– Os doy las gracias, señora, por acceder a recibirme -Justino cobró aliento para darse ánimos y dijo después muy deprisa, antes de que le abandonaran las fuerzas-: Perdonadme si parezco presuntuoso, pero ¿sería posible que habláramos a solas? -Bajando la voz, añadió de modo apremiante-: Tengo una carta para vos. Ya le ha costado la vida a un hombre y preferiría que no se cobrara más víctimas.
Leonor lo examinó impasible, pero Claudine le dirigió una mirada de reproche, dándole a entender que frustrar su curiosidad era mal pago por la amabilidad que había mostrado hacia él. Pero fuera lo que fuese lo que vio Leonor en el rostro de Justino, le pareció convincente y le hizo una seña a Peter, que merodeaba a unos pasos de distancia, furioso ante una petición tan audaz. Al cabo de unos instantes había salido de la habitación todo el personal menos Leonor, Justino, Will Longsword y el capellán de la reina.
– Esta es la máxima intimidad de que podemos disfrutar -dijo fríamente Leonor-. Y ahora… ¿qué me queréis decir?
– Vuestro hijo está vivo, señora. Pero el rey Ricardo está en peligro, porque lo han capturado sus enemigos.
El control que tuvo Leonor sobre sus emociones fue impresionante; sólo el temblor de unos dedos apretados traicionó sus sentimientos. Los hombres allí presentes no guardaron la misma compostura, sus preguntas y discusiones, provocadas por la impresión que les causó la noticia, tan sólo se interrumpieron cuando Leonor levantó la mano pidiendo silencio.
– Continúa -le dijo a Justino. Y éste así lo hizo.
– El barco en que navegaba el rey naufragó, señora, no lejos de Venecia. No resultó herido, pero poco después fue capturado por un vasallo del duque de Austria, quien se lo entregó al emperador de los Romanos.
Will y el capellán exhalaron exclamaciones sofocadas al oír esta alocución. Ricardo había tenido muchos enemigos a lo largo de sus turbulentos treinta y cinco años, pero sólo el rey francés Felipe le odiaba más que el emperador y el duque de Austria. De nuevo Leonor apaciguó el clamor.
– ¿Cómo puedo saber que lo que me contáis es verdad? ¿Tenéis alguna prueba?
Justino sacó las cartas de su casaca.
– Tres días después de Navidad, el emperador escribió al rey francés dándole cuenta del cautiverio del rey Ricardo. El arzobispo de Ruán se enteró de la existencia de esta carta y de una manera u otra hizo que se la copiaran. Se la confió a un orfebre de Winchester llamado Gervase Fitz Randolph porque temía enviarla por conducto de agentes conocidos de la Corona francesa. -Con las cartas en la mano, Justino añadió en voz baja-. Esta es la sangre de Fitz Randolph señora. No puedo jurar que la carta sea auténtica, pero sí puedo testificar que Fitz Randolph murió creyendo que lo era.
No se oía en el aposento ni el vuelo de una mosca mientras Leonor leía la carta. Tal era el silencio. Cuando levantó los ojos estaba pálida pero seguía dominando sus emociones. Al ver la expresión afligida de Will, le dijo:
– No, Will, no hay que apenarse. Ricardo está vivo y eso es lo importante. Nadie ha salido jamás del fondo del Adriático, pero hay hombres que salen de los calabozos austríacos. -Justino estaba todavía arrodillado y ella le hizo un gesto para que se levantara-. ¿Cómo llegó a vuestras manos esta carta?
Justino se lo contó, lo más brevemente posible. Leonor escuchó con atención sin apartar la vista de su rostro. Cuando Justino terminó, la reina sentenció:
– De todo cuanto nos hemos enterado aquí nada debe salir de estas cuatro paredes, al menos hasta que haya podido pedir consejo al arzobispo y a los otros encargados de la administración de justicia. Ahora quisiera hablar a solas con este muchacho.
Los demás se retiraron de mala gana. Una vez solos, Leonor hizo señas a Justino para que se sentara. Estaba tocando el sello que había sido roto. Justino había planeado decir que se rompió cuando Gervase estaba luchando con los forajidos, pero al encontrarse sus ojos con los de Leonor, se dio cuenta de que no podía mentirle.
– Pensé que si iba a perder la vida a causa de esa carta, al menos quería ir a la tumba con la curiosidad satisfecha. -Contuvo el aliento, esperando que su candor no hubiera sido motivo de ofensa.
– Si me hubieras traído esta carta sin haberla leído, me habría impresionado tu honor, pero habría tenido dudas de tu sentido común.
Justino levantó los ojos, asombrado, a tiempo de captar el atisbo de una sonrisa y sonrió a su vez, deshaciendo así su ansiedad, propia de sus pocos años. Leonor se dio cuenta de lo joven que realmente era.
– ¿Cómo os llamáis, muchacho?
– Justino, señora. -Leonor esperaba con impaciencia. Justino no tenía nombre de familia, de hecho no tenía familia, sólo un padre que no había querido reconocerle-, Justino de Chester -dijo al fin, porque había pasado gran parte de su infancia en esa rebelde ciudad fronteriza.
– Decís que al orfebre lo mataron unos bandoleros. ¿Qué os hace pensar que esto no pudo ser simplemente un atraco que fracasó? ¿Tenéis razón para creer que estaban buscando la carta?
– Gervase así lo creía, señora. No puedo asegurar que tuviera razón, pero todo hace pensar que no se trataba de un asalto perpetrado al azar con la única intención de robar. Estaban esperándole, de eso estoy seguro. Cuando yo pasé por el lugar un poco antes, los oí decir en susurros estas palabras que no comprendí entonces, pero que comprendo ahora: «No, no es él». Y cuando llegué al lugar donde se produjo el atraco, uno de los hombres cacheaba el cuerpo y el otro le gritaba: «¿La has encontrado?». No se refería a la bolsa de dinero que llevaba Gervase porque los bandidos la tenían ya en su poder. Tal vez Gervase llevaba consigo alguna otra cosa de valor, pero me inclino a sospechar que era la carta lo que buscaban. El arzobispo de Ruán tenía espías en la corte francesa porque ¿cómo, de no ser así, pudo haber conseguido una copia de la carta del rey de Francia? Así que ¿quién puede decir que el rey de Francia no tiene también espías?
– Por lo que sé de Felipe, podéis estar seguro de que tiene más espías que escrúpulos. -Leonor guardó silencio unos instantes, absorta en sus propios pensamientos. Cuando Justino empezó a preguntarse si se había olvidado de él, Leonor prosiguió-: Me habéis hecho un gran servicio, Justino de Chester. Ahora quiero que me hagáis un favor. Es mi deseo que descubráis quiénes fueron los asesinos de Gervase Fitz Randolph y por qué lo asesinaron.
Justino la miró con fijeza. ¿Era posible que la hubiera oído bien?
– Señora, no os comprendo. El justicia municipal de Chester es más capaz de hallar la pista de los asesinos de lo que lo soy yo.
– No estoy de acuerdo. Creo que estáis excepcionalmente capacitado para el asunto que tenemos entre manos. Sois el único que vio a los asesinos, el único que podrá reconocerlos si los ve otra vez.
Leonor hizo una pausa, pero no dejó de mirar a Justino con atención.
– Por añadidura, parecerá perfectamente natural que regreséis a Winchester con la intención de averiguar si han atrapado a los asesinos y dar el pésame a la familia de Fitz Randolph. A nadie se le ocurrirá poner en duda vuestros motivos. Todo lo contrario, la familia os recibirá con gratitud porque hicisteis lo que pudisteis para salvar la vida del hombre y porque salvasteis a su criado.