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Justino no se había sentido nunca tan inútil. Trató de contener la hemorragia con el costoso manto de lana, pero pronto se dio cuenta de que era en vano. Apoyando la cabeza del hombre en el hueco interior de su codo, recogió la bota que llevaba colgada del cinturón, murmurando palabras de aliento y esperanza que bien sabía eran mentiras. Una vida se extinguía poco a poco ante sus ojos y él no podía hacer nada para evitarlo.

Los párpados del hombre se movían temblorosos. Tenía las pupilas dilatadas y vidriosas y no podía ver. Cuando Justino inclinó la bota hacia su boca, el líquido le chorreó por la barbilla. Mientras tanto, el otro hombre se desplomó dando tumbos sobre el suelo, hundiéndose en la nieve, junto a ellos. Por él supo Justino que el moribundo era un acaudalado orfebre de Winchester, Gervase Fitz Randolph, que se dirigía a Londres con una misión secreta que no había confiado a nadie, pero fueron atacados por unos bandidos que de una manera u otra espantaron a sus caballos.

«A mí me tiró al suelo -dijo el joven, conteniendo un sollozo-. Lo siento, señor Gervase, lo siento mucho…»

Al oír su nombre pareció que Gervase saliera de su letargo. Su mirada vagó primero de un lado a otro y después, poco a poco, se fue centrando en Justino. Su pecho subía y bajaba mientras él trataba de hacer entrar el aire en sus fatigados pulmones, pero tenía evidentemente una necesidad no menos apremiante que su dolor y no hizo caso del consejo de Justino de que permaneciera inmóvil.

– Ellos no… no… no la han encontrado. -Arrastraba las palabras que eran tan inaudibles como un suspiro, pero al mismo tiempo tenían un deje de triunfo.

Justino estaba perplejo porque había visto al forajido robar la bolsa de dinero de Gervase.

– ¿Qué es lo que no han encontrado?

– Su carta… -Gervase aspiró profundamente y entonces dijo con sorprendente claridad-. No puedo defraudarla. Tenéis que prometerme, prometerme…

– ¿Prometeros qué? -preguntó Justino cautamente, porque una promesa en el lecho de muerte era una tela de araña espiritual que podía con toda seguridad atraparle.

Un hilillo de sangre había empezado a salir de la comisura de sus labios. Cuando volvió a hablar, Justino tuvo que inclinarse para poder oírle, tan cerca de él que podía notar su aliento entrecortado en su propio rostro. Incapaz de creer lo que acababa de oír, miró con incredulidad al mortalmente herido orfebre.

– ¿Qué habéis dicho?

– Prometedme -repitió Gervase, y si bien su voz era débil, sus ojos miraban ardientemente los de Justino con tal fervor que parecía hipnotizarle-: debéis entregarle esta carta a ella… a la reina.

2. LONDRES

Enero de 1193

Frenando el caballo en la colina de Old Bourn, Justino dirigió la mirada a la ciudad que se extendía a sus pies. No había visto nunca tantos tejados, tantos campanarios, tantos y tan confusos laberintos de calles y callejones. La torre y el chapitel de la catedral de San Pablo, parcialmente terminados de construir, parecían elevarse hacia el cielo y, en la distancia, la fortaleza encalada de la Torre relucía a la luz del crepúsculo. El río Támesis había adquirido un brillo color oro apagado con destellos de luces parpadeantes, al mecerse en sus aguas las barcas alumbradas por linternas. Mientras se desvanecía la luz del día, Justino permaneció montado en su caballo, sobrecogido y anonadado por su primera visión de Londres.

Desde el altozano, la ciudad era aún más sobrecogedora, más excitante, abigarrada y caótica. Las calles eran estrechas y todas ellas sin pavimentar. Las casas de madera, pintadas en vivos colores de rojo, azul y negro, se erguían sobre ellas y les daban sombra. El cielo estaba tiznado del humo de cientos de chimeneas, y bandadas de gaviotas revoloteaban de un lado a otro, añadiendo sus chillidos estridentes al clamor del tráfico del río. Los barqueros gritaban: «¡Vamos hacia el oeste!» mientras dirigían sus barcas hacia Southwark. «¡Vamos hacia el este!» para los que querían cruzar a la ribera de Londres. Algunos vendedores ambulantes gritaba «¡Empanadas calientes!» a todo lo largo del Cheapside, el camino central que va de este a oeste de la city londinense; otros trataban de atraer a los parroquianos desgañitándose al pregonar la buena calidad de sus agujas y alfileres, sus ungüentos milagrosos, sus bálsamos curalotodo, cintas de seda, peines de madera y palmatorias de hierro forjado. Justino no tenía la menor duda de que, si le preguntaba a uno de ellos por el Santo Grial, le prometería traérselo en el acto.

Al abrirse paso por la Cheapside, Justino tuvo que parar su caballo con frecuencia, porque la calle estaba abarrotada de gente, que cruzaba de un lado a otro entre pesadas carretas y jinetes que proferían juramentos con el aplomo del típico habitante de una ciudad. Parecían igualmente indiferentes a perros, gansos y cerdos que sin dueño erraban por doquier y ni se inmutaban siquiera cuando una mujer abría la ventana de un piso alto y tiraba el contenido de un orinal en el vertedero central de la calle. Los londinenses se apartaban en el momento justo, y otros se detenían un instante para echar maldiciones a lo alto, y la mayoría continuaba su camino sin perder el paso. Asombrado de esta indiferencia ciudadana, Justino siguió cabalgando.

Era éste un mundo que vibraba incesantemente con el tañir de las campanas de las iglesias, porque anunciaban las fiestas, doblaban a muerto, repicaban ante acontecimientos alegres: bodas, coronaciones reales, elecciones locales, procesiones, nacimientos y para suplicar oraciones por los feligreses agonizantes, para llamar a misa a los fieles y para hacer constar la hora canónica. Como la mayoría de la gente, Justino había aprendido a oír sólo lo que quería oír, de manera que el incesante campaneo se desvanecía al mezclarse con los ruidos de la vida cotidiana. Pero nunca había estado en una ciudad con más de cien iglesias y se encontró de pronto sumergido en oleadas de sonidos reverberantes. El sol se había escondido ya tras la línea del horizonte y tuvo que apresurarse a parar a un transeúnte para preguntarle sobre un posible alojamiento. Le dirigieron a una posada pequeña y destartalada que estaba en una bocacalle del Cheapside, donde pidió una cama para él y un lugar en el establo para Copper. En la posada no daban de comer y le dijeron de malos modos que, si tenía hambre, había algo más abajo, junto al río, una cocina donde podía prepararse su comida.

Justino tenía hambre, pero sobre todo se sentía agotado. Había dormido poco desde la emboscada del día de la Epifanía en el camino de Alresford. Edwin, el criado de Gervase Fitz Randolph, y él mismo trasladaron el cadáver del orfebre a Alresford, donde el cura del pueblo alertó al juez del distrito a que comunicara la triste noticia a la familia Fitz Randolph. Justino continuó su viaje a Londres, angustiado por recuerdos del asesinato y la carta que llevaba escondida en su casaca, más pesada, según él, que una piedra de molino.

Según el posadero, Justino compartiría el dormitorio con dos marineros bretones que habían salido. La habitación estaba parcamente amueblada y disponía sólo de tres camastros cubiertos con apolilladas mantas de lana y otros tantos taburetes, y sin ni siquiera un orinal. Justino se sentó en la cama que tenía más cerca, puso su vela sobre uno de los taburetes y sacó la carta.

Gervase la había escondido en una bolsa de cuero que llevaba colgada del cuello. La bolsa estaba tan empapada de sangre que Justino la tiró en el mismo lugar del asesinato. El pergamino estaba doblado y atravesado y cosido con una cinta fina; los bordes de ésta estaban sellados con lacre, sello que estaba aún intacto. Aunque eso no significaba nada para Justino. Por más que la examinó, la carta no le proporcionó ninguna clave. Como evidencia de la muerte violenta de un hombre, era preocupante. Pero ¿iba realmente destinada a la reina de Inglaterra?