado de no poder darle algo más. Pero el leproso había aprendido a agradecer el más humilde ofrecimiento, aunque sólo fuera una muestra de cortesía y le dijo a Justino: «¡Que Dios te acompañe!».
El camino estaba casi cubierto de nieve y con tramos helados. Afortunadamente, el gran caballo alazán de Justino era tan seguro como una muía. Pero confiaba en que fuera un viaje lento, porque no estaba dispuesto a poner en riesgo la seguridad de su montura. Copper era su orgullo y su alegría; sabía la suerte que tenía con ser dueño de un caballo, sobre todo de uno como Copper. Lo pudo comprar porque el animal se quebró una pata y él ofreció más dinero del que habría ofrecido el carnicero. Tardó meses en lograr que el animal se restableciera, pero valieron la pena el tiempo y el esfuerzo. Alargando la mano, dio al caballo una palmada en el cuello y después se echó el aliento en las manos para calentárselas, porque empezaban a entumecérsele los dedos.
El posadero le había dicho que el pueblo de Aireslord estaba a poco más de siete millas de Winchester y el de Alton a otras ocho millas más o menos. Si hubiera sido verano, podía haber avanzado treinta millas más antes de que anocheciera. Pero hoy se consideraría afortunado si llegaba a Alton al anochecer. Desde allí a Guildford había veinte millas y treinta más hasta su destino final, Londres. Eso suponía cuatro o cinco días de camino, según se comportara el tiempo. Era mucho viaje por una corazonada.
Aflojando las riendas, Justino le dio a Copper un corto descanso. El lazareto de Santa María Magdalena quedó atrás hacía ya tiempo. El terreno era más llano una vez pasada la colina de San Giles. Pero el camino por el que cabalgaba era como un camino fantasma; el leproso era la única otra alma perdida que encontró en él.