A corta distancia, el capellán de la reina hablaba de cetrería con William Longsword, un hijo bastardo del difunto marido de Leonor. En otras circunstancias, Claudine se habría unido a la conversación, porque le apasionaba la cetrería y ambos eran hombres que se contaban entre sus predilectos. Le gustaba bromear con el distinguido y gallardo capellán, demasiado apuesto para ser sacerdote, y Will, un joven pelirrojo, afable, de baja estatura, fornido, de unos treinta y tantos años, era una persona de las que no se encuentran cada día: era él un hombre de influencia carente de enemigos, con tan buen corazón que ni los más cínicos podían dudar de su sinceridad. Les dirigió a los dos una sonrisa juguetona al pasar, sin detenerse, decidida a encontrar a la reina.
La puerta del extremo meridional del salón daba a la capilla de San Juan Evangelista, pero Claudine no tuvo reparo alguno en entrar porque conocía a Leonor lo suficientemente bien para saber que la reina buscaba soledad y no el consuelo espiritual. El pálido sol de enero se filtraba en la capilla a través de los vitrales espejeando los muros de piedra y las elevadas columnas, que semejaban estar hechos de marfil. Para Claudine, la desnuda sencillez de esta pequeña capilla normanda era más hermosa que la más grandiosa de las catedrales. La piedad de Claudine se apoyaba en impactos estéticos muy fuertes; en esto se parecía mucho a su real señora.
Como suponía, no encontró a Leonor rezando. La reina estaba de pie junto a una de las vidrieras, contemplando el cielo surcado de nubes. Pocas personas llegaban a la edad de setenta años, y menos las que, como Leonor, los llevaban con tanto garbo y donaire. Seguía siendo esbelta como un junco, de paso firme y rápido, la voluntad indómita como en sus mejores años. Se daba cuenta de que se estaba haciendo vieja, pese a desafiar a todos los achaques de la edad. Sólo a la muerte no podía desafiar. Conocía los dolores de una madre: había enterrado hasta ahora a cuatro de sus hijos. Pero a ninguno amaba tanto como a su hijo Ricardo.
Leonor se volvió al oír que se abría la puerta. La mortecina luz invernal le robaba el color a su rostro, haciendo más profundas las sombras de insomnio que resaltaban sus ojeras. Sonrió al ver a Claudine, una sonrisa que desmentía su edad y desafiaba sus inquietudes.
– Me estaba preguntando adonde te habías ido, Claudine. Tienes en el rostro la misma expresión del gato que se relame. ¿Qué diablura estás planeando ahora?
– Ninguna, señora, todo lo contrario: una buena obra. -Claudine no pudo evitar una mueca de fingida seriedad-. Tengo que pediros un favor, señora. Peter tiene la intención de decirles a los peticionarios que aún esperan que vuelvan mañana. Antes de que lo haga, ¿podéis disponer de unos momentos para uno de ellos? Lleva aquí desde el amanecer y creo que está dispuesto a esperar hasta el día del Juicio Final si fuera necesario.
– Si lo que necesita es tan urgente, ¿por qué no lo ha dejado entrar Peter?
– Supongo que porque se mostró reacio a decirle a Peter por qué deseaba que se le concediera esta audiencia. -Claudine no añadió que no había mejor manera para enojar a Peter que rehusarle la información pertinente. Pero tampoco era preciso que Leonor conociera bien a todos los que estaban a su servicio, pese a poner en esto especial interés.
– ¡Qué afortunado es este joven al tenerte a ti de portavoz! -respondió Leonor con sequedad-. Es joven, ¿no es así? ¿Y bien parecido?
Claudine hizo un gesto, sin inmutarse en absoluto por el hecho de haber sido cogida in fraganti.
– Ciertamente lo es, señora. Es alto y bien plantado, con el cabello más oscuro que el pecado, los ojos del color del humo y una sonrisa como la salida del sol. No fue más comunicativo conmigo de lo que lo fue con Peter, pero tenía buenos modales y llevaba una buena espada al cinto. -Esto lo dijo para asegurarle a Leonor que el desconocido era uno de los suyos, no un hombre de baja clase.
Los ojos de Leonor se iluminaron con un destello de ironía.
– Por lo que me cuentas, no te parece oportuno que no atienda a un hombre con una espada de mucho valor al cinto, ¿no es eso?
– Exactamente esos son mis sentimientos -confirmó Claudine de buen humor dirigiéndose a continuación a la puerta. El estado de viudedad representaba una liberación que la hacía ampliar los horizontes más allá de las fronteras de su Aquitania natal. Entre las muchas libertades que encontraba en su nuevo estado, figuraban las de coquetear e incluso entregarse alguna que otra vez a ciertos devaneos. Suponía que terminaría por casarse otra vez, pero no tenía prisa. ¿Qué marido podía competir con lo que le ofrecía la reina de Inglaterra?
Justino estaba más tenso que la cuerda de un arco en el momento del disparo. Temía tener que pasar otra noche de guardián de la carta. El sentido común le decía que nadie sabía que era él el poseedor de la misiva, pero no había que hacerse muchas ilusiones. Había concebido algunas esperanzas después de su conversación con una muchacha joven que aseguraba ser una de las damas de compañía de la reina. Era muy atractiva, con unos ojos oscuros, inquietos y vivaces y unos profundos hoyuelos en las mejillas. Ella le había prometido hacer todo lo posible para que la reina consintiera en verlo. Pero no había vuelto y en ese momento el secretario de la reina empezaba a despachar a la gente.
Tratar de conseguir una audiencia real no era para los débiles de espíritu. La mayoría de los peticionarios intentaban discutir o suplicar. Peter hacía caso omiso de sus objeciones y el caballero que le ayudaba era aún más brusco. Era un hombre corpulento, tan acicalado que más bien parecía un paje de la corte. Las mangas de su jubón se ensanchaban en las muñecas, lucía zapatos de piel sujetos a los tobillos con relucientes hebillas de bronce, el cabello color castaño oscuro le caía sobre los hombros en ondas brillantes. Pero habría sido un gran error tomarlo por un mero figurín. Tenía el porte insolente de un señor de noble nacimiento y la fanfarronería de un soldado, ojos de color azul y boca amplia y en continuo movimiento que, cuando se cerraba, parecía hacerlo en una mueca burlona. Justino no necesitó volver a mirarlo para darse cuenta de que éste era un hombre peligroso, que instintivamente le desagradaba y de quien desconfiaba.
Se puso tenso cuando Peter miró en su dirección. No tenía intención de irse sin protestar, pero tampoco esperaba ganar la partida: los huérfanos raramente son optimistas. El caballero, sin hacer el menor caso de las airadas protestas del hombre, acababa de empujar hacia la puerta a un comerciante que se resistía a salir alegando ser pariente del alcalde de la ciudad. Justino era el siguiente. Pero fue precisamente entonces cuando la dama de honor de la reina salió del hueco de la escalera.
El caballero había perdido ya todo interés por despachar a los peticionarios. Moviéndose con rapidez, la empujó contra la pared, interceptándole el paso con el brazo extendido. Se apoyó hacia abajo y murmuró palabras íntimas en sus oídos, haciendo que sus dedos se deslizaran hacia la parte superior de su brazo. Ella se apartó con brusquedad, retirándole la mano y se la puso debajo del brazo con unas palabras rebosantes de impaciencia:
– ¡Por la Cruz de Cristo, Durand, déjame de una vez en paz!
Durand no recibió el revés de buen talante, sino que miró a Claudine con el ceño fruncido y cólera mal disimulada. La joven hizo caso omiso de sus malos modos y se los sacudió como se había sacudido su mano. A continuación cruzó el salón en dirección a Justino.
Su sonrisa era radiante.
– La reina os verá ahora mismo -anunció.
Leonor de Aquitania tenía la suerte de poseer el corte de cara que la edad acentúa, y era fácil ver en los pómulos elevados y la firme línea de la mandíbula la evidencia de la belleza juvenil que había ganado los corazones de dos reyes. Estaba elegantemente vestida con un traje de seda color verde mar, y el rostro enmarcado por un delicado griñón blanco. Al arrodillarse, Justino percibió un leve aroma estival, una fragancia tan intrigante como sutil, que indudablemente iba a permanecer en la memoria de un hombre. Los pliegues del griñón ocultaban suavemente la garganta y sólo sus manos delataban sus siete décadas de edad, con sus abultadas venas, pero estas manos estaban también adornadas con las más espléndidas joyas que Justino hubiera visto jamás, sortijas de esmeralda, perla y oro molido. No obstante, lo que más le llamó su atención y lo que le hizo mantener fija en ella la mirada fueron sus extraordinarios ojos, oro moteado de verde, luminosos a la débil luz de las velas y, en cierto modo, inescrutables.