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– No. No llegué a escuchar la conversación, y además estaba distrayendo a Clémence. Lo que me gusta de Clémence es que es una tarada, y la existencia de los tarados me hace mucho bien.

– Hoy tengo la intención de seguir a un chico tarado que se interesa por la rotación mítica de los tallos de girasol, y quisiera saber por qué. Puede llevarme todo el día y toda la noche. Así que, si no le importa, me gustaría que fuera a ver a ese poli en mi lugar. Le pilla de camino.

– Mathilde, ¿qué está maquinando? Ha conseguido ya sus fines (¿cuáles son?) haciéndome venir a vivir a su casa. Quiere arreglarme los ojos, me echa a su Clémence a la espalda durante toda una noche, y ahora me quiere meter entre las garras de ese policía… Pero ¿por qué fue usted a buscarme? ¿Qué quiere hacer conmigo?

Mathilde se encogió de hombros.

– Charles, piensa demasiado. Usted y yo nos cruzamos en el camino, y nada más. Excepto si se trata de un asunto de biomasa submarina, en general mis impulsos carecen de fundamento. Y, cuando le escucho, a veces lamento no tener un poco más de fundamento. Eso me evitaría sentirme acorralada aquí, en un peldaño de la escalera, dejando que un ciego con mal humor me destroce la mañana.

– Perdone, Mathilde. ¿Qué quiere que diga a Adamsberg?

Charles llamó a su despacho para avisar que llegaría tarde. Deseaba en primer lugar hacer esa pequeña gestión en la comisaría para la reina Mathilde, deseaba prestarle ese servicio, deseaba darle gusto. Intentar esa noche ser amable con ella, confesarle que confiaba en ella, decirle suavemente que le había hecho, encantado, ese favor. No quería destrozar a Mathilde, era la última cosa en el mundo que deseaba hacer. De momento quería limitarse a Mathilde, no soltar la presa, intentar no volverse para golpearla. Continuar oyéndola hablar en todos los sentidos, su voz cascada, su vida funámbula a punto de romperse la crisma, tendría que llevarle una joya esa noche para hacerla feliz, un broche de oro, no, un broche de oro no, un pollo al estragón, seguramente prefiere un buen pollo al estragón, escucharla decir cualquier cosa, radiante, y luego dormirse por la noche con champán tibio en los bolsillos del pijama, si es que tiene bolsillos, si es que tiene pijama, no debería apartar los ojos de ella, no debería destrozarla, debería comprarle un buen pollo al estragón.

Ahora seguramente había llegado a la altura de la comisaría, pero no estaba seguro, evidentemente. No formaba parte de los edificios cuyo emplazamiento ya había localizado. Iba a tener que preguntar. Vacilando, iba siguiendo la acera que estaba ante él con la punta del bastón, avanzando lentamente. Era evidente que en aquella calle estaba perdido. ¿Por qué Mathilde le había enviado allí? Empezaba a sentir un gran cansancio. Y cuando el gran cansancio aparecía, la furia podía llegar a continuación, propulsándose mediante accesos mortales desde el fondo del estómago hasta la garganta e invadiendo después todo su cerebro.

En mal estado, con aspecto de agotamiento, Danglard llegaba al trabajo. Vio a aquel enorme ciego, inmóvil junto a la entrada de la comisaría, y en su rostro una altiva desesperación.

– ¿Puedo ayudarle? -le preguntó Danglard-. ¿Se ha perdido?

– ¿Y usted? -respondió Charles.

Danglard se pasó la mano por el pelo.

Un golpe bajo. ¿Se había perdido?

– No -dijo Danglard.

– Mentira -dijo Charles.

– Y usted ¿qué sabe? -dijo Danglard.

– ¿Y usted? -dijo Charles.

– Mierda -dijo Danglard-. Váyase a la mierda.

– Busco la comisaría.

– Pues está aquí, yo trabajo en ella. Le llevo. ¿Qué quiere usted de la comisaría?

– El hombre de los círculos -dijo Charles-. Vengo a ver a Jean-Baptiste Adamsberg. Es su jefe, ¿verdad?

– Sí -dijo Danglard-, pero no sé si habrá llegado. Seguramente está vagando por alguna parte. ¿Viene usted a informarle o a consultarle? Porque el jefe, por si no lo sabe, jamás da indicaciones claras, se le pidan o no se le pidan. Así que, si usted es periodista, lo mejor que puede hacer es ir a reunirse allí con sus colegas. Ya hay un montón.

Habían llegado ante la puerta cochera de la entrada. Charles tropezó con el escalón y Danglard tuvo que agarrarle por el brazo. Detrás de las gafas, en sus ojos muertos, Charles sintió que le subía una rabia fugitiva. Dijo muy deprisa:

– No soy periodista.

Danglard frunció el ceño y se pasó un dedo por la frente, a pesar de que sabía que no se ahuyenta el dolor de cabeza apretando con el dedo.

Adamsberg estaba allí. Danglard no hubiera podido decir que estaba instalado en su despacho, ni tampoco que estaba sentado. Estaba posado allí, demasiado ligero para la gran butaca y demasiado denso para el decorado blanco y verde.

– El señor Reyer quiere hablar con usted -dijo Danglard.

Adamsberg levantó los ojos. Se quedó más impresionado todavía que la víspera al ver la cara de Charles. Mathilde tenía razón, la belleza del ciego era espectacular. Y Adamsberg admiraba la belleza en los demás, aunque había renunciado a anhelarla para sí mismo. Por otra parte, no recordaba haber deseado jamás estar en el lugar de otro.

– Quédese usted también, Danglard -dijo-, hace mucho que no nos vemos.

Charles buscó el contorno de una butaca y se sentó.

– Mathilde Forestier -dijo- no podrá acompañarle esta noche al metro Saint-Georges como le había prometido. Éste es el mensaje. Yo no hago sino pasar por aquí y transmitirlo.

– ¿Y cómo espera que yo pueda reconocer sin ella al hombre de los círculos, si sólo ella lo conoce? -preguntó Adamsberg.

– Ya ha pensado en ello -respondió Charles sonriendo-. Dice que yo puedo ocupar su lugar, porque, según ella, el hombre deja al pasar un vago olor a manzana podrida. Dice que lo único que tengo que hacer es esperar con la cabeza levantada y respirar hondo, que puedo ser un sabueso fuera de serie ante la manzana podrida.

Charles se encogió de hombros.

– No hay que hacerle mucho caso. A veces es muy desagradable.

Adamsberg parecía preocupado. Se había vuelto de lado, había metido los pies en la papelera de plástico y apoyado un papel en el muslo. Parecía querer ponerse a dibujar como si nada le importara, pero Danglard pensaba que había algo más. Veía la cara de Adamsberg más oscura que de costumbre, la nariz más marcada, los dientes apretándose y aflojándose.

– Sí, Danglard -dijo en voz bastante baja-, no podemos hacer nada sí la señora Forestier no dirige la vigilancia. Usted dirá que es extraño, ¿verdad?

Charles hizo un movimiento para marcharse.

– No, señor Reyer, quédese -continuó Adamsberg en el mismo tono-. Es un fastidio. He recibido una llamada anónima esta mañana. Una voz que me ha dicho: «¿Conoce el artículo aparecido hace dos meses en la revista Tout le 5ieme en cinq pages? Entonces, comisario, ¿por qué no interroga a los que saben?». Y ha colgado. Aquí está la revista, acabo de conseguirla. Es malísima, pero tiene un montón de lectores. Tome, Danglard, léanos esto, al principio de la página 2. Usted sabe que leo muy mal en voz alta.

– Una entendida… Que una parte de la prensa se divierta dedicándose a los hechos y gestos de un pobre loco cuya inútil ocupación consiste en rodear con tiza viejas chapas de botellas de cerveza, cosa que está al alcance de cualquier niño, no hace sino traicionar la deprimente concepción de su oficio del que dan fe, ay, demasiados de nuestros colegas. Sin embargo, que los científicos también se involucren en el asunto es un mal augurio para la investigación francesa. Ayer mismo, el eminente psiquiatra Vercors-Laury dedicaba una columna entera a este estúpido suceso. Pero eso no es todo. Los ecos mundanos de nuestro barrio revelan que Mathilde Forestier, famosa en el mundo entero por sus trabajos sobre el mundo submarino, también está muy interesada por este lamentable bufón público. Al parecer ha llevado sus esfuerzos hasta el punto de conocerle bien e incluso acompañarle en sus grotescas rondas nocturnas, lo que haría de ella la única persona que ha penetrado en el «misterio de los círculos». Menudo asunto. Al parecer ella misma desveló el secreto en una velada, bien regada en el Dodin Bouffant, en la que se celebraba la publicación de su última obra. Realmente, nuestro distrito siempre se ha enorgullecido por contar con esta celebridad entre sus vecinos más antiguos, pero la señora Forestier, ¿no haría mejor gastando los caudales públicos en provecho de sus queridos peces, antes que en la persecución de un imbécil seguramente dañino, un maníaco desequilibrado al que las infantiles imprudencias de nuestra gran dama podrían atraer a nuestro barrio, hasta ahora libre de la aparición de los círculos? Existen peces a los que el simple hecho de tocar puede ser mortal. La señora Forestier lo sabe perfectamente y no vamos a darle lecciones en su terreno, pero ¿qué sabe de los peces de las ciudades y sus peligros? ¿Acaso no corre el riesgo, favoreciendo tales comportamientos, de despertar aguas dormidas? Y ¿por qué jugar a acorralar a la presa y llevarla hasta el corazón de nuestro distrito, suscitando un legítimo descontento entre nosotros?